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lunes, 15 de febrero de 2016

Año 4000 d.C.

Imagen: Marta Santos

Había una vez un planeta llamado Tierra.

Dicho planeta había conocido muchas civilizaciones, e incluso a un ser llamado Jesucristo con el que medían el tiempo. Desde que dicho ser viviera en la Tierra, habían pasado más de cuatro mil años.

La civilización que ahora poblaba el planeta había sido muy primitiva en sus orígenes. Incluso habían torturado salvajemente al mismo Jesús al que después adoraban. Sin embargo, todo eso había quedado muy atrás, y ahora la Tierra vivía una época de esplendor. Desde el 2.800 d.C., sus habitantes habían dejado de matarse entre ellos y de comerse a sus hermanos los animales. Respetaban a las mujeres y a la vida, y no discutían si no era necesario. Comprendían que intentar quedar por encima de otro ser humano era absurdo, pues todos eran uno, y ninguno podía ser feliz si había otro que sufría.

Los humanos del siglo XLI habían comenzado a desarrollar la habilidad de la telequinesia, es decir, de mover objetos con la mente. También habían aprendido a comunicarse usando los pensamientos, con una ciencia que se conocía como telepatía. Todo esto les había llevado cientos de años, pero podía decirse que aquel lugar era mucho más pacífico y feliz de lo que había sido unos cuantos siglos antes.

Su conocimiento científico de la mente y del universo les permitía no solo practicar la telepatía y la telequinesia, sino curarse con esta misma energía mental. Es por ello que las enfermedades habían sido erradicadas hacía siglos. En las universidades enseñaban cómo manejar la energía de los pensamientos, cómo influía esta en el entorno cotidiano y cómo podían enfocarla para lograr lo que deseaban. Había carreras enteras dedicadas a estas cuestiones. Asimismo, habían desarrollado especialidades que estudiaban las leyes universales que regían el cosmos, tanto leyes físicas como espirituales. Nadie dudaba ya de la existencia de otros planos superiores al mundo material, y analizaban las interrelaciones que se daban continuamente entre estos planos y el mundo físico.

En esta época, además, los visitantes de otros planetas eran frecuentes, y cada sistema solar cercano tenía su propia embajada en la Tierra. Los terrestres también construían sus propias naves e instalaban sus embajadas por el espacio exterior. Todas las razas se respetaban entre sí sin importar el punto de la galaxia del que proviniesen, y abundaban las fiestas, espectáculos y eventos que reunían a representantes de toda la Vía Láctea.

Sin embargo, ninguna celebración interestelar podía asemejarse a las fiestas tradicionales que los habitantes de la Tierra consideraban sagradas. Entre estas podían contarse los equinoccios de las cuatro estaciones, en los que honraban a la Madre Tierra y al Padre Sol y les daban las gracias por seguir dándoles la vida en su baile galáctico. También estaban la fiesta de la tierra, la del agua, la del viento y la del fuego, utilizadas para reconciliarse con la energía de los cuatro elementos reflejada en sus propios cuerpos humanos. Otra fiesta, menos ritual pero también muy considerada entre los seres terrestres, era la de las flores. En ella engalanaban con flores las entradas y ventanas de sus casas, sus vestidos y sus cabellos, y cantaban y bailaban alrededor de una hoguera hasta que llegaba la noche.

Pero los mayores acontecimientos que gustaban de celebrar eran la salida del sol que se producía cada mañana, y la llegada de las estrellas que acontecía cada noche. Aunque eran fenómenos que se producían todos los días, los terrestres del año 4000 no dejaban de asombrarse por ellos.


En esos momentos tan maravillosos y asombrosos, todos se quedaban en silencio y oraban a la Fuente de vida universal.

La ciencia es aquella parte de la magia que ha podido ser explicada. (Jaime Garrido, arquitecto)


lunes, 8 de febrero de 2016

El osito de peluche

Foto: Marta Santos
Había una vez una niña llamada Lara que tenía un osito de peluche.

