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lunes, 21 de septiembre de 2015

La casita del árbol

Foto: Marta Santos
Lucía se había construido una casita en el árbol que crecía en el jardín trasero del pequeño chalet adosado donde vivía con sus padres.

Ella era una niña pequeña, de la cual todo el mundo decía que era tierna y adorable, pero que además guardaba dentro de sí una gran inteligencia.


El día en el que se le ocurrió construir la casita del árbol estaba prácticamente sola. Sus padres se habían ido a pasear, su hermano dormía la siesta en la parte superior de la casa y no había quedado con ningún amigo, puesto que era verano y estaban todos de vacaciones. Todavía quedaban tres horas para la merienda, y ella no sabía qué hacer.
Se puso a pensar, a pensar y a pensar. Luego de darle muchas vueltas a la cabeza, como no se le ocurría nada, decidió salir al patio de atrás de su casa.  Allí, justo al ver el árbol, se le ocurrió una idea. ¡Haría una casita en él, como en las películas! Se imaginó subiendo por una escalera a lo alto del árbol, apartando la trampilla de madera y sentándose a leer en un cuartito de madera construido en lo alto de aquel árbol, con una gran ventana que tendría vistas a su propia casa. Desde allí podría ver a sus padres y a su hermano, y los saludaría, y ellos le devolverían el saludo. Su hermano se moriría de ganas por entrar, y le prepararía un pastel de chocolate riquísimo todos los martes con tal de que ella lo dejara subir arriba a la casita del árbol.
Todo aquello parecía fantástico en su mente; sumamente maravilloso. Pero quedaba lo más difícil: construir la casa.

Y no tenía ni idea de cómo podría hacerlo.
Lo primero que hizo fue pensar en cómo podría construir la escalera, puesto que sin ella, no podría subir a construir ninguna casita en el árbol. Sin embargo, todas las ideas que se le ocurrían pasaban por clavar algún tipo de tornillo o hacer algún tipo de trabajo con la madera, y ella no tenía mucha idea de bricolaje. Aquello la decepcionó. Era muy pequeña para cortar tablones o clavar clavos, y ni siquiera sabía cuál era la estructura más estable para construir aquella escalera. 
Así que Lucía se sentó en el porche, bajo el cálido sol, con las piernas cruzadas y los brazos apoyados sobre estas. Aunque en aquel lugar calentito se estaba bien, su ánimo no estaba del todo alegre, pues su cabeza todavía seguía dándole vueltas a lo de la escalera.
Pasó algunos minutos allí sentada, relajándose al sol. De pronto, cuando más relajada estaba, una imagen se le vino a la mente: el libro de bricolaje de su padre. Estaba en el segundo cajón de su mesita de noche, y contenía todas las claves necesarias para construir un proyecto de aquellas proporciones: no sólo la escalera, sino también la futura casita.
Así que Lucía no lo dudó más, y subió a la habitación de sus padres a por el libro. Cuando estaba bajando, se encontró a una figura que asomaba por el pasillo: su hermano, recién despertado, se rascaba el pelo y le preguntaba que qué hacía allí, en la habitación de sus padres. A la niña le sorprendió tanto que lo único que se le ocurrió decirle a su hermano Pablo fue:
Voy a construir una casita en el árbol del jardín.
Su hermano, con los ojos abiertos repentinamente a causa de la extrañeza, no dijo nada y la siguió escaleras abajo.
¿Por qué me sigues? — le preguntó ella, al darse cuenta.
Porque quiero ver cómo construyes la casita del árbol.
Lucía se paró en el rellano.
Es que todavía no sé cómo lo voy a hacer —confesó.
Bueno, en ese caso, tal vez yo pueda ayudarte —se ofreció su hermano.
Está bien. Baja conmigo entonces.
Los dos niños bajaron al jardín, cargados con un libro de bricolaje; unos cuantos tablones, un martillo y algunos clavos sacados del garaje; y, sobre todo, muchas ganas de construir una casita en aquel árbol.
Vamos a empezar por la escalera —sugirió Lucía.
Abrieron el libro, y se encontraron con multitud de formas de construir todo tipo de escaleras utilizando madera. Algunas eran preciosas escaleras de caracol con barandilla, otras eran más sobrias, pero la mayoría no se ajustaba a sus planes.
Vaya mierda —dijo Pablo. Estas escaleras son muy bonitas para una casa de verdad, pero nosotros necesitamos algo más sencillo, y más práctico.
Estoy completamente de acuerdo —corroboró su hermana—. A nosotros nos basta con que esto tablones sirvan para ayudarnos a subir arriba.
Oye, ¿y si simplemente los clavamos encima del tronco del árbol? A lo mejor si los clavamos bien sirven para impulsarnos y subir, que es lo que queremos.
¡Buena idea! —se entusiasmó Lucía—. ¡Probemos! ¡A lo mejor funciona!
Los dos niños se pusieron manos a la obra. Iban lentos porque tenían que tener mucho cuidado para no clavarse ningún clavo, ya que no estaban acostumbrados a hacer ese tipo de cosas y recordaban la cara de dolor de su padre cuando por despiste se daba con el martillo en la mano.
Cuando llegó la hora de la merienda, apenas habían clavado la mitad de tablones en el árbol.
Esto es imposible. No lo terminaremos nunca. Los tablones apenas nos permiten subir, y aún nos queda construir el resto de la casa.
¿Qué hacéis? —les preguntó su padre, que acababa de llegar.
Queríamos construir una casita en el árbol —dijo, apenada, Lucía—. Pero es muy complicado. Llevamos tres horas clavando clavos, y sólo hemos conseguido poner tres tablones en el árbol a modo de escalera. Pero no son una escalera de verdad. Y jamás conseguiremos construir la casita del árbol.
Bueno, mujer, no te preocupes. Hay un montón de cosas que se pueden hacer para divertirse aparte de una casita en el árbol. ¿Qué os parece si vamos a la piscina? —trató de animarla.
Los dos niños dibujaron una sonrisa en sus labios.
¿Y nos comprarás un helado? —preguntó Pablo.
¡Claro! —exclamó su padre, dándoles la mano.
Esa tarde lo pasaron muy bien en la piscina. Se olvidaron de la casita del árbol, y decidieron que podían ser felices sin ella. De mayores, si podían, construirían una, y si no, se dedicarían a otras cosas.
Al día siguiente, viajó toda la familia hasta la playa. Era día laboral, pero sus padres habían pedido vacaciones y estaban dispuestos a aprovecharlas. Fue otro día animado y divertido, y, definitivamente, el recuerdo de la casita del árbol quedaba cada vez más lejano.
Sin embargo, al volver a casa y entrar en el jardín, se quedaron paralizados. ¡Una auténtica casita del árbol, construida con su escalera, su ventana y su techo, estaba allí! ¿Cómo había llegado? 
¡Papá, papá! ¡Ven a ver esto! ¡Ha crecido una casita del árbol y nosotros no hemos hecho nada! ¡Ha crecido sola!
El padre sonrió. 
Las casas no crecen solas, hijos. Yo fui quien llamó a una empresa de carpintería para que viniera ayer a construirla.
Los niños no sabían qué decir, y lo abrazaron.
Gracias, papá.
De nada, hijos. ¡Ahora no esperéis más y corred a estrenarla!

