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lunes, 20 de abril de 2015

La niña que sirenizaba

Ilustración: María Droco
Lidia tenía un serio problema.

Ella no era una sirena, ni lo había sido nunca, pero tenía la extraña facultad de convertir en sirena a cualquier persona. Ella lo llamaba “sirenizar”. Sólo tenía que tocarle la punta de los pies, y esa persona, fuese hombre o mujer, anciano o niño, quedaba automáticamente convertida en sirena, y ya nunca más podía volver a utilizar sus piernas.

Al principio, esto les causaba una gran conmoción a ella y a la gente sirenizada. No entendían muy bien el fenómeno, y de pronto, tenían que verse apartados de sus trabajos y de sus actividades habituales. Tenían que buscarse un medio ambiente completamente nuevo en el que poder sobrevivir. Por eso al principio, la sirenización no fue fácil.

La primera tuvo lugar en sus clases de natación. Lidia estaba en la piscina del Pabellón Municipal, aprendiendo a nadar. Ya sabía nadar a crol, y ahora estaba comenzando a practicar la natación de espaldas. Se sentía tan bien en este nuevo estilo, que la emoción le embargó y comenzó a nadar muy rápido. Tanto, que con la punta de los dedos de su mano alcanzó la punta de los pies del compañero que iba delante de ella. Al momento, él se convirtió en un tritón.

Toda la clase se sorprendió mucho, por supuesto, y se preguntaron qué era lo que había pasado. El incidente no terminó de relacionarse con Lidia hasta que le volvió a pasar lo mismo, esta vez practicando el estilo mariposa.

Los dos alumnos, ahora convertidos en tritones, tuvieron que adaptar su vida a su nueva condición. Lo más complicado fue el no poder usar sus piernas, por lo que fuera de la piscina tenían que pasar una vida muy parecida a una persona que se hubiera quedado en silla de ruedas. Utilizaban esta silla para casi todo, menos para las clases de natación. Allí ganaron fluidez, pues la cola de pez los hacía impulsarse mucho mejor en el agua.

Decidieron entrenar duro, y a los cinco años, cuando les permitieron anotarse a las Olimpiadas, ganaron un montón de medallas de oro, ya que la cola les daba una ventaja especial. Algunos quisieron denunciarlos por hacer trampas, pero lo cierto es que la cola era una parte de su cuerpo y ellos no estaban tomando ninguna sustancia extraña ni habían sufrido más transformación que aquel accidente en el que Lidia los sirenizó.

Pero, aparte de estos dos niños, Lidia siguió sirenizando a más gente. Muchas veces era sin querer, pues, aunque sabía que era ella la que tenía el poder para convertir en sirena, a veces se despistaba y tocaba la punta de los pies de alguien sin querer.

Los siguientes sirenizados fueron su abuela y un vecino. A su abuela la convirtió una tarde en la que, debido a su artrosis y su dificultad de movilidad, le había pedido a Lidia si podía cortarle las uñas de los pies. Lidia, centrada en ayudar a su abuela, no se dio cuenta. Cuando tocó con sus manos la punta del dedo de los pies de su abuela, ¡pum! Ésta se volvió sirena. A ella no le importó mucho en cierto modo porque ya había perdido bastante movilidad en las piernas, y además ganó una destreza adicional para moverse en el agua. A partir de ese momento, el llevar a la abuela a la piscina en verano se convirtió en algo mucho más frecuente que antes. Era un gusto comprobar la plenitud que desprendía cuando se desplazaba con fuerza y elegancia por el agua gracias a su cola nueva. Parecía otra.

A su vecino lo convirtió una tarde que comían todos juntos en el jardín. Éste tenía un hijo pequeño, que se divertía mucho jugando a la pelota con Lidia. Al llegar la hora del postre, mientras los mayores se perdían en sus disquisiciones, Lidia y Luis, el hijo del vecino, cogieron la pelota y se pusieron a jugar. En un momento del juego, a Luis se le desvió la pelota que le había lanzado a Lidia y ésta cayó a los pies de la mesa de los mayores. Concretamente, a los pies de su padre, que ese caluroso día había decidido llevar chanclas. Cuando Lidia cogió la pelota, el vecino quedó automáticamente convertido en tritón. La sorpresa de todos los comensales fue enorme. Al principio no se dieron cuenta, porque al estar sentado no le veían las piernas, pero cuando éste trató de ponerse de pie y se cayó de bruces contra el suelo, todos pudieron contemplar la amplia cola de pez que surgía de su cintura.

