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lunes, 17 de agosto de 2015

El pirata que tenía un pez

Foto: Marta Santos
Barba Violeta era un buen pirata.

Era el jefe de su barco, un marinero experimentado, y arrastraba lustros de navegación en alta mar. Tenía un parche en el ojo, un garfio en la mano derecha con el que agarraba por la chaqueta a todo aquel marino a sus órdenes que osaba desobedecer; una barba violeta (tal como su propio nombre indicaba); una melena larga, castaña y enredada con algún que otro piojo; unos dientes salteados (unos existían, otros se habían caído); unas mejillas sonrosadas de tomar ron; un aliento fétido a causa de este mismo ron; un sombrero grande y negro con una calavera; unos pantalones anchos a rayas negras y rojas; una chaqueta vaquera llena de pins de sus ídolos (como la Hello Kitty) y un pequeño aro dorado en su oreja izquierda. Menos por algunos detalles, era un pirata bastante convencional.

Podría ser más convencional todavía si tuviera un loro como mascota, pero lo cierto es que no lo tenía. No tenía ninguna mascota conocida, aunque algunos de sus marineros sospechaban un poco cuando lo veían bajar hasta su camarote, cerrar la puerta a cal y canto y comenzar a hablar solo al cabo de un rato.
O hay alguien ahí, o el capitán se está volviendo loco —comentaba el encargado de limpiar los cañones.
Pero, ¿quién podría haber ahí? Es un camarote pequeño, como todos, y ya es bastante que quepan una cama y un escritorio —razonó un joven grumete.
Puede que el capitán tenga un niño. A lo mejor tiene un hijo y no nos ha dicho nada — imaginó el que limpiaba la cubierta.
¡Un niño! ¿Lo habrá robado? ¡Se va a morir ahí encerrado! ¡No tiene espacio para crecer! —se alarmó el vigía.
No seáis imbéciles. ¿Cómo va a tener un niño? Lo que ha de tener es un prisionero. Seguro que es alguien importante, y no quiere que lo veáis, porque sois una panda de memos —intervino el encargado de la bodega.
El memo eres tú, “Sin Dientes”. No puede tener un prisionero escondido ahí tanto tiempo sin que nadie lo vea. Necesitará comer, e ir al baño, y que yo sepa nadie ha visto que alguien más aparte del capitán saliera de su camarote, ni que bajara platos con comida. Es muy probable que lo que esté ahí escondido sea un animal. El capitán ha de tener una mascota, y por eso habla con ella —contempló el cocinero.
Lo que dice “Cucharitas” es cierto. Seguro que es un animal. Un gato, o un perro, o seguramente un loro —terció el encargado de limpiar cañones.
Un loro. Seguro que es un loro. Todos los capitanes piratas tienen un loro —opinó el grumete.
A nuestro capitán no le gustan los loros. No sé qué animal será, pero seguro que no es uno de ellos. La última vez que abordamos a otro barco pirata, el capitán Barba Violeta me mandó freír al loro del capitán enemigo —expuso “Cucharitas”.
Pues entonces deberemos vigilar ese camarote si alguien quiere descubrir quién es el interlocutor de nuestro capitán —decidió el encargado de limpiar la cubierta—. Podemos hacer turnos. ¿Quién se ofrece para ser el primero en ir hasta su puerta y escuchar?
Todos se miraron los unos a los otros. Finalmente, “Sin Dientes”, el encargado de la bodega, dio un paso al frente.
Yo me encargaré. Vosotros sois un hatajo de cobardes.
Está bien —aceptó “Pólvora”, el encargado de limpiar los cañones—, pero has de mantenernos informados de todo lo que escuches y veas.
Sin problema —remató el desdentado marinero.