Aquel fue el mejor día de sus vacaciones con diferencia.

lunes, 14 de septiembre de 2015

El planeta de las flores

Foto: Marta Santos
Había una vez un planeta que no se encontraba muy lejos de nuestro Sistema Solar.

En realidad, estaba casi al lado, pero las continuas tormentas cósmicas que tenían lugar en ese lado del universo hacían que los telescopios terrestres no pudiesen siquiera intuir su existencia.

Aquel lugar estaba compuesto por flores. Toda la superficie exhalaba un sutil y delicioso aroma, especialmente al amanecer y al atardecer. Tanto era así, que aquel planeta solía ser visitado muy a menudo por seres con tecnología más avanzada que la nuestra. Buscaban un lugar exótico por el que poder pasear en familia, o simplemente un enorme jardín con especies aún por descubrir para poder llevar a cabo innovadores experimentos científicos.
Eneido era uno de estos últimos. Procedente de la galaxia de Andrómeda, era un aficionado a coger su nave y lanzarse a viajar en solitario por las más insondables regiones del espacio, en busca de especies que él no conociera para poder analizarlas, fotografiarlas o, en el caso de algunos vegetales, guardarlos en papel secante y llevárselos a casa.
Cuando Eneido descubrió por primera vez el planeta de las flores, su vida cambió. Se quedó tan enamorado de aquel lugar, que no pasaba una semana cósmica sin que le hubiera hecho al menos una visita. La cantidad y variedad de especies de flores que alfombraban aquel planeta le parecía la mayor obra divina, si es que en realidad existía un dios. Por eso paseaba durante horas por aquel paraíso. Después de estacionar su nave en modo levitación, para no chafar ninguna flor, comenzaba a caminar y no paraba hasta que los músculos de sus verdes y pequeñas piernas comenzaban a dolerle. Entonces se recostaba en aquella alfombra eternamente primaveral, y descansaba disfrutando de una paz y una calma tan profundas que muchas veces se quedaba dormido. Luego, al despertar, dedicaba unos últimos minutos a recoger ejemplares de aquellas flores que ese día le hubiesen resultado más llamativas o raras.
Cuando subía a la nave, llevaba todavía el olor a flores en la nariz y un libro lleno de flores en papel secante entre sus páginas.
El viaje hasta su propio planeta era corto, pues había descubierto un agujero de gusano que acortaba mucho el camino. Una vez se metía en él, era como atravesar un túnel o autopista interestelar que lo llevaba directo a su hogar.
Allí, en su planeta, lo primero que hacía después de guardar la nave en su hangar era visitar el laboratorio que se había construido anexo a su casa. Al principio tenía la intención de dedicarlo a investigaciones químicas y biológicas sobre los seres que iba encontrando, pero, poco a poco, fue transformándose en una especie de museo cósmico donde guardaba fotos de todos los animales que conocía en el universo. Eso, por una parte. Por la otra, en una gran habitación, recogía ejemplares de todas aquellas flores o plantas que le habían llamado la atención en sus visitas por el espacio. La mayoría eran pertenecientes al planeta de las flores, y para identificar con más facilidad aquellas que eran provenientes de ese lugar, les había puesto un pequeño lazo de color rosa al lado.
Su pequeño museo creció tanto, paulatinamente, que llegó a albergar más de 40.000 ejemplares diferentes. Era una verdadera lástima que se guardase aquella maravilla científica para él solo. Sin embargo, la enorme afluencia de gente que viajaba al planeta de las flores para pasar un rato agradable hacía que, en la mente colectiva, existiese la conciencia y el disfrute de ese maravilloso lugar. Por lo tanto, no parecía realmente necesario que alguien guardase, desecados, ejemplares del fantástico planeta de las flores.
