El ermitaño
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Foto: Marta Santos |
Había una
vez un ermitaño sentado en un cruce de caminos.
Era un
hombre no muy mayor; lo suficientemente anciano como para tener un
cabello y una barba encanecidos, pero lo suficientemente joven como
para poder cargar sobre su espalda una gran roca que lo acompañaba
día y noche.
El ermitaño
miraba al camino de la derecha al rompiente; y suspiraba. Al
poniente, observaba con melancólicos ojos el camino de su izquierda,
y volvía a suspirar.
Una lechuza
y un caracol que habitaban el lugar lo llevaban contemplando varias
semanas, hasta que se decidieron a hablarle.
Una noche
oscura, en la que la luna había huido del horizonte, la lechuza
inició una conversación con aquel hombre. Eligió el momento en el
que él parecía haberse perdido por completo entre las estrellas que
observaba con melancolía.
—Hace
treinta noches que moras por estos parajes. ¿Qué te hace aguantar
las gélidas noches de este lugar, y soportar la lluvia y el calor
asfixiante sin moverte de aquí? ¿Hay algo que estés buscando?
El hombre,
acostado sobre la hierba, retiró ligeramente la capa que lo envolvía
y que le tapaba la boca.
—Hacía
tiempo, buscaba algo. Pero creo que me he olvidado de lo que era.
El
ermitaño, todavía recostado, se dio la vuelta para dar por
finalizada su respuesta. Mas la lechuza, perpleja, prosiguió con la
conversación.
—¿Cómo
se va a olvidar uno de lo que busca?
El hombre
permaneció en silencio unos instantes, dubitativo. Luego, se decidió
a pronunciar sus pensamientos.
—Es
difícil de explicar. Era algo que me importaba mucho. De hecho
atravesé campiñas y desiertos para poder encontrarlo. Pero un día,
sin saber por qué, apareció esta piedra sobre mi espalda —el
ermitaño señaló hacia la roca que reposaba a su lado—. Desde
entonces, se me hizo más difícil caminar. Cada día se tornó una
lucha sin tregua para poder avanzar, y poco a poco, mis pasos se
fueron enlenteciendo. Hasta que llegué a este cruce de caminos, y no
supe elegir por cuál proseguir mi búsqueda. El peso de la roca se
tornó insoportable, y tuve que sentarme a descansar. Desde entonces
estoy reflexionando por dónde debo continuar.
La lechuza
ladeó su plumosa cabeza.
—¿Y
todavía no lo has decidido?
El hombre
suspiró.
—Cada
mañana vuelvo a cargar la pesada roca sobre mi espalda. Entonces
miro hacia el camino de la derecha, y considero que es una mala idea
seguir por ahí. Luego contemplo el camino de la izquierda, y se me
antoja una locura internarme por él. La roca entonces se vuelve más
y más pesada, y solo espero a que retorne la oscura noche para poder
descargarla de mi espalda y depositarla en el suelo, a mi lado
mientras duermo.
—¿Por
qué no te deshaces de esa roca? Déjala en este lugar, y prosigue tu
búsqueda. Elijas el camino de la izquierda o el de la derecha, ambos
te llevarán a algún lugar. Pero si no te decides por ninguno, te
quedarás aquí para siempre, inmerso en dudas.
Aquel
ermitaño se incorporó. Sentado en el suelo, comenzó a acariciar
aquella pétrea mole.
—Hace
mucho que la llevo conmigo. Se ha convertido en mi compañera de
camino. Ya no sé lo que es vivir sin ella. Si no la llevo, creo que
no podré llegar a ninguna parte.
—Nunca
llegarás a ninguna parte si la sigues llevando contigo —musitó la
lechuza, más para ella misma que para el ermitaño, que permanecía
abstraído contemplando a su pesada compañera de piedra.
La lechuza
se alejó volando, y llegó el día varias horas después. Con él,
surgió de entre la hierba el pequeño caracol, que había estado
escuchando en silencio la nocturna conversación del ave y el hombre.
—Quizás
yo pueda ayudarte —susurró el diminuto gasterópodo. El ermitaño,
ya con la piedra cargada a sus lomos, tuvo que hacer un verdadero
esfuerzo para discernir de dónde provenía aquella voz.
—¿Por
qué dices eso? —le preguntó.
—He
estado escuchando tu conversación con la lechuza. Yo también llevo
mi casa a cuestas—prosiguió el molusco—. Pero mi caso es
diferente. He elegido una casa ligera, que me sirve para guarecerme
cuando el tiempo no acompaña, que me protege y que me ayuda en mi
camino. Pero tú soportas una piedra que no te ayuda para nada. Te
destroza la espalda cada día con mayor crueldad, te impide caminar y
no evita que la lluvia, la nieve o el calor fatigue tus entrañas.
Dime, ¿qué es lo que has conseguido desde que portas esa pesada
carga sobre tus hombros?
El ermitaño
miró hacia el horizonte con los ojos vacíos. Sabía que, desde que
la piedra lo acompañaba, no había conseguido nada. Solo mirar hacia
el camino de la derecha al alba, y mirar hacia el camino de la
derecha durante el ocaso. Y suspirar.
—Nada
cambiaría aunque la depositara en el suelo y la abandonase aquí. No
sé por cuál de estos dos caminos debo seguir.
—Prueba.
—¿Qué?
—Que
pruebes —insistió el caracol—. Deja la roca sobre la hierba, y
prueba entonces a elegir tu camino.
El hombre
dudó. Miró a la piedra, y el apego que sentía por ella le
dificultó soltarla. Miró al caracol, y la curiosidad por ver hacia
dónde conducían sus palabras pudo más.
Entonces la
depositó en el suelo.
La
liberación y el alivio que sintió en ese momento fueron
descomunales. Observó
los dos caminos, y los dos le parecieron maravillosos. Eligió el de
la izquierda, y comenzó a caminar. Si algún día descubría que no
llevaba a ninguna parte, entonces volvería a aquel cruce de caminos y
elegiría el de la derecha.
Si la
culpa que portamos es ligera, quizás nos ayude a continuar el camino
en época de tempestad.
Pero
la culpa, cuando es pesada, se convierte en una losa que nubla el
entendimiento y nos impide avanzar.