—De acuerdo — acertó a
decir—. Nos bañaremos juntos.
Sus ojos chispeantes apenas
podían ocultar la emoción que aquello le causaba. Sonia, por
voluntad propia, había decidido que realizaran juntos un juramento
de lealtad eterna. La condujo por el oscuro y maltratado pasillo
hasta su austero cuarto de baño, en donde una gran bañera de
porcelana blanca los esperaba en calma. Armando supo que esperaba ser
llenada, y giró el grifo después de haber callado al desagüe con
el tapón. Luego observó a Sonia, y le habló desde sus cohibidos
ojos:
— Ahora deberíamos
quitarnos la ropa — susurraron sus pupilas.
Armando no quería ser
descortés, por eso salió del baño y la dejó sola. Al otro lado de
la puerta pudo percibir el sonido de unos pétalos de flor
abriéndose, de murmullos del viento entre las hojas y el rumor de
unas plumas frotándose entre sí.
—Ya estoy.
Cuando entró, pudo apreciar
el cuerpo más hermoso y elegante que ojos humanos hayan podido
contemplar. Su suave piel refulgía al recibir los débiles rayos de
sol que entraban por el pequeño tragaluz situado en la parte
superior del baño. Sonia estaba completamente desnuda, a excepción
de un pequeño colgante de oro que brillaba en su cuello. Fue
entonces, y sólo entonces, cuando Armando reparó en aquella joya
cuidadosamente labrada, que representaba el semblante de tres árboles
con las ramas entrelazadas. Un cuidadoso trabajo de orfebrería que
había acompañado a su amada en todo momento desde que la conoció,
oculta tras la seda blanca de su vestido. A juzgar por el desgaste de
los salientes, aquel colgante había sido tallado hacía mucho
tiempo.
La joya atraía. Desprendía
una magia especial. Los ojos inocentes de Armando se fueron acercando
más y más hacia la imagen, nublados por una especie de extraño
magnetismo. Pero una mano atrapó aquel colgante cuando escasos
milímetros lo separaban de sus pupilas. Entonces el pescadero
recuperó una distancia prudencial, avergonzado.
—¿Nos bañamos ya? —
replicó Sonia, ligeramente incómoda. A pesar de ello, su voz aún
conservaba el azúcar de siempre.
—Sí, claro.
El hombre se despojó
rápidamente de sus ropas y se metió en el agua, una transparente y
cálida capa de hidrógeno y oxígeno que ya acariciaba el cuerpo de
su amada.
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