A partir de ese momento, Lidia fue conocida como la gran sirenizadora del país. El Ayuntamiento decidió construir una piscina donde pudieran hacer vida los sirenizados, con una gran capacidad y una amplia gama de actividades que podían practicar en el agua. Las personas que Lidia convirtió en sirena por accidente llegaron a ser quince, pero además se le sumaron otras cinco que viajaron desde diferentes puntos del país porque habían escuchado hablar de la extraña facultad de Lidia en las noticias y querían que ella los transformara en sirenas. Decían que estaban cansados de sus vidas como humanos y que querían probar algo diferente.

En total, veinte sirenas se encontraron nadando y viviendo en aquella maravillosa piscina que había construido el Ayuntamiento. Estas sirenas se hicieron muy famosas. Fueron entrevistadas por multitud de periódicos y revistas, las grabaron para muchos reportajes de televisión e incluso llegaron a crear un programa sólo basado en su experiencia diaria. Podía decirse que eran como monitos de feria acuáticos. Casi no tenían privacidad ni vida propia, por lo que a los tres años se prohibió todo espectáculo o actividad lucrativa que utilizase a las sirenas. Sólo se le permitió la entrada en el recinto a familiares, amigos o a personas acreditadas que quisieran visitarlas simplemente para charlar con ellas una tarde.

Lidia iba muy a menudo a verlas, pues al principio de todo, ella había sido la causante de su condición de híbridos pez-humano. Era la persona sin cola que más confianza tenía con ellas, y realmente la consideraban una más de su grupo.

En una tarde de confidencias, algunas sirenas le revelaron que estaban hartas de vivir en esa piscina, que querían volver a tener piernas y salir de allí. Era una vida muy relajada y divertida, pero añoraban su hogar y algunas cosas que habían dejado atrás. Entonces Lidia les dijo que ella no sabía cómo hacer para devolverlas a su estado anterior, pero una tuvo una idea:

Prueba tocándonos la punta de la cola. Si tocando la punta de los dedos de los pies nos convertiste en sirenas, el mismo proceso debería suceder a la inversa.

A Lidia le pareció una buena idea, y probaron. No obstante, algo muy extraño sucedió:

De las cuatro sirenas que habían pedido volver a tener piernas, sólo dos lo consiguieron. Lidia tocó las puntas de las colas de todas, pero a esas dos no les surtía efecto su poder. Ella probó, y probó, y probó, pero no consiguió nada. Esas dos sirenas, apenadas, siguieron con su vida en la piscina, mientras que las otras dos lograron salir y volver a su vida de antaño.

Cuatro meses después, Lidia descubrió que las sirenas que habían querido salir y no habían podido, al final se habían adaptado tan bien a la piscina que ya eran tan felices como las otras, sus compañeras con piernas. Volvieron a disfrutar de la relajada vida de aquel lugar, y no sólo eso:

Se habían enamorado entre sí.


lunes, 13 de abril de 2015

El colgante. Eslabón 10

Foto: Marta Santos
 ¿Por qué...?

¿Por qué te he seguido, quieres decir? — le interrumpió Sonia. Armando cerró la boca, sorprendido.

Es fácil. ¿Por qué crees que una criatura sobrenatural, perfecta y hermosa, habría de juntarse con un humano?

El pescadero continuaba inmóvil, en silencio. No se creía capaz de responder, aunque muy en el fondo, su corazón podía intuir la respuesta.

Porque la perfección es el mayor de todos los castigos— continuó ella sin inmutarse—. Una vez que se alcanza, ya no hay más metas que perseguir. La vida, la emoción, deja de fluir. Eres un autómata que repite movimiento perfecto tras movimiento perfecto por toda la eternidad—. Los ojos hastiados de Sonia le mostraban con más viveza al pescadero todo lo que ella quería decir.

Quería ser imperfecta, Armando. Quería ser imperfecta como tú.

Él agachó la cabeza, avergonzado. Le daba la impresión de ser un ente no sólo más repugnante que Sonia, sino también más afortunado. Aunque fuera paradójico.

Tranquilo — le sonrió ella, levantándole la barbilla con sus delicados dedos—. Sabía que tarde o temprano esto iba a pasar, que me ibas a descubrir. Pero me da igual, estoy preparada para afrontar las consecuencias. Ahora he de irme a Leipzig.

Sonia comenzó a vestirse, mientras el pescadero la miraba extrañado.

¿A Leipzig? ¿Y cuándo volverás?

