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lunes, 15 de junio de 2015

El trozo de cordero

Foto: Marta Santos
Nuria fue esa mañana a comprar con su madre al supermercado.

Llevaba un carrito azul fosforito, que era el que más le gustaba; ningún otro carrito que su madre había tenido nunca le gustaba tanto como ese. Tenía una flor blanca grande, y dos un poco más pequeñas en la parte de arriba, que iban subiendo como si de burbujas se tratase. No era ningún carrito supremamente especial por ninguna cualidad, pero la verdad era que a Nuria le encantaba. Le agradaba tanto, que cada vez que iban a comprar y no llevaban ese carrito, una sensación de melancolía y disgusto se apoderaba de ella. Tanto, que se pasaba el resto de la mañana en silencio, con los brazos cruzados y la mirada perdida en algún lugar.

Pero ese día, afortunadamente, llevaban el carrito azul. Al llegar a la puerta del supermercado, lo encadenaron a las taquillas con una moneda de cincuenta céntimos. Cogieron una cesta roja de las que se apilan en la entrada para coger los productos, y en cuanto echó a rodar y avanzaron por el pasillo, lo perdieron de vista. Nuria trataba de seguirlo de todas formas con la mirada, pero entre aquel batiburrillo de estanterías y productos, la tarea se le hizo francamente titánica. Por ello, decidió confiar y adentrarse en aquel mar de objetos desconocidos y variados.
Lo primero que vio fue una caja de galletas de chocolate. Parecían muy apetitosas, pero su madre pasó de largo.
¡Mamá, mamá! ¿Me compras las galletas? ¡Porfa, porfa, porfa!
Nooo —replicó la madre, siguiendo su camino.
¿Y por qué no? —insistió Nuria.
Porque no.
¿Y por qué porque no?
Porque noooo —respondió, paciente, la madre.
Pero eso no es una respuesta. ¿Por qué, por qué, por qué?
¡Aish, por dios! —la madre posó la cestita roja en el suelo y puso los brazos en jarra—. ¿Será posible? ¡Pues porque tengo que comprar otras cosas y no me llega el dinero!
Pues no las compres. Compra las galletas.
Esta niña es imposible —después de decir eso, la madre volvió a coger la cesta y reanudó la marcha.
Nuria se quedó rezagada. Estaba bastante disgustada, porque tenía muchísimas ganas de comer galletas de chocolate y su madre no las había comprado. Por tanto, no las iba a comer en mucho tiempo. Se las quedó observando al primer paquete de galletas de la estantería. Le daba la sensación de que la estaba observando. Estaba quietecito, calladito, como ella enfrente de él. Parecía que la estaba reconociendo. De pronto, dio un paso hacia adelante.
El paquete de galletas se había movido despacito. Era increíble. A Nuria la sacudió un escalofrío de arriba abajo.
¡Mamá, el paquete de galletas se ha movido!
La madre se hallaba ya lejos, enfrente del mostrador de la carnicería. Observaba atónita cómo las costillas del cordero que quería comprar comenzaban a aletear, elevándose un poco, para poco después volver a desplomarse sobre el mostrador de nuevo.
Un tirón de su falda la despistó. Nuria se hallaba aferrada a ella, insistiéndole para que fuera a ver al paquete de galletas que andaba.
¡Mamá, mamá, el paquete de galletas anda! ¡Tienes que verlo!
La madre, entre atónita y agobiada, sólo acertó a mantener fija la vista en aquel pedazo de cordero que había visto levitar. Lo señaló con el dedo, y le indicó a la carnicera:
Oiga, el pedazo de cordero que tiene usted expuesto acaba de flotar...
La carnicera la miró con una expresión de estupor. “Esta mujer está loca”, pensó, y siguió fileteando el lomo de ternera que tenía entre las manos.
En ese instante, el trozo de cordero volvió a flotar, más alto que antes. Nuria entonces dejó de darle prioridad a su paquete de galletas de chocolate que sabía andar, y se concentró en aquel cacho de carne voladora.
Mamá, las cosas de este supermercado andan.
La madre entonces bajó la cabeza y observó la naturalidad de su hija al pronunciar aquellas palabras. No pudo menos que asentir.
Sí, hija. Sí que es verdad que andan —tras decir esto, y observando el trozo de carne que se mantenía cada vez más tiempo flotando, sintió tentaciones de volver a comentárselo a la carnicera. Pero, observándola cortar absorta su trozo de carne de ternera, no quería que la volviera a tomar por una enajenada mental, y optó por callarse.
Se dio media vuelta, y ya iba a entrar en la fila de caja para pagar cuando un grito a sus espaldas la detuvo.
¡Socorro, la carne me ataca! ¡Socorro, ayuda! ¡Que alguien me saque de aquí!
Tanto Nuria como su madre pudieron contemplar a la carnicera siendo atacada por una multitud de trozos de carne que saltaban hacia ella. El cordero saltaba y bailaba encima de su cabeza, y la madre de Nuria decidió que aquél no era un espectáculo para que lo contemplara su hija.
Vamos —dijo secamente—, ya volveremos más tarde a comprar.