Familias, parejas, grupos de amigos... Todos ellos llevaban sus manteles y comían sus bocadillos en un picnic al aire libre rodeados de estupendas plantas florecidas de los más diversos colores. También podían pasear, jugar, correr... o simplemente descansar envueltos en las más delicadas fragancias.
No obstante, todo en la vida es pasajero, y la moda de salir de visita al planeta de las flores fue decayendo en los planetas circundantes cuando se hizo un nuevo descubrimiento: el planeta de los árboles. En él podían colgarse hamacas, niños y mayores podían saltar de un árbol a otro agarrándose de las lianas, e incluso había gente que abrazaba a los árboles y se recargaba de energía.
La sombra que proporcionaban las enormes secuoyas era ideal para organizar los picnics, y las raíces grandes eran un estupendo respaldo para apoyarse al comer. Muchos niños, incluso, se sentaban a horcajadas sobre ellas y jugaban al caballito. Además, las hojas que caían en cada otoño de ese planeta (estación que sobrevenía cada 34 días, alternándose con la de verano) formaban una poética y romántica vista.
Por todo ello, poco a poco, la gente fue olvidándose del planeta de las flores y de sus maravillosas fragancias. Cuarenta años después de las visitas frecuentes que realizaba nuestro amigo Eneido para recoger ejemplares, absolutamente ningún ser de otro planeta acudía a visitarlo. Eneido, sentado en la mecedora de su casa, se sentía disgustado al ver que los demás habitantes de su planeta, Enubia, se habían olvidado de aquel paraíso floral.
Aquel disgusto hizo que se encerrara en sí mismo, y comenzó a dejar de ver a sus paisanos para pasar el tiempo paseando entre su increíble colección de plantas, flores y fotos de seres.
Eneido, cada vez más anciano, se fue marchitando. El tiempo no pasaba en balde, y llegó una semana en la que comenzó a intuir que su hora de partir había llegado. Embaló sus cosas, recogió su casa, limpió sus enseres y se preparó para recibir, tranquilamente sentado, la hora de su muerte.
Cuando Eneiro murió, nadie se dio cuenta al principio. Sin embargo, su vecina, que solía verlo salir a dar un pequeño paseo por su jardín a la hora de la atardecida, comenzó a echarlo en falta. Avisó a más vecinos, y entre todos se hicieron con la manera de entrar en su casa, para ver si le pasaba algo. Al encontrarlo muerto, rezaron una oración por él y se prepararon para organizarle un funeral y repartir los enseres de su casa, ya que no había dejado testamento ni herederos.
Así fue como un vecino, registrando su casa para el reparto, se dio cuenta de la existencia del laboratorio. Al entrar en él, una mueca de sorpresa enorme se dibujó en su cara. Ante él se revelaba un enorme museo botánico y biológico, con registros de decenas de miles de animales y plantas. Al observar cuidadosamente a estas últimas, pudo comprobar cómo algunas tenían un pequeño lazo rosa al lado. Quiso saber de qué se trataba, y comenzó a investigar entre los papeles que contenían las anotaciones que Eneido había ido haciendo según construía su museo. Así, fue cómo ese vecino recordó la existencia del planeta de las flores, de cómo décadas atrás todos los fines de semana iba con sus padres a pasar maravillosas tardes arropados por aquella variada y fascinante alfombra de flores.
Un huracán de emociones hizo temblar su mandíbula, y, cuando otro vecino que inventariaba la casa le preguntó qué le sucedía, no pudo menos que dejar fluir sus recuerdos junto con sus lágrimas, y juntos compartieron maravillosas experiencias de su infancia, pues el otro vecino también había sido un frecuente visitante de aquel maravilloso planeta junto con su familia.


