Ilustración: Marta Santos |
Una
vez, en un reino muy lejano, nació un hermoso niño.
Era un bebé pequeñito y regordete, como todos los bebés, y por su cabecita caían ralos algunos mechones de cabello rubio. Todo parecía normal. Sin embargo, cuando fue creciendo, el horror de sus padres aumentó. ¡El niño tenía orejas de elfo! En aquel reino, los elfos eran consideradas criaturas muy extrañas, e incluso malignas.
Era un bebé pequeñito y regordete, como todos los bebés, y por su cabecita caían ralos algunos mechones de cabello rubio. Todo parecía normal. Sin embargo, cuando fue creciendo, el horror de sus padres aumentó. ¡El niño tenía orejas de elfo! En aquel reino, los elfos eran consideradas criaturas muy extrañas, e incluso malignas.
Los
padres recorrieron el reino de médico en médico, de curandero en
curandero e incluso de chamán en chamán. Necesitaban una solución
que empequeñeciese las puntas de las orejas de su hermoso hijo.
—Este
monstruito es un castigo del cielo —les decía un médico muy
religioso—. Ustedes han pecado y Dios ha debido de castigarles con
un niño demoníaco.
—Oiga,
que mi niño no es ningún demonio —respondía la madre.
—Y
nosotros no hemos pecado contra nada —añadía el padre.
La
verdad es que aquel médico era un poco exagerado. Además, no
aportaba ninguna solución.
Más
tarde decidieron acudir a la consulta de otro médico, que les
aconsejó una operación y atiborrar al niño de pastillas y drogas.
—En
estos casos hay que cortar por lo sano. Estas aberraciones de la
naturaleza son un disgusto muy grande, les entiendo, pero no hay nada
que un buen bisturí no pueda solucionar. Tranquilos, déjenlo en mis
manos. Eso sí, tendrán que darle medicación post-anestesia,
medicación antiinflamatoria, medicación desinfectante, medicación
cicatrizante y pastillas protectoras de la pared estomacal para
cuidarlo de los daños de la anterior medicación.
Este
médico parecía tener una solución, pero daba demasiadas pastillas,
y la decisión de cortar a su hijo como si de un jamón se tratase no
les convencía. Además había llamado a las orejas de su hijo
“aberración de la naturaleza”. Estaban de acuerdo en que las
orejas le dirían mejor un poco más pequeñas, pero no consideraban
a su hijo ninguna aberración por ello. Así que decidieron visitar a
otra persona; esta vez un curandero.
—Métanle
un ajo por cada agujero de la oreja. Es mano de santo. Y antes de
irse a dormir, récenle a la estampita de Santa Padera, al lado de
una vela azul y blanca y bajo la luz de cada luna menguante.
No
tuvieron nada que objetar. Parecía algo totalmente inofensivo y
hasta llegaron a ponerlo en práctica, pero los llantos de su niño
por el picor que los ajos le provocaban y la escasez de lunas
menguantes hicieron mella en su ánimo y en su paciencia.
—Vamos
a visitar otro curandero. Alguien tendrá que darnos la solución.
Esta
vez peregrinaron hasta la caseta de un curandero que vivía en el
medio del monte, rodeado de gallinas. Les costó cuatro horas llegar
hasta aquel inhóspito paraje, escalando piedras y recorriendo
caminos encharcados por el barro. Sin embargo, ellos estaban
dispuestos a todo por el bien de su hijo, y fueron capaces de
soportar todas aquellas penalidades. Una vez llegaron hasta la
vivienda del curandero, decidieron llamar a la puerta con los
nudillos. El hombre los atendió enseguida. Parecía seco y
desgarbado, pero sus ojos revelaban mirada de buena persona. Encima
de la mesa de su cocina tenía multitud de frascos que contenían los
más extraños y variados potingues.
—¿Qué
se les ofrece, señores? —preguntó, después de haberles hecho una
señal con la mano para que se sentaran.
—Venimos
buscando una solución para nuestro hijo. Ha nacido con orejas de
elfo.