Acto seguido, se dispuso a bajar las escaleras que llevaban al camarote del capitán. Se mantuvo acechando a la espera durante hora y media, hasta que sintió unos pasos retumbando por las escaleras de madera. En efecto, era Barba Violeta. El marino, como solía hacer, se introdujo dentro y cerró la puerta tras de sí. “Sin Dientes” entonces se apretó contra la fina lámina de madera, y aguzó el oído. 
Al principio escuchó pasos por la habitación. Luego, un cajón de un armario que se abría. A continuación, algo se puso a rebotar contra el techo, la pared, la cama, el suelo, el cristal del ojo de buey... Parecía una criatura nerviosa, que hubiera estado encerrada mucho tiempo en ese cajón que el capitán había abierto y que ahora pudiera aprovechar para salir. Y ese ser debía de volar, porque si no, no sería posible que rebotara contra el techo. Un gato o un perro jamás podrían hacer eso.
Para “Sin Dientes” estaba claro. El capitán tenía un loro. Así lo pensó, y así lo atestiguó delante de sus compañeros.
Barba Violeta tiene un loro.
Eso es imposible —replicó “Cucharitas” —. Yo mismo he freído bajo sus órdenes a un montón de loros de capitanes a los que asaltamos. Los odia.
Pues ese animal tiene alas. Y si fuera un canario, ya estaría piando o cantando. Y éste no decía nada.
Pues si fuera un loro, como dices tú, habría hablado, ¿no? Los loros repiten lo que dicen las personas —rebatió el cocinero.
Eso es porque lo tiene siempre encerrado. Así es normal que no oiga la voz de ninguna persona, así que por lo tanto no puede imitarla —insistió “Sin Dientes”.
Pero el capitán le habla. Todos lo oímos. Le habla cuando está solo, así que sí podría imitarlo —volvió a replicar “Cucharitas”.
¡Bueno, ya está bien! —les interrumpió el encargado de la cubierta—. Basta de discusiones inútiles. Le preguntaremos directamente al capitán si tiene alguna mascota, a ver qué nos contesta.

Justo en ese instante, apareció el capitán detrás de aquel grupo de hombres. Venía muy alegre, y escondía algo en las manos.

Queridos marineros, es hora de que conozcáis a alguien muy especial. Lo he guardado con celo durante meses, pues, siendo sincero, no me fiaba de vosotros. Sabía que si lo enseñaba demasiado temprano, alguno lo robaría, o lo freiría, o lo aplastaría, o lo tiraría al mar. Porque sois una pandilla de salvajes. Y yo, como capitán vuestro, puedo dar buena fe de ello. Sn embargo, por su bien no puedo tenerlo encerrado durante más tiempo, así que ha llegado la hora de que os lo enseñe. Vais a conocer a mi animal de compañía, una criatura maravillosa que pude rescatar de las brumas de Avalon... Se trata del pez volador.
Acto seguido, el capitán Barba Violeta abrió sus manos, y, como una paloma, un gran pez de colores rojos, naranjas, verdes y azules salió volando de ellas.
Los marineros se callaron, atónitos. No podían creer tamaña maravilla. El pez revoloteaba como un pájaro cualquiera, trazando círculos en el aire, rodeando el mástil en espirales cada vez más altas y bajando luego de nuevo para volver a posarse entre las manos de su capitán.
A partir de ahora, lo dejaré suelto por todo el barco. Esta criatura tan fantástica se merece libertad. Eso sí... Como alguien le haga algo, le mato —Barba Violeta hizo con los dedos la señal de rebanarse el cuello. Todos los marineros lo entendieron a la primera.

Bueno, parece que tenías razón... Quizá no era un loro lo que tenía el capitán —zanjó “Sin Dientes”, guiñándole el ojo a “Cucharitas”.


lunes, 10 de agosto de 2015

El niño de las orejas de elfo

Ilustración: Marta Santos
Una vez, en un reino muy lejano, nació un hermoso niño.

Era un bebé pequeñito y regordete, como todos los bebés, y por su cabecita caían ralos algunos mechones de cabello rubio. Todo parecía normal. Sin embargo, cuando fue creciendo, el horror de sus padres aumentó. ¡El niño tenía orejas de elfo! En aquel reino, los elfos eran consideradas criaturas muy extrañas, e incluso malignas.