Una vez hubo pronunciado esas palabras, cogieron el carrito azul y se marcharon.


lunes, 8 de junio de 2015

La vendedora de globos

Foto: Marta Santos
En todas las fiestas de barrio o de pueblo hay un vendedor o vendedora de globos.

Son esos señores entrañables que sostienen un montón de figuras voladoras, agarradas por finos hilos.


Hay un montón de personajes que vuelan sin alas gracias a estas personas. Están los personajes de los dibujos animados de moda (como esa esponja que vive en el fondo del mar o esa niña exploradora), los personajes de Disney que siempre han estado de moda, y algunos eternos personajes que nunca sabremos quién fue su creador ni de dónde salieron, pero que siempre han estado amarrados a las manos de los vendedores de globos. Es el caso, por ejemplo, de la sirena de pelo rubio.
Pero, en este cuento tan especial, quería hablaros de una vendedora de globos muy particular. Ella no era una vendedora de globos como otra cualquiera. Ella vendía los globos cantando.
Con cada personaje entonaba una canción única, cuya letra había sido inventada por ella, y cuya música era la misma para todos los personajes. Estaba, por ejemplo, la canción del ratón más famoso de Disney:
Mickey, Mickey, Mouse, Mouse.
Si sientes el ritmo, ponte a bailar,
si prefieres la letra, es bien recitar;
de todas formas, vendrá Santa Claus.
Mickey, Mickey, Mouse, Mouse.
Con esta letra, todos los niños prorrumpían en risas y en aplausos, pues les parecía muy divertida. También tenía otra canción, la de la niña exploradora, que no se correspondía exactamente con la de los dibujos animados:
Dora, dora, explora, explora.
Si eres intrépida, ponte a nadar,
si lo eres más, ponte a bucear;
de todas formas, la gente te adora.
Dora, dora, explora, explora.
Y, entre las canciones que más cantaba, se encontraba aquella que entonaba cada vez que venían a pedirle la sempiterna sirena.
Sirena, sirena, duende del mar.
Si eres bonita, ponte a cantar,
si no lo eres tanto, ponte a bailar;
de todas formas, les vas a encantar.
Sirena, sirena, duende del mar.
Cada vez que terminaba de cantar una de estas canciones, se daba su tiempo para escuchar pacientemente los aplausos, luego le hacía una reverencia a todo el público que solía arremolinarse en torno a ella y sus globos, y terminaba ofreciéndole el globo a aquella persona que se lo había pedido. Luego ponía la mano, recogía las monedas que costaba el globo y se las metía en el mandil azul a cuadros que llevaba siempre, aunque cada vez más sucio y más deshilachado.
Siempre que había una fiesta, los niños esperaban que apareciese ella para ofrecerles sus globos con canciones incluidas. Pero esto no siempre sucedía. Cuando, por estar en otra fiesta, por estar enferma o simplemente porque no le apetecía, la vendedora de globos no acudía a una fiesta, se sentía un vacío que a veces era muy difícil llenar.
Es por ello que, cuando pasaron tres años consecutivos sin que la vendedora de globos cantante hiciera acto de presencia en las fiestas de su barrio, a Mario se le ocurrió llamar a sus amigos y organizar un club de investigación para averiguar su paradero.
Le preguntaron a todos los mayores posibles (a sus padres, a sus profesores, a los policías y a aquellos que decían que mandaban más), a los antiguos amigos con los que la vendedora hablaba (el dueño del tiovivo, el de las colchonetas y la de la piscina de bolas), e incluso fueron a todas las fiestas que se organizaban cerca para poder comprobar si ella asistía a alguna de ellas. Pero todos sus intentos fueron infructuosos. Cuando la frustración hizo mella en sus ánimos, se acercó la respuesta.

