Ilustración: Marta Santos |
Había
una vez un pequeño lémur.
Vivía trepando por los árboles, como hacen todos los lémures, y de vez en cuando saltaba de rama en rama para conseguir su alimento. No obstante, este lémur destacaba por una cualidad especial: sabía tocar el violín como los ángeles. Cuando lo hacía, no tenía más remedio que esconderse de los demás lémures, pues algunos eran tan envidiosos que le rasgaban las cuerdas y se las rompían, y otros eran tan ignorantes que lo utilizaban para partir nueces y otros frutos secos. Nuestro pequeño lémur llegó a perder siete violines a causa de estos incidentes. Así que, harto ya de estos altercados, solía esconderse en una gruta secreta, al amanecer y al anochecer, y allí daba rienda suelta a su arte tanto para recibir y saludar a los primeros rayos de sol como para despedirse de los últimos.
Vivía trepando por los árboles, como hacen todos los lémures, y de vez en cuando saltaba de rama en rama para conseguir su alimento. No obstante, este lémur destacaba por una cualidad especial: sabía tocar el violín como los ángeles. Cuando lo hacía, no tenía más remedio que esconderse de los demás lémures, pues algunos eran tan envidiosos que le rasgaban las cuerdas y se las rompían, y otros eran tan ignorantes que lo utilizaban para partir nueces y otros frutos secos. Nuestro pequeño lémur llegó a perder siete violines a causa de estos incidentes. Así que, harto ya de estos altercados, solía esconderse en una gruta secreta, al amanecer y al anochecer, y allí daba rienda suelta a su arte tanto para recibir y saludar a los primeros rayos de sol como para despedirse de los últimos.
Nadie
lo molestaba en esta gruta, y así podía pasar meses y años
enteros, subiendo y bajando a la gruta cuando nadie lo veía para
disfrutar de las mágicas notas de su violín.
Pero
una mañana, todo fue diferente.
Agazapada
entre la hierba, una niña escuchaba embelesada las notas que salían
de aquel prodigioso instrumento. Vivía en una aldea cercana, y había
salido de su casa muy temprano para poder ver el amanecer con su
madre. Ésta se había quedado preparando las verduras que iba a
vender ese día en el mercado, y por tanto se quedó en su pequeño
puesto de la plaza, dejando a su hija que volviera sola a su casa.
Pero, en el transcurso, ésta se detuvo al escuchar una armoniosa
melodía. Siguiendo el sonido, pudo comprobar que procedía de una
pequeña gruta situada a un lado del camino. Su mayor sorpresa tuvo
lugar cuando comprobó que el ejecutor de aquella magnífica pieza de
música era, nada más y nada menos, que un lémur.
Pasó
unas tres horas agazapada tras los matorrales cercanos a la entrada
de la cueva. No se atrevía a interrumpir aquel mágico sonido, y
sólo topó con el lémur cuando este salía de la cueva, tras haber
escondido bien su instrumento guardándolo en una cajita que luego
enterró bajo el suelo.
—Buenos
días señor Lémur, lo felicito por su música. Es usted un
maravilloso violinista. ¿Podría enseñarme a tocar?
El
lémur la miró, desconfiado, y luego se lanzó a la carrera en
dirección opuesta a la niña. Su cara era la de un lémur muy, muy
asustado.
—¡Espere,
por favor! ¡No vengo a hacerle daño! ¡Sólo quería aprender a
tocar como usted!
La
niña corrió tras el lémur, con la ventaja de que el mayor tamaño
de sus piernas la hacía avanzar con bastante mayor velocidad. Pronto
la alcanzó, e incluso lo rebasó. El lémur trató de lanzarse
entonces a la carrera en otra dirección, pero pronto la niña volvió
a taponarle el paso.
No
había manera. Nuestro amigo estaba rodeado.
—¡Yo
no toco el violín! ¡Yo no toco el violín! ¡Te has equivocado,
sería otro animal! ¡Yo no toco el violín!
La
niña se quedó observándolo, anonadada, durante un buen rato.
—Yo
no vengo a hacerte daño, pequeño lémur. Es más, ya te dije que tu
música me encantaba. He estado escondida tres horas oyéndote tocar,
y se me han pasado volando. Como te dije, yo solamente quería que me
enseñaras a tocar el violín, para poder tocárselo a mi madre
cuando se pase todo el día en el mercado vendiendo sus verduras.
Quiero que no se aburra, y que mi música la anime como la tuya me ha
animado a mí. Quiero que los clientes la oigan, y el mercado entero
también, y que todos vuelvan a sus casas con una sonrisa después de
haberme escuchado tocar ese maravilloso violín. Pero para ello,
necesito que tú me enseñes a tocar.