Los padres recorrieron el reino de médico en médico, de curandero en curandero e incluso de chamán en chamán. Necesitaban una solución que empequeñeciese las puntas de las orejas de su hermoso hijo.
Este monstruito es un castigo del cielo —les decía un médico muy religioso—. Ustedes han pecado y Dios ha debido de castigarles con un niño demoníaco.
Oiga, que mi niño no es ningún demonio —respondía la madre.
Y nosotros no hemos pecado contra nada —añadía el padre.
La verdad es que aquel médico era un poco exagerado. Además, no aportaba ninguna solución.
Más tarde decidieron acudir a la consulta de otro médico, que les aconsejó una operación y atiborrar al niño de pastillas y drogas.
En estos casos hay que cortar por lo sano. Estas aberraciones de la naturaleza son un disgusto muy grande, les entiendo, pero no hay nada que un buen bisturí no pueda solucionar. Tranquilos, déjenlo en mis manos. Eso sí, tendrán que darle medicación post-anestesia, medicación antiinflamatoria, medicación desinfectante, medicación cicatrizante y pastillas protectoras de la pared estomacal para cuidarlo de los daños de la anterior medicación.
Este médico parecía tener una solución, pero daba demasiadas pastillas, y la decisión de cortar a su hijo como si de un jamón se tratase no les convencía. Además había llamado a las orejas de su hijo “aberración de la naturaleza”. Estaban de acuerdo en que las orejas le dirían mejor un poco más pequeñas, pero no consideraban a su hijo ninguna aberración por ello. Así que decidieron visitar a otra persona; esta vez un curandero.
Métanle un ajo por cada agujero de la oreja. Es mano de santo. Y antes de irse a dormir, récenle a la estampita de Santa Padera, al lado de una vela azul y blanca y bajo la luz de cada luna menguante.
No tuvieron nada que objetar. Parecía algo totalmente inofensivo y hasta llegaron a ponerlo en práctica, pero los llantos de su niño por el picor que los ajos le provocaban y la escasez de lunas menguantes hicieron mella en su ánimo y en su paciencia.
Vamos a visitar otro curandero. Alguien tendrá que darnos la solución.
Esta vez peregrinaron hasta la caseta de un curandero que vivía en el medio del monte, rodeado de gallinas. Les costó cuatro horas llegar hasta aquel inhóspito paraje, escalando piedras y recorriendo caminos encharcados por el barro. Sin embargo, ellos estaban dispuestos a todo por el bien de su hijo, y fueron capaces de soportar todas aquellas penalidades. Una vez llegaron hasta la vivienda del curandero, decidieron llamar a la puerta con los nudillos. El hombre los atendió enseguida. Parecía seco y desgarbado, pero sus ojos revelaban mirada de buena persona. Encima de la mesa de su cocina tenía multitud de frascos que contenían los más extraños y variados potingues.
¿Qué se les ofrece, señores? —preguntó, después de haberles hecho una señal con la mano para que se sentaran.
Venimos buscando una solución para nuestro hijo. Ha nacido con orejas de elfo.
El hombre se puso entonces de pie, y con la mandíbula desencajada y los ojos desorbitados, los echó a gritos de su casa:
¡Fuera! ¡Vade retro, Satanás! ¡Las orejas de elfo son malignas! ¡Esas criaturas son la viva reencarnación del infierno! ¡No quiero verles más! ¡Aléjense de mí!