Nunca, Armando.

La elfa, con el vestido blanco ya abotonado, lo miró a los ojos por última vez. Su expresión fue impenetrable para el hombre. Nunca llegó a saber qué le quiso decir durante aquellos instantes de cristal. Si "gracias", si "perdóname", si "es mejor así". Ella desapareció etérea tras aquella puerta, tan etérea como había llegado hasta él.

Armando tampoco supo nada del juicio que le aguardaba a Sonia en los bosques colindantes con Leipzig. Junto a aquella ciudad alemana se encuentra el consejo de sabios del mundo élfico, formado por los cinco Primigenios. Aquellos que existen desde el inicio de los tiempos. Y su ley es implacable: "El mundo humano debe desconocer por completo nuestra existencia. La sentencia para todo aquel elfo que se atreve a mezclarse con los hombres y a presentarse ante ellos tal cual, es ser desposeído del don de la vida."

Sonia, impelida por su fuerte sentido de la responsabilidad, acudió junto a ellos. Y allí, a trescientos kilómetros de la casa de Armando, su colgante fue desactivado. El colgante personal que posee cada elfo, que contiene el escudo de la familia a la que pertenece y que simboliza su vida. A partir de ese momento, utilizó las dos semanas que le restaban de vida para volver al bosque que le vio nacer. Y allí, rodeada de la tierra que le era familiar, se recostó sobre las raíces de un pino a descansar para siempre.


FIN

lunes, 6 de abril de 2015

El colgante. Eslabón 9

Foto: Marta Santos
La visión desapareció de sus ojos en cuanto el hombre de la túnica blanca se percató de su presencia. Entonces, el tiempo se detuvo. Una visión de poética irrealidad impacta, a no ser que te la haya enseñado alguien que no tiene ombligo. Entonces, sin sorprenderte demasiado, profundizas en los detalles, los saboreas. Pájaros bebé, árboles castillo. Bien, ese mundo no era el suyo, era el de Sonia. ¿Por qué? ¿Por qué era así? ¿Qué seres vivían allí? Las dudas se deslizaban por su mente, jugueteaban inocentes, pero no querían salir al mundo exterior. Tampoco hizo falta. Sonia las olía.

Pertenezco a la raza de los elfos — susurró, etérea.

Elfos. Ésa era la palabra. Cinco letras clave, ahora era capaz de entenderlo.

Sonia era sobrenatural.

Sonia había vivido en el bosque, y su familia también. En ese momento vio sorpresas ante manzanas en el supermercado, vio baños en fuentes heladas, y escuchó las voces de los árboles que siempre se la habían querido arrebatar. No eran simples ladrones: la llamaban porque les pertenecía.

El pescadero conocía las leyendas ancestrales que corrían por su pueblo acerca de la raza de las criaturas elegantes y delicadas que viven en el bosque con una perfecta simbiosis. Son seres mágicos que viven ocultos en los árboles, rodeados de animales que les hablan.

Los elfos... Ellos son los guardianes del bosque, los que velan para que ningún humano pueda destruirlo. No obstante, no pueden ser descubiertos, por lo que velan celosamente su reino. Si alguno osa adentrarse en el recinto sagrado que alberga sus casas de savia y corteza, es instantáneamente transformado en pájaro. En el fondo de sus casas—árbol custodian siglos de sabiduría en forma de libros acumulados durante su larga vida.

Cuando una pareja de elfos alcanza la madurez, les es permitido tener descendencia. Pero ellos no dan a luz hijos, simplemente crean vida. Modelan una estatua de barro, la más perfecta y hermosa que sean capaces de construir, y cuando la terminan, tiene lugar la parte más delicada y simple del proceso: le soplan su aliento en el rostro. Fácil. Mágico. Los contornos de la estatua comienzan a suavizarse, y sus labios se curvan en una sonrisa. Mientras se despereza, aspira profundamente los latidos del bosque, preparándose desde su mismo nacimiento para adorarlo con místico fervor.

A Armando le habían contado detalladamente todo aquel mito. Había conversado con él desde niño, pero siempre desde la distancia que implica la fantasía. Ahora, sin embargo, le hablaba desnudo desde la blanca bañera de porcelana de su casa. Podía ver incluso la piel tersa y completamente lisa que cubría el vientre sin ombligo. Podía oler la carne de barro que se mezclaba con el aroma de la clorofila, con el perfume del sol. Y se preguntaba qué hacía allí. Fuera del bosque, con él.