Lara quería mucho a su osito: jugaba con él, lo peinaba, lo vestía...
Un día, su madre decidió que el osito estaba muy sucio y necesitaba una limpieza a fondo, así que lo metió en la lavadora. Pero cuando lo sacó... ¡el osito se había roto! Sus costuras habían saltado por los aires, la pluma que lo rellenaba estaba desbordada y los botones que le servían de ojos habían desaparecido. La niña sollozaba al verlo. “¡Nunca tendré otro osito tan bonito!”, se lamentaba.

Sin embargo, a pesar de lo difícil que fue al principio, Lara se fue acostumbrando poco a poco a la falta de su osito. Jugaba también con otros muñecos, iba con sus amigos al parque y, poco a poco, acabó olvidándose del percance.

Así pasaron algunas semanas, hasta que llegó la Navidad. La noche de Reyes, Lara se fue a dormir muy temprano. Cuando se levantó, fue corriendo al árbol para ver si los Reyes Magos le habían traído algo... y efectivamente, al pie del abeto artificial se encontraba un hermoso regalo envuelto en papel de colores. Al desempaquetarlo, los ojos de la chiquilla brillaron con ilusión: ¡Un osito de peluche nuevo!

No era exactamente igual que el que se le había roto, pero su aspecto era muy similar. Tenia botones en los ojos, el mismo color marrón para su pelaje y unas orejitas muy monas. Lara lo abrazó, y luego se fue corriendo a junto sus padres para contárselo:

¡Los Reyes Magos me han traído un osito de peluche! —exclamó.

Los padres la felicitaron y la animaron a jugar con él. Lara entonces se dio cuenta de que se había equivocado cuando pensó que nunca podría tener otro osito tan bonito como el que se había roto.

La pequeña volvió a estar tan feliz como cuando tenía el primer osito, y disfrutó mucho de aquellas navidades. Sin embargo, llegó el momento de volver al cole y Lara tuvo que dejar al osito en casa para asistir a su escuela.

El primer día después de las vacaciones se sorprendió al ver que una niña nueva había llegado a su clase. Era una niña morena, de largas trenzas castañas. Parecía que todavía no había hecho nuevos amigos, porque se encontraba sola en un rincón. Lara entonces decidió ir a hablarle e invitarla a jugar con ella.

Hola, ¿eres nueva? —le preguntó.
Sí. Mi familia acaba de venir a la ciudad, y todavía no tengo amigos aquí —respondió la niña de las trenzas.
No te preocupes, puedes venir a jugar conmigo. Yo te presentaré a los demás. Por cierto ¿cómo te llamas?
Andrea —contestó la niña nueva.
Bien, Andrea, ¡pues vamos a jugar! —La invitó Lara. Sin embargo, se dio cuenta de algo—. ¡Vaya, he olvidado la cuerda en casa! ¿Tienes comba para saltar?
No, la verdad es que no —negó la niña nueva.
¿Y goma elástica?
Tampoco.
¿Y algún muñeco?
No he traído ningún juguete —contestó Andrea—. Mi familia es muy pobre y no puede comprarme ninguno.

Lara se entristeció.

¿No tienes ningún juguete? ¿Ninguno, ninguno?
Andrea negó con la cabeza.
¿Y los Reyes Magos? ¿No te han traído nada?
Los Reyes Magos nunca vienen a mi casa —explicó, con voz muy bajita, la niña de largas trenzas.

Lara sintió mucha pena por aquella niña. Ella se había puesto muy triste cuando se le había roto su osito de peluche, pero tenía más juguetes con los que divertirse. En cambio, esta niña no tenía ninguno. Entonces se dio cuenta de que había cosas mucho más importantes que un muñeco roto en una lavadora.

Ese día, Lara volvió a casa muy seria y muy callada. Los padres no pudieron averiguar qué le sucedía. La pequeña se limitó a coger el osito nuevo que le habían regalado los Reyes Magos y meterlo en la mochila.

Al día siguiente, la cara de Andrea se encendió de ilusión.


¿Es para mí? —le preguntó a Lara cuando esta le ofreció su osito de peluche. Lara asintió con la cabeza—. ¡Gracias!