El
hombre se puso entonces de pie, y con la mandíbula desencajada y los
ojos desorbitados, los echó a gritos de su casa:
—¡Fuera!
¡Vade retro, Satanás! ¡Las orejas de elfo son malignas! ¡Esas
criaturas son la viva reencarnación del infierno! ¡No quiero verles
más! ¡Aléjense de mí!
Estaba
claro que aquel hombre estaba lleno de miedo. Decidieron no
molestarlo más, y dejarlo en paz con sus gallinas y sus frascos de
la cocina.
Los
padres entonces se derrumbaron. Habían visitado ya a varios médicos
y curanderos, y todos decidían alejarse del niño o torturarlo con
los más variopintos tratamientos fallidos. Pasaron tres meses
sumidos en la más oscura depresión. Apenas salían de casa, y no lo
habrían hecho para buscar a otro curandero sino fuera porque una
hermana de la madre, la tía del niño, les aconsejó ir a visitar a
una señora que vivía no muy lejos de allí.
—Es
muy buena curandera, en serio. Sé que habéis probado los más
diversos tratamientos y que todos han fracasado, pero aun así me
gustaría que hablarais con ella. ¿Qué podéis perder? Si
finalmente logra reducir el tamaño de las orejas de vuestro hijo,
entonces aún habréis ganado algo.
Los
padres, no se sabe si alentados por el hecho de volver a ver los
rayos del sol, o porque todavía les quedaban esperanzas de ver
curado a su hijo, accedieron. Aquella tarde mismo se pusieron en
marcha. La mujer vivía en la misma aldea que ellos, y no tuvieron
que buscar mucho.
Cuando
llamaron a la puerta, parecía que no había nadie. Los cordones de
tender la ropa estaban vacíos, las persianas de la casa estaban
bajadas y no se escuchaba vestigio de actividad alguna en el
interior. Sin embargo, volvieron a insistir, y se decidieron a tocar
el timbre una vez más.
Al
cabo de un rato, les abrió la puerta una mujer de generosas
facciones y bondadosa sonrisa. Llevaba un mandil atado a la cintura y
el pelo muy corto.
—¿Qué
desean?
—Hemos
venido a curar a nuestro hijo. Tiene las orejas de elfo. Hemos mirado
en un montón de sitios, pero nos han asegurado que usted podría
tener la solución para ello.
La
señora los miró de arriba abajo, como a dos extraterrestres, y se
echó a reír alegremente:
—No
existe solución para las orejas de elfo. Además, ¿ustedes querrían
quitarle al canario la garganta para cantar?
Los
padres no comprendieron. Su cara de extrañeza motivó a la mujer a
seguir hablando:
—Muy
pocos niños tienen la suerte hoy en día de nacer con orejas de
elfo. Pero los que lo hacen, tienen la misteriosa y mágica habilidad
de escuchar los murmullos de las hadas invisibles. Contemplen sino a
su hijo las cálidas tardes primaverales, cuando lo lleven a pasear
por la hierba. Cuando lo vean girar la cabeza, fijar su mirada en un
punto vacío y reírse, pueden tener por seguro que estará
escuchando a las hadas. Hoy quizás es muy pequeño, pero dentro de
unos años podrá comunicarse con ellas hasta el punto de que podrán
decirle cuándo es la mejor fecha para hacer las siembras, cuándo
recoger los cereales, cuándo poner la ropa a clarear y cuándo tomar
baños a la luz de la luna para reconfortar el espíritu.
Felicidades, porque han tenido ustedes a una verdadera joya.
Los
padres se quedaron anonadados, sin saber qué decir. Tantos meses
pensando que su hijo realmente tenía una tara, para descubrir
después que lo que realmente tenía era un regalo del cielo. Los dos
dieron las gracias a la señora, y reemprendieron el camino de vuelta
a su casa. A la tarde del día siguiente, decidieron llevar a su hijo
a pasear por la naturaleza dentro de su carrito.
Al
adentrarse entre los árboles parecía más feliz de lo habitual, y
cuando decidieron hacer un alto en el camino para recuperar fuerzas,
pudieron comprobar que su hijo miraba al vacío y sonreía.
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