Estaban sentados en el borde del escaparate de una tienda vacía, con la espalda apoyada en la persiana bajada, y la respuesta se acercó en forma de niño pequeño. Era más o menos de su edad, por lo que tendría unos nueve años, y conocía a la vendedora porque era el hijo de la dueña de la piscina de bolas.
¿Buscáis a la vendedora de globos que canta? —les preguntó el pequeño, con los dedos índice y corazón metidos en la boca.
Sí, llevamos mucho tiempo buscándola, pero ninguno de los mayores nos sabe decir dónde está. ¿Tú lo sabes?
Sin pronunciar más palabras, el niño movió la cabeza de arriba abajo, asintiendo, y luego les hizo un gesto con la mano para que lo siguieran. Anduvieron tres o cuatro calles, hasta llegar a un parque donde correteaban otros niños como ellos, algunos se columpiaban y otros formaban castillos con la arena.
En una esquina, sentada en un banco, se encontraba la vendedora de globos. Sostenía encima de su rodilla izquierda un trozo de papel de plata con un montón de migas encima, y utilizaba la mano derecha para repartir algunas de estas migas entre las palomas.
Los niños se acercaron. La veían diferente, pero sabían que era ella. Su cara se encontraba mucho más limpia, su ropa era completamente nueva y su pelo rizado, largo y canoso parecía recién lavado. Ya no vestía su mandil.
¿Eres la vendedora de globos? —se aseguraron los pequeños, antes de proseguir.
Sí, lo soy —les respondió ella con una hermosa sonrisa—. O bueno, mejor dicho, lo era.
¿Por qué ya no vendes globos? —le preguntó el más intrépido—. ¿Ya no te gustamos los niños?
Ella volvió a sonreír. Luego les contestó:
Claro que me gustáis. Lo que pasa es que ahora tengo otro trabajo.
¿Otro trabajo? ¿Ya no vendes globos?
No, ahora canto para gente mayor en una cafetería muy importante del centro de la ciudad. Cuando estaba vendiendo globos, un señor muy rico que tenía esa cafetería me preguntó si podía cantar allí, y se ofreció a pagarme mucho dinero.
¿Y ya no vas a vender más globos? ¿Ya no nos vas a cantar?
La señora torció los labios, pensativa, y luego dio con la solución:
Bueno, podría cantaros ahora si queréis.
Acto seguido, se puso en pie y comenzó a tararear. Al cabo de unos segundos, ya estaba cantándoles a aquellos niños una canción:
Vendedora, vendedora, coge los globos.
Si ellos vuelan alto, te llevarán al cielo,
si no saben volar, te quedarás en el suelo;
de todas formas, nunca habrá lobos.

Vendedora, vendedora, coge los globos.


lunes, 1 de junio de 2015

El robot que tenía corazón

Foto: Marta Santos
En aquella casa había muchos robots.

La dueña era precisamente la directora de una de las empresas fabricantes de robots más famosas a nivel mundial: Bot S.A. Por ello, aquel piso completamente automatizado tenía implementado un robot para cada tarea.

Además de las tareas de la lavadora, la secadora y el armario planchador automático, había un robot que distinguía cada prenda nueva que se registraba en su base de datos y la guardaba en el lugar al que le habían programado para ello. Otro robot, por su parte, se encargaba de la revisión de las prendas, deshaciendo las manchas rebeldes con un láser especial que detectaba su posición y existencia.

Aparte de estos robots encargados de la gestión de la ropa sucia, había otros robots que se encargaban de la comida. Un robot conectado a internet hacía un registro diario de los alimentos, encargando cada cierto tiempo pedidos de aquellos que faltaban en las cantidades adecuadas a una tienda en la red. Otro robot escogía y preparaba aquellos alimentos de acuerdo a una tabla de menús que había sido insertada en su software, y que podía cambiarse cada cierto tiempo. También existía el robot que ponía y recogía la mesa, colocando los platos en el lavavajillas y sacándolos cuando éste, conectado a la misma red interna, avisaba de que la tarea de lavado de platos había sido efectuada.

Cómo no, la dueña se servía además de robots de limpieza, que limpiaban el polvo, aspiraban, fregaban, recolocaban las cosas en su lugar adecuado realizando fotografías que escaneaban la casa cada cierto tiempo y devolvían a su lugar todo aquello que se había movido, ya fuera una figurita, un cuadro o un sofá. Un robot tenía asignadas las funciones de limpieza del baño cada tres días, mientras que la cama contaba con un mecanismo para rehacerse cuando el sensor de peso le indicaba que la persona ya se había levantado. Esta también contaba, al igual que todos los robots de la casa, con un sistema operativo conectado a la red interna de la casa, por lo que combinaba su acción con las ventanas, que se abrían automáticamente para ventilar la casa cinco minutos antes de que la cama comenzara a rehacerse.