Fue así como la existencia del planeta de las flores volvió a la mente colectiva de los habitantes de Enubia, corriendo de boca en boca como la pólvora. Muchos volvieron a dirigir sus naves hacia aquel lugar, y la mágica y maravillosa alfombra de flores que cubría aquel mundo volvió a estar habitada por siempre jamás.

lunes, 7 de septiembre de 2015

La maleta perdida

Foto: Marta Santos
Había una vez una maleta que había decidido perderse.

Había acompañado a su dueño en multitud de viajes, de aquí para allá, en avión, en tren, en barco, en coche o en autobús. Su dueño era un hombre de negocios que viajaba mucho, y por tanto, llenaba y vaciaba continuamente a maleta y la llevaba en peregrinación constante por el mundo. Sin embargo, la maleta se había cansado de tener siempre un destino fijo y un tiempo marcado para cada trayecto. Deseaba viajar libre; sin límites ni horarios; y acudir siempre a aquellos lugares donde fuese decidiendo a cada instante.

Así, mientras iba en el amplio maletero de un autobús, traqueteando y resbalando por el suelo de un lado para otro, tomó una decisión: en cuanto se abriera ligeramente el maletero, sin importar la estación, se lanzaría fuera antes de que su dueño pudiese recogerla o darse cuenta de su huida. Aquel día no iba especialmente llena y este llevaba un maletín aparte con las cosas más importantes, por lo que su pérdida no le ocasionaría un trastorno tan grave como otros días.
En cuanto llegaron al destino final, el maletero se abrió. Maleta había abrigado la esperanza de que este se hubiera abierto en algún pueblo anterior al lugar donde se iba a bajar su dueño. Pero ello no fue así, por lo que tuvo que jugársela. Nada más abrir el maletero, maleta se lanzó fuera, al suelo, y trató de rodar un poquito hasta quedar oculta bajo el propio autobús. Cuando él fue a recogerla, un terrible grito se escuchó en toda la estación:
¡Mi maleta! ¡Me han robado mi maleta!
El conductor del autobús, ante los gritos, acudió a socorrerle.
¿Qué le pasa, señor? —preguntó asustado.
Que me han robado mi maleta. No la encuentro.
¿Ha mirado bien dentro del maletero?
Sí, por supuesto, lo he revisado de arriba abajo y aquí no está. Me la han debido robar. Ay Dios, ¿y ahora qué hago? ¡Tenía un montón de ropa allí! ¡Ahora tendré que comprarme ropa nueva! ¡Y una maleta!
No se preocupe, señor. Acuda conmigo arriba a la oficina, que pondremos una denuncia y daremos la voz de alarma. Si se la acaban de robar, no ha de andar muy lejos —decidió, resolutivo, el conductor.
Ambos hombres subieron las escaleras hacia la parte de arriba de la estación. Cuando se vio sola, maleta aprovechó para seguirse impulsando. Llegó a subirse, empujoncito a empujoncito, en un montacargas que había al lado del autobús, en el que se portaban un montón de cajas de cartón. Introducida debajo de ellas, la maleta esperó a que el chico que lo conducía volviera de tomarse su café, y continuara transportando aquellos paquetes.
El primer lugar adonde los llevaron fue un ascensor. Maleta había estado en muchos, por lo que aquello no le sorprendía. Sin embargo, era la primera vez que estaba en uno sin su dueño, y aquello sí era nuevo. Aprovechó para respirar aquella sensación de libertad, y estirarse un poco entre aquellos paquetes.
¡Ey! —replicó uno de ellos— ¡Ten más cuidado! Mira la otra, llega de última e infiltrada y ocupa más que ninguno.
Bueno, bueno, lo siento. Perdonad —contestó ella—. Caramba, qué susceptibles son estos paquetes —pensó. Luego volvió a dejarse caer en aquel montón.
Después de algunos momentos de traqueteo (a maleta le daba la sensación de que todavía no había salido del autobús), los metieron en lo que parecía una furgoneta.
Vaya, qué suerte la mía. Parece que no salgo de vehículos de transporte.
Pero esta vez, más acostumbrada a escabullirse y más libre porque no había dueño alguno que la reconociera, volvió a escaparse con más facilidad. En cuanto las puertas traseras de aquella furgoneta se abrieron, maleta se impulsó fuera y cayó al asfalto. Impulsándose un poquito más, consiguió llegar al bordillo.
¡Eh, tú! ¡Quieta ahí! ¿Adónde crees que vas? —le dijo el mozo que repartía los paquetes, al verla tirada en el suelo—. Te querías escapar, ¿eh, pillina? —afirmó mientras volvía a colocarla otra vez en la furgoneta.

