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lunes, 21 de julio de 2014

En el precipicio

Imagen: Marta Santos
La luz del ocaso se desvanecía anaranjada entre las cimas de las montañas. Sentada en aquella roca rodeada de nieve, contemplando el infinito, ella… un pequeño ser humano pequeño y delicado… ella lloraba.

El viento congelado bailaba encima de la alfombra boscosa que se abría ante sus pies. Algunas nubes se cruzaban por delante del sol moribundo, durante aquel instante eterno. Atrapado entre el día y la noche, aquel sol que apenas brillaba se negaba a desaparecer, congelado en el tiempo como aquel viento que danzaba sin que nadie pudiese verlo.

Ayúdame. Ayúdame, o moriré…

Con las manos ocultando su rostro como un velo, ella pedía ayuda sin saber a quién. De vez en cuando, se levantaba de la roca y miraba hacia abajo, hacia la inmensidad que se abría ante sus pies. El vacío se le antojaba dulce; las rocas de la ladera y los árboles del valle parecían llamarla en silencio. Las demás montañas la observaban impacientes. Sabían que ella no tardaría mucho en saltar.

Ayúdame, por favor, ayúdame…

Ella creía estar sola, por eso se asustó cuando sintió cómo unos dedos largos y finos se cerraban sobre su hombro.

No necesitas ayuda.

La voz de él era firme, pero tan dulce como el vacío. Cuando volvió la cabeza, se sorprendió de la luz que lo envolvía. No sólo era su sonrisa, también era su cuerpo. La piel que lo recubría era tan blanca que parecía brillar.

Voy a saltar – contestó ella.
Lo sé.

El viento levantaba a veces su rubio cabello, pero él no parecía notarlo. Estaba desnudo, y sonreía.

¿No vas a detenerme?

Él no contestaba. Continuaba sonriendo.

He pasado horas en esta roca, implorando tu ayuda entre lágrimas. Y ahora que por fin te presentas ante mí, esperaba… esperaba que me dieras alguna razón para no saltar.

El viento seguía agitando su vestido, y eso comenzaba a fastidiarla.

Estoy aquí para animarte a saltar.

Entonces ella dejó de llorar. Sus ojos acuosos se abrieron por completo, y miraron por fin al frente, llenos de determinación.

Está bien. Saltaré. Ya lo había decidido.

Paso a paso, se fue acercando hasta el borde del precipicio.

Me hundiré en el abismo más profundo, devorada por la luz de este sol que nunca quiere dejar de brillar, sumergida entre sus débiles y moribundos rayos naranjas…

Los árboles parecían una confortable alfombra verde.

—…pereceré para siempre en este instante congelado, entre el día y la noche, entre la vida y la muerte…

Sus ojos observaban el invisible aire que le serviría de colchón.

Amor – la interrumpió él, con su sonrisa imborrable.
¿Sí?
No olvides abrir tus alas cuando caigas al vacío.

Ella vaciló.

Yo no tengo alas.

En ese momento, sintió aquellos dedos largos y finos deslizarse suavemente por su espalda, desde la cintura. Al llegar a la mitad, su tacto se hizo más difuso y extraño. Él acariciaba sus alas.

Así fue como ella despertó y se lanzó al abismo anaranjado, y voló entre las montañas con lágrimas de felicidad en los ojos, y sintió el viento sostenerla y guiarla con su baile cada vez más frío hacia el sol, que comenzaba a ocultarse entre las montañas para dejarle paso a las estrellas.

lunes, 14 de julio de 2014

Ella regalaba historias

Foto: Marta Santos
Ella escribe folios con la suavidad de quien acaricia plata en láminas. Lo hace encima de una mesa llena de polvo, aunque esto nunca le ha importado demasiado. Para nuestra chica es como nieve espolvoreada que ha perdido el frío y llueve sobre su habitación.
Todas las mañanas rellena tres o cuatro folios, que acaban surcados por negros caminos de tinta que cuentan una historia. Cuando termina una y le gusta, sonríe. Es quizás la señal más importante. Si ella sonríe, es que ha nacido un cuento que desea salir a caminar por el mundo.

Si no lo hace, su cuerpo se quedará sentado en su silla de tapicería raída durante una o dos horas, mientras su alma permanece pensativa. Le echará una última mirada melancólica a sus tres o cuatro folios, incompletos como hijos abortados, y los depositará en el contenedor de reciclaje para que sigan su destino y renazcan otra vez.

Pero pensemos en cosas alegres. Porque la mayoría de las veces, ella sonríe. Y es entonces cuando abre la puerta de su casa y se lanza a la calle. Muchos miran sus pies descalzos, mientras ella grita con la voz del viento que es feliz y que regala historias. Después de observarla con curiosidad, suelen detenerse a recoger las fotocopias que la chica reparte.

Ella nunca ofrece el cuento original, consciente de que sólo puede regalar a su nuevo hijo una vez que haya sido clonado. Los clones siempre son de papel reciclado, ya que ella se siente bendecida si piensa que alguno de los hijos que abortó ha servido para dar vida a los nuevos clones. Como la vida misma. Todo muere