Estaba claro que aquel hombre estaba lleno de miedo. Decidieron no molestarlo más, y dejarlo en paz con sus gallinas y sus frascos de la cocina.
Los padres entonces se derrumbaron. Habían visitado ya a varios médicos y curanderos, y todos decidían alejarse del niño o torturarlo con los más variopintos tratamientos fallidos. Pasaron tres meses sumidos en la más oscura depresión. Apenas salían de casa, y no lo habrían hecho para buscar a otro curandero sino fuera porque una hermana de la madre, la tía del niño, les aconsejó ir a visitar a una señora que vivía no muy lejos de allí.
Es muy buena curandera, en serio. Sé que habéis probado los más diversos tratamientos y que todos han fracasado, pero aun así me gustaría que hablarais con ella. ¿Qué podéis perder? Si finalmente logra reducir el tamaño de las orejas de vuestro hijo, entonces aún habréis ganado algo.
Los padres, no se sabe si alentados por el hecho de volver a ver los rayos del sol, o porque todavía les quedaban esperanzas de ver curado a su hijo, accedieron. Aquella tarde mismo se pusieron en marcha. La mujer vivía en la misma aldea que ellos, y no tuvieron que buscar mucho.
Cuando llamaron a la puerta, parecía que no había nadie. Los cordones de tender la ropa estaban vacíos, las persianas de la casa estaban bajadas y no se escuchaba vestigio de actividad alguna en el interior. Sin embargo, volvieron a insistir, y se decidieron a tocar el timbre una vez más.
Al cabo de un rato, les abrió la puerta una mujer de generosas facciones y bondadosa sonrisa. Llevaba un mandil atado a la cintura y el pelo muy corto.
¿Qué desean?
Hemos venido a curar a nuestro hijo. Tiene las orejas de elfo. Hemos mirado en un montón de sitios, pero nos han asegurado que usted podría tener la solución para ello.
La señora los miró de arriba abajo, como a dos extraterrestres, y se echó a reír alegremente:
No existe solución para las orejas de elfo. Además, ¿ustedes querrían quitarle al canario la garganta para cantar?
Los padres no comprendieron. Su cara de extrañeza motivó a la mujer a seguir hablando:
Muy pocos niños tienen la suerte hoy en día de nacer con orejas de elfo. Pero los que lo hacen, tienen la misteriosa y mágica habilidad de escuchar los murmullos de las hadas invisibles. Contemplen sino a su hijo las cálidas tardes primaverales, cuando lo lleven a pasear por la hierba. Cuando lo vean girar la cabeza, fijar su mirada en un punto vacío y reírse, pueden tener por seguro que estará escuchando a las hadas. Hoy quizás es muy pequeño, pero dentro de unos años podrá comunicarse con ellas hasta el punto de que podrán decirle cuándo es la mejor fecha para hacer las siembras, cuándo recoger los cereales, cuándo poner la ropa a clarear y cuándo tomar baños a la luz de la luna para reconfortar el espíritu. Felicidades, porque han tenido ustedes a una verdadera joya.
Los padres se quedaron anonadados, sin saber qué decir. Tantos meses pensando que su hijo realmente tenía una tara, para descubrir después que lo que realmente tenía era un regalo del cielo. Los dos dieron las gracias a la señora, y reemprendieron el camino de vuelta a su casa. A la tarde del día siguiente, decidieron llevar a su hijo a pasear por la naturaleza dentro de su carrito.