El
lémur tenía una lagrimilla que pugnaba por salir de su redondo y
naranja ojo derecho. Era la primera vez que alguien le decía que su
música era bonita. Al cabo de un rato, logró sobreponerse e
intervino:
—No
sé qué decirte, pequeña niña. Nunca le he enseñado a tocar a
nadie. Ni siquiera acostumbro a tocar delante de otros. Mi música me
la guardo para mí, porque cada vez que la he tocado, alguien ha
venido a destrozar mi violín. Pero tu ilusión y tu fe en la música
me han conmovido. Tienes que aprender a tocar. Y si no sé enseñarte,
aprenderé yo también a enseñar. Pero juntos lo conseguiremos.
Lémur
y niña se dieron mano y zarpita en señal de amistad. Ése sería el
primer día de ocho largos meses en los que, mañana tras mañana,
lémur y niña se reunían en la cueva para que éste le enseñase a
la pequeña todos los trucos que él utilizaba con el objetivo de
arrancarle a aquellas cuerdas las melodías más hermosas que oído
humano o animal pudiese jamás escuchar.
Pasados
los mismos, llegó un día en el que la niña se atrevió a coger
ella sola el instrumento. Lo meció entre sus pequeños brazos, y
luego comenzó a deslizar suavemente el arco sobre aquellas cuatro
cuerdas. Lo hizo con tanta delicadeza, dejando a las cuerdas bailar
con la vibración del frotamiento, que un montón de animales
acudieron a la entrada de la gruta.
Entre
algunos de ellos se encontraban la madre y el hermano pequeño de
nuestro lémur, que habían bajado del árbol para recolectar algunos
frutos de la tierra. Era la primera vez que la niña tocaba sola una
pieza entera, pero logró poner en movimiento a gran cantidad de
animales del bosque. Los familiares del pequeño lémur lloraban,
emocionados, al reconocer en manos de otro la belleza que no habían
sabido apreciar en su hijo y hermano.
Después
de aquella canción, la niña se emocionó y tocó otra, y otra, y
otra, hasta que aquel coro de espectadores improvisado prorrumpió en
escandalosos aplausos.
Aquella
mañana fue muy feliz, y marcó el inicio de otras tantas mañanas
muy felices. El lémur consiguió poder tocar en público, delante de
sus congéneres, y que éstos lo escuchasen emocionados cada
amanecer. Después de las primeras horas del día, el lémur prestaba
su instrumento a la pequeña niña para que hiciera las delicias de
todos en la pequeña plaza del mercado. Su madre vendía las verduras
con más alegría, animada por la música de aquel providencial
instrumento, y la clientela también acudía más gustosa a aquel
pequeño puesto que no sólo los aprovisionaba de verduras, sino que
llenaba sus oídos y sus corazones con una música deliciosa.
Con el
paso del tiempo, el puesto de la madre se llenó de tanta gente que
aumentó su negocio comprando verduras de otros vecinos de la aldea y
vendiéndolas en el mercado por ellos, entregándoles un gran
porcentaje de la venta. Pronto su puesto fue el más grande de todo
el mercado, y ello permitió a la mujer comprarle a la niña aquel
objeto que siempre había deseado: su propio violín.
Un
atardecer de invierno, la niña acudió como siempre a la cueva, para
devolverle al lémur su instrumento.
—Toma
—le dijo, entregándoselo con cuidado—. Ya no lo necesitaré más.
—¿Y
eso? ¿Ya no vas a tocar más en el mercado? —le preguntó el lémur
con preocupación.
—No
es eso. ¡Es que mi madre va a comprarme mi propio violín!
—¡Caramba!
¡Me alegro muchísimo por ti! —el lémur saltó al hombro de la
niña, para acariciar con ternura su cuello. Luego se bajó de otro
salto, recuperando su violín y guardándolo de nuevo en la caja, con
mirada melancólica.
—¿Qué
te sucede, amigo? —le preguntó la niña —. Dices que te alegras,
pero no veo yo en tu cara semblante de alegría.
El
lémur alzó entonces su pequeña cabeza, y la niña pudo ver que
estaba llorando.
—Es
que si vienes a devolverme mi violín para siempre, entonces ya no te
veré más, ¿no?
La
niña comprendió.
—No
es verdad, fiel amigo. Vendré todas las tardes, después del
mercado, para contarte qué tal ha ido la jornada y oírte tocar. Me
sentaré con tu familia, y todos juntos escucharemos a tus canciones
despedir los rayos del sol.
El
lémur siguió llorando, pero esta vez de alegría.
—Gracias,
querida amiga.
—No
me las des, querido lémur, porque entonces yo también tendría que
dártelas a ti.
Y,
como un globo recorriendo el cielo en pos de nuevos horizontes, los
rayos del sol salieron de allí en busca de otro lugar del planeta
que calentar, dejando a lémur y niña abrazados en la entrada de
aquella gruta que había oído tantas hermosas melodías.
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