Foto: Marta Santos |
La visión desapareció de
sus ojos en cuanto el hombre de la túnica blanca se percató de su
presencia. Entonces, el tiempo se detuvo. Una visión de poética
irrealidad impacta, a no ser que te la haya enseñado alguien que no
tiene ombligo. Entonces, sin sorprenderte demasiado, profundizas en
los detalles, los saboreas. Pájaros bebé, árboles castillo. Bien,
ese mundo no era el suyo, era el de Sonia. ¿Por qué? ¿Por qué era
así? ¿Qué seres vivían allí? Las dudas se deslizaban por su
mente, jugueteaban inocentes, pero no querían salir al mundo
exterior. Tampoco hizo falta. Sonia las olía.
—Pertenezco a la raza de
los elfos — susurró, etérea.
Elfos. Ésa era la palabra.
Cinco letras clave, ahora era capaz de entenderlo.
Sonia era sobrenatural.
Sonia había vivido en el
bosque, y su familia también. En ese momento vio sorpresas ante
manzanas en el supermercado, vio baños en fuentes heladas, y escuchó
las voces de los árboles que siempre se la habían querido
arrebatar. No eran simples ladrones: la llamaban porque les
pertenecía.
El pescadero conocía las
leyendas ancestrales que corrían por su pueblo acerca de la raza de
las criaturas elegantes y delicadas que viven en el bosque con una
perfecta simbiosis. Son seres mágicos que viven ocultos en los
árboles, rodeados de animales que les hablan.
Los elfos... Ellos son los
guardianes del bosque, los que velan para que ningún humano pueda
destruirlo. No obstante, no pueden ser descubiertos, por lo que velan
celosamente su reino. Si alguno osa adentrarse en el recinto sagrado
que alberga sus casas de savia y corteza, es instantáneamente
transformado en pájaro. En el fondo de sus casas—árbol custodian
siglos de sabiduría en forma de libros acumulados durante su larga
vida.
Cuando una pareja de elfos
alcanza la madurez, les es permitido tener descendencia. Pero ellos
no dan a luz hijos, simplemente crean vida. Modelan una estatua de
barro, la más perfecta y hermosa que sean capaces de construir, y
cuando la terminan, tiene lugar la parte más delicada y simple del
proceso: le soplan su aliento en el rostro. Fácil. Mágico. Los
contornos de la estatua comienzan a suavizarse, y sus labios se
curvan en una sonrisa. Mientras se despereza, aspira profundamente
los latidos del bosque, preparándose desde su mismo nacimiento para
adorarlo con místico fervor.
A Armando le habían contado
detalladamente todo aquel mito. Había conversado con él desde niño,
pero siempre desde la distancia que implica la fantasía. Ahora, sin
embargo, le hablaba desnudo desde la blanca bañera de porcelana de
su casa. Podía ver incluso la piel tersa y completamente lisa que
cubría el vientre sin ombligo. Podía oler la carne de barro que se
mezclaba con el aroma de la clorofila, con el perfume del sol. Y se
preguntaba qué hacía allí. Fuera del bosque, con él.
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