Al adentrarse entre los árboles parecía más feliz de lo habitual, y cuando decidieron hacer un alto en el camino para recuperar fuerzas, pudieron comprobar que su hijo miraba al vacío y sonreía.


lunes, 3 de agosto de 2015

El lémur que enseñó a una niña a tocar el violín

Ilustración: Marta Santos
Había una vez un pequeño lémur.

Vivía trepando por los árboles, como hacen todos los lémures, y de vez en cuando saltaba de rama en rama para conseguir su alimento. No obstante, este lémur destacaba por una cualidad especial: sabía tocar el violín como los ángeles. Cuando lo hacía, no tenía más remedio que esconderse de los demás lémures, pues algunos eran tan envidiosos que le rasgaban las cuerdas y se las rompían, y otros eran tan ignorantes que lo utilizaban para partir nueces y otros frutos secos. Nuestro pequeño lémur llegó a perder siete violines a causa de estos incidentes. Así que, harto ya de estos altercados, solía esconderse en una gruta secreta, al amanecer y al anochecer, y allí daba rienda suelta a su arte tanto para recibir y saludar a los primeros rayos de sol como para despedirse de los últimos.
Nadie lo molestaba en esta gruta, y así podía pasar meses y años enteros, subiendo y bajando a la gruta cuando nadie lo veía para disfrutar de las mágicas notas de su violín.
Pero una mañana, todo fue diferente.
Agazapada entre la hierba, una niña escuchaba embelesada las notas que salían de aquel prodigioso instrumento. Vivía en una aldea cercana, y había salido de su casa muy temprano para poder ver el amanecer con su madre. Ésta se había quedado preparando las verduras que iba a vender ese día en el mercado, y por tanto se quedó en su pequeño puesto de la plaza, dejando a su hija que volviera sola a su casa. Pero, en el transcurso, ésta se detuvo al escuchar una armoniosa melodía. Siguiendo el sonido, pudo comprobar que procedía de una pequeña gruta situada a un lado del camino. Su mayor sorpresa tuvo lugar cuando comprobó que el ejecutor de aquella magnífica pieza de música era, nada más y nada menos, que un lémur.
Pasó unas tres horas agazapada tras los matorrales cercanos a la entrada de la cueva. No se atrevía a interrumpir aquel mágico sonido, y sólo topó con el lémur cuando este salía de la cueva, tras haber escondido bien su instrumento guardándolo en una cajita que luego enterró bajo el suelo. 
Buenos días señor Lémur, lo felicito por su música. Es usted un maravilloso violinista. ¿Podría enseñarme a tocar?
El lémur la miró, desconfiado, y luego se lanzó a la carrera en dirección opuesta a la niña. Su cara era la de un lémur muy, muy asustado.
¡Espere, por favor! ¡No vengo a hacerle daño! ¡Sólo quería aprender a tocar como usted!
La niña corrió tras el lémur, con la ventaja de que el mayor tamaño de sus piernas la hacía avanzar con bastante mayor velocidad. Pronto la alcanzó, e incluso lo rebasó. El lémur trató de lanzarse entonces a la carrera en otra dirección, pero pronto la niña volvió a taponarle el paso.
No había manera. Nuestro amigo estaba rodeado.
¡Yo no toco el violín! ¡Yo no toco el violín! ¡Te has equivocado, sería otro animal! ¡Yo no toco el violín!
La niña se quedó observándolo, anonadada, durante un buen rato.
Yo no vengo a hacerte daño, pequeño lémur. Es más, ya te dije que tu música me encantaba. He estado escondida tres horas oyéndote tocar, y se me han pasado volando. Como te dije, yo solamente quería que me enseñaras a tocar el violín, para poder tocárselo a mi madre cuando se pase todo el día en el mercado vendiendo sus verduras. Quiero que no se aburra, y que mi música la anime como la tuya me ha animado a mí. Quiero que los clientes la oigan, y el mercado entero también, y que todos vuelvan a sus casas con una sonrisa después de haberme escuchado tocar ese maravilloso violín. Pero para ello, necesito que tú me enseñes a tocar.
El lémur tenía una lagrimilla que pugnaba por salir de su redondo y naranja ojo derecho. Era la primera vez que alguien le decía que su música era bonita. Al cabo de un rato, logró sobreponerse e intervino:
No sé qué decirte, pequeña niña. Nunca le he enseñado a tocar a nadie. Ni siquiera acostumbro a tocar delante de otros. Mi música me la guardo para mí, porque cada vez que la he tocado, alguien ha venido a destrozar mi violín. Pero tu ilusión y tu fe en la música me han conmovido. Tienes que aprender a tocar. Y si no sé enseñarte, aprenderé yo también a enseñar. Pero juntos lo conseguiremos.
Lémur y niña se dieron mano y zarpita en señal de amistad. Ése sería el primer día de ocho largos meses en los que, mañana tras mañana, lémur y niña se reunían en la cueva para que éste le enseñase a la pequeña todos los trucos que él utilizaba con el objetivo de arrancarle a aquellas cuerdas las melodías más hermosas que oído humano o animal pudiese jamás escuchar.
Pasados los mismos, llegó un día en el que la niña se atrevió a coger ella sola el instrumento. Lo meció entre sus pequeños brazos, y luego comenzó a deslizar suavemente el arco sobre aquellas cuatro cuerdas. Lo hizo con tanta delicadeza, dejando a las cuerdas bailar con la vibración del frotamiento, que un montón de animales acudieron a la entrada de la gruta.
Entre algunos de ellos se encontraban la madre y el hermano pequeño de nuestro lémur, que habían bajado del árbol para recolectar algunos frutos de la tierra. Era la primera vez que la niña tocaba sola una pieza entera, pero logró poner en movimiento a gran cantidad de animales del bosque. Los familiares del pequeño lémur lloraban, emocionados, al reconocer en manos de otro la belleza que no habían sabido apreciar en su hijo y hermano.
Después de aquella canción, la niña se emocionó y tocó otra, y otra, y otra, hasta que aquel coro de espectadores improvisado prorrumpió en escandalosos aplausos.
Aquella mañana fue muy feliz, y marcó el inicio de otras tantas mañanas muy felices. El lémur consiguió poder tocar en público, delante de sus congéneres, y que éstos lo escuchasen emocionados cada amanecer. Después de las primeras horas del día, el lémur prestaba su instrumento a la pequeña niña para que hiciera las delicias de todos en la pequeña plaza del mercado. Su madre vendía las verduras con más alegría, animada por la música de aquel providencial instrumento, y la clientela también acudía más gustosa a aquel pequeño puesto que no sólo los aprovisionaba de verduras, sino que llenaba sus oídos y sus corazones con una música deliciosa.
Con el paso del tiempo, el puesto de la madre se llenó de tanta gente que aumentó su negocio comprando verduras de otros vecinos de la aldea y vendiéndolas en el mercado por ellos, entregándoles un gran porcentaje de la venta. Pronto su puesto fue el más grande de todo el mercado, y ello permitió a la mujer comprarle a la niña aquel objeto que siempre había deseado: su propio violín.
Un atardecer de invierno, la niña acudió como siempre a la cueva, para devolverle al lémur su instrumento.
Toma —le dijo, entregándoselo con cuidado—. Ya no lo necesitaré más.
¿Y eso? ¿Ya no vas a tocar más en el mercado? —le preguntó el lémur con preocupación.
No es eso. ¡Es que mi madre va a comprarme mi propio violín!
¡Caramba! ¡Me alegro muchísimo por ti! —el lémur saltó al hombro de la niña, para acariciar con ternura su cuello. Luego se bajó de otro salto, recuperando su violín y guardándolo de nuevo en la caja, con mirada melancólica.
¿Qué te sucede, amigo? —le preguntó la niña —. Dices que te alegras, pero no veo yo en tu cara semblante de alegría.
El lémur alzó entonces su pequeña cabeza, y la niña pudo ver que estaba llorando.
Es que si vienes a devolverme mi violín para siempre, entonces ya no te veré más, ¿no?
La niña comprendió.
No es verdad, fiel amigo. Vendré todas las tardes, después del mercado, para contarte qué tal ha ido la jornada y oírte tocar. Me sentaré con tu familia, y todos juntos escucharemos a tus canciones despedir los rayos del sol.
El lémur siguió llorando, pero esta vez de alegría.
Gracias, querida amiga.
No me las des, querido lémur, porque entonces yo también tendría que dártelas a ti.

Y, como un globo recorriendo el cielo en pos de nuevos horizontes, los rayos del sol salieron de allí en busca de otro lugar del planeta que calentar, dejando a lémur y niña abrazados en la entrada de aquella gruta que había oído tantas hermosas melodías.