Cuando el corazón se rompe, es porque está creciendo y el pijama que vestía se le ha quedado pequeño.



lunes, 1 de febrero de 2016

La abogada bailarina

Ilustración: Marta Santos
Había una vez una abogada que quería ser bailarina.

Por las tardes, al salir de trabajar, se dirigía hacia una vieja escuela de baile. Llevaba acudiendo a esa antigua academia más de veinte años, desde que siendo niña su madre decidió llevarla allí para ayudarla a canalizar su pasión por la danza. Muchas cosas habían pasado desde entonces, incluyendo la elección de convertirse en abogada para poder ganarse la vida. Sin embargo, con los años, semejaba que en vez de ganarse la vida la estaba perdiendo.

Su trabajo le pesaba, le costaba arduos esfuerzos sacarlo adelante, y muchas veces tenía que coger vacaciones para poder sobrellevarlo.
Pero cuando bailaba, era libre.

Su cuerpo y su alma se despegaban del suelo y volaban con la música que amenizaba el salón de baile.

Fue por ello por lo que, cuando amenazaron con despedirla del bufete de abogados, se le ocurrió abrir su propia academia de danza.

Ella sabía que no podía hacerlo porque no contaba con el dinero suficiente, pero un deseo ardiente nacía de su alma cada vez que en su trabajo se lo ponían más difícil. La empujaban a escudriñar la ley minuciosamente para poder encontrar estrategias para defender a asesinos, violadores, estafadores y una serie de personas con las que a ella no le gustaría cruzarse por la calle. Gente que, a pesar de no tener corazón, sí tenía dinero.

La abogada con alma de bailarina se concentraba en terminar su trabajo lo más pronto posible, para poder ganar mucho dinero con el que montar la academia de baile que la liberaría. Olvidaba los problemas, los encuentros con los jefes, la desazón que le comía por dentro, y se centraba solo en acabar su tarea.

Pasaron semanas, meses, y hasta tres años. Nuestra protagonista comenzó a darse cuenta de que le llevaría mucho, mucho tiempo, reunir el dinero suficiente para montar esa escuela. Además, sabía que cuando la montase no todo iba a ser hermoso: tendría que conseguir alumnos suficientes para que fuera rentable y no tener que cerrarla. Tendría que llevar la contabilidad, contratar profesores, solventar los problemas. Y ella no tenía alma de empresaria. Ella quería vivir el baile.

Poco a poco, comenzó a intentar aceptar que no podría cumplir su sueño. Se olvidó de la academia, pero no de la danza. Esta seguía anclada en su corazón desde que era niña.

Un día, la directora de la vieja escuela de baile a la que acudía por las tardes, acudió a ella en busca de ayuda. Esperó a que terminase la clase y a que la abogada se acercase a saludarla antes de salir a la calle. Entonces le preguntó:

—¿Tendrías un minuto? Me gustaría hablar contigo.

Así fue como iniciaron una larga conversación, en la que la abogada supo que una importante constructora quería derruir el edificio de la escuela para construir un parking y un centro comercial. Legalmente no podían hacerlo, pero estaban presionando al ayuntamiento para conseguir los permisos.

La abogada se indignó. ¿Cómo podían querer cerrar aquella escuela que alimentaba los sueños de tantas personas, solo para construir un anodino centro comercial? No lo pensó dos veces antes de asegurar que haría todo lo que estuviera en su mano para defender a la academia en un juicio.

Se esforzó tanto en preparar la defensa legal de la antigua academia, que el juicio fue todo un éxito y la sentencia dictada por el juez prohibió tajantemente que pudieran construir nada en aquel lugar sin el consentimiento de la directora de la escuela.


En ese momento, el éxito iluminó la mente de la abogada: quizás no pudiese llevar un gran centro de baile, pero sí podría dedicar su trabajo a favor de la danza. Se convertiría en una abogada de escuelas, compañías de danza y bailarines profesionales. Haría lo que siempre había hecho, estudiar la ley, pero nunca más se dedicaría a defender a personas desagradables. Apoyaría al mundo del baile desde su trabajo actual.

Los sueños son la leña que alimenta el fuego de la vida.