Maleta resopló para sus adentros. Qué mala pata. Otra vez a esperar.
La furgoneta continuó su periplo por aquella ciudad, pero no tardó demasiado en volver a abrir sus puertas de nuevo. Esta vez, maleta procuró escabullirse sin que la viera aquel mozo alegre y parlanchín. Logró ocultarse debajo de una papelera mientras éste entraba con uno de aquellos paquetes en una tienda. Para cuando salió de ella, no volvió a reparar en la presencia de maleta. Se subió directamente en la cabina del conductor y cerró las puertas del vehículo.
Maleta lo observó marcharse con alivio. Comenzó a arrastrarse por el asfalto, disfrutando de las vistas de aquella apartada calle. Había poca gente a esa hora. Algunas personas entraban y salían de un pequeño supermercado, mientras en la puerta una señora con un vestido largo y zapatillas les iba tendiendo una cestita:
Siñora, dame algo.
Enfrente de aquel supermercado se situaba un pequeño parque. No había niños en los columpios, pero sí paseaba alguna chica con su perro. 
Maleta se escondió debajo de un banco, para descansar. Al cabo de un rato, un señor mayor acudió a sentarse en él, poniéndole los pies encima sin darse cuenta.
Caramba, qué cómodo es este banco —pensó en voz alta.
Maleta se resignó. No podía seguir impulsándose sin llamar la atención de aquel hombre, por lo que vio su marcha detenida durante las más de tres horas que el señor estuvo allí. Cuando por fin se levantó, a maleta le dolía el lomo de tanto soportar sus pesadas botas. Vale que era una maleta dura, pero no estaba acostumbrada a aquellos trotes.
Para recompensarse decidió probar la experiencia de lanzarse desde un tobogán. Dado que era por la mañana y los niños estaban en sus colegios, maleta tenía el parque prácticamente para ella sola. Así que comenzó a subir, poco a poco, los peldaños de la escalera que la separaba de la cima del tobogán. Tardó su tiempo en hacerlo, pero todos aquellos esfuerzos fueron recompensados cuando se lanzó en picado. El viento al bajar le refrescaba la tela, el suelo del tobogán le hacía cosquillas en la tripa, y la sensación de caer en picado por aquella superficie inclinada la hacía reír.
¡Yujuuuuuuu! ¡Soy libreeeeeeee! —gritaba.
Después de aquello, estuvo media hora impulsándose de adelante hacia atrás en los columpios. Aquello también era muy divertido, pues el suelo se desplazaba rapidísimo debajo de ella.
Luego se pasó un rato en el balancín. Pero aquello no era divertido, porque como no había nadie al otro lado, se pasaba todo el tiempo en el fondo.
Algunas palomas se pusieron a picotear encima de su espalda, mientras ella se arrastraba por la arena, formando dibujitos.
Después de todo esto, se hallaba muy cansada. No estaba acostumbrada a tener vida propia durante tanto tiempo, y el esfuerzo de estarse impulsando todo el rato le estaba destrozando la tela y las cremalleras. Así que salió del parque y se retiró a un lado de la acera, a descansar y a pensar cuál sería su próximo destino. Sin embargo, la voz familiar de un hombre que paseaba por allí la sacó de sus pensamientos:

¡Pero si estás aquí! ¡Vaya, qué suerte! ¡Y tienes toda la ropa! Ese ladrón asqueroso ha debido de cansarse de llevar el peso tanto tramo. Bien , querida, tú no te preocupes, que ya te encontré. Ya estás con papá.