Foto: Marta Santos |
La piel de Sonia también
temblaba. Sus párpados reposaban inmóviles, sin atreverse a turbar
a sus sorprendidos ojos. La próxima vez que Armando los viese
cerrarse, para él ya no serían iguales. Cuando sabes que unos
párpados son legendarios, en tu interior te sueles preguntar si
funcionan para disfrazarse de humanidad, o si realmente son unas
persianas necesarias para esas dos ventanas luminosas que te observan
desde otro mundo.
"¿Pero qué clase de
monstruo eres tú?" había sonado la pregunta, despiadada como
un bofetón. "¿Monstruo?" reflexionaba ella para sus
adentros, "yo no soy ningún monstruo..." Aquella injuria
se colaba en su mente como un virus. Se sentía herida, odiada,
despreciada... Sabía que no podía mostrarle nada, pero su vergüenza
pudo más. No. Ella no era una bestia. ¿Cómo podía Armando pensar
aquello?
Sonia se agachó delante
suya y habló al fin. Alzó el colgante ante los ojos de su amado
para mostrarle aquello que los humanos estaban condenados a ignorar.
Por los siglos de los siglos, como las verdaderas maldiciones.
—Míralo, Armando. Míralo
bien. Este colgante te mostrará quién soy yo en realidad, quién es
mi familia, y cómo es el lugar de donde vengo.
El pescadero se debatió
entonces entre la curiosidad y la prudencia. Le preguntó a su
corazón qué era lo que debía hacer, y éste le contestó con
franqueza. Le habló de fuentes, de aguas gélidas, de escarcha en el
pelo. Le habló de amor, le habló de belleza. La belleza del riesgo.
Armando no pudo resistirse más, él pensaba lo mismo. Le dio las
gracias y adelantó la cabeza, dejando a sus ojos llevarse por los
tres árboles entrelazados que surgían de aquella joya de oro
desgastado.
Al principio no vio nada.
Los robles permanecían en la misma posición que hacía unos
minutos, cuando se introdujo en la bañera. Se frotó los ojos, y
siguió sin ver. La decepción y la desconfianza comenzaban a hacer
mella en su ánimo cuando, de repente, todo pareció cobrar vida.
Pudo vislumbrar aquellos tres árboles en el bosque, entrelazados de
verdad, rodeados de frondosa vegetación y acariciados por múltiples
rayos de sol que se colaban entre las hojas como flechas doradas. Un
suave viento se despertó entonces, meciendo las ramas y desordenando
su oscuro cabello. Aquel paisaje era hermoso, pero extraño. Los
cantos de los pájaros parecían humanos. Eran como balbuceos de un
bebé. Daba la impresión de que querían hablar con él. Pero no
podían. Intentó buscarlos con la mirada, explorando con insistencia
cada surco que tatuaba la corteza de los tres robles.
Y allí las vio. Pequeñas
entradas que se ocultaban en cada árbol, aprovechando al máximo su
fisionomía natural. Analizando la primera, un habitante de aquel
castillo viviente lo sorprendió. Aquel hombre, que vestía una larga
túnica blanca, salió por aquel tímido agujero sin esfuerzo. Como
un zorro sale de su madriguera. Como una visión sobrenatural. Aquel
hombre era ambas cosas, y más. Cuando se acercó más a Armando,
éste pudo vislumbrar la señal en su pecho. Otra vez, aquel símbolo.
El colgante.
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