La acción de los robots permitía un mantenimiento adecuado de la casa, y contaban con múltiples parámetros que podían cambiarse desde el ordenador central. Desde allí podía decidirse la temperatura de la casa, cuánto tiempo iban a estar abiertas las ventanas, cuántas veces por semana se iban a limpiar los baños, qué ropa debía lavarse y cómo...

Pero no sólo los robots se ocupaban de la casa. También chequeaban el estado de salud de su dueña, haciendo análisis una vez al mes de su sangre, orina y heces. También purificaban su sistema linfático realizando una depuración de toxinas una vez a la semana por medio de una máquina que filtraba el sudor de los pies mediante un baño relajante de éstos. Además, un robot realizaba un masaje integral siempre que se lo accionaba, y la bañera tenía una función termal que calentaba el agua a la temperatura adecuada y añadía las sales minerales precisadas.

Todo funcionaba de una manera perfecta, armoniosa, casi paradisíaca. Si no fuera porque uno de esos robots tenía corazón.

Eleanor, la dueña, no se dio cuenta hasta cinco meses después de haberlo adquirido. Lo encargó con el resto de robots de la casa, y le llevó ese tiempo acostumbrarse al funcionamiento completamente automatizado de aquella vivienda. Fue entonces cuando comenzó a darse cuenta de las cosas que eran habituales, que funcionaban bien, y las que no.

Un día, comenzó a detectar que había un robot que trabajaba ligeramente más lento que el resto. Se trataba del robot que guardaba la ropa. La diferencia no era muy apreciable, pero cuando lo comparaba con el funcionamiento del robot que colocaba los objetos desordenados, el tiempo de ejecución de su tarea era mayor. Esta diferencia fue aumentando conforme pasaban los días. Eleanor no sabía si se debía a que ella se estaba enfocando demasiado en el comportamiento de ese robot en concreto, o que realmente éste trabajaba más lento de lo esperado.

Pasó unas dos semanas observándolo, y entonces comenzó a percibir otras anomalías. Por ejemplo, el robot no entraba en su habitación si ella se encontraba durmiendo dentro. Al principio pensó que tendría algún sensor que lo programaba para ello, pero, al bucear en sus circuitos internos, no encontró ninguno con esta función. Además, desde ese día en el que decidió mirar aquellos circuitos, el robot comenzó a acercarse más a ella. Aparecía a veces cuando ella estaba en el salón viendo la televisión o leyendo una revista. Se quedaba quieto, a unos dos metros de donde Eleanor estaba, y luego volvía a marcharse.

Aquello no era racional. No obedecía a ninguna programación establecida. El robot sólo debía recorrer el espacio que separaba el armario de plancha de la habitación de su dueña, y luego volver al cuarto central de robots situado en la cocina, donde permanecería hasta la próxima colada.

Las apariciones del robot en los alrededores de Eleanor comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes. Lo veía cuando salía del baño, esperándola. Cuando llegaba a casa, salía él por el pasillo a darle la bienvenida. Las veces en que se quedaba dormida en el sofá, sentía a veces un trozo de metal sobre su frente que la despertaba, y al abrir los ojos veía uno de sus cinco brazos robóticos acariciándola.

La mujer no lo dudó más. O se estaba volviendo loca (lo cual no era probable, dado su perfecto desempeño en todas las restantes áreas de su vida), o aquel robot tenía vida propia. Aquel robot parecía tenerle aprecio. Parecía tener un corazón.

Aquello cambiaba las cosas. Ella no podía tener un robot trabajando todo el día para ella, sabiendo que tenía un corazón.

Eleanor encargó otra unidad igual a aquel robot. Tras asegurarse de que este segundo ingenio no tenía reacciones anómalas, comenzó a tratar al primero como un animal de compañía. No le daba de comer porque no lo necesitaba, pero sí recargaba sus baterías y limpiaba sus circuitos. Lo llevaba a pasear con ella. Lo dejaba sentarse a su lado cuando veía la televisión. Jugaban juntos al pilla-pilla, a juegos de pelota, a juegos de mesa. Hacían concursos de adivinanzas.

Con mucho cariño, y mucha imaginación, la mujer convirtió al robot en un auténtico compañero de viaje. Se inventaron un idioma propio, y era cierto que resultaba particularmente extraño ver a aquella mujer gesticular frente a aquel robot. Siempre que se comunicaban en un lugar público, la gente ponía cara de extrañeza. Entonces, Eleanor se llevaba un dedo a la punta de la nariz, y el robot daba un giro completo sobre sí mismo.


Aquello significaba que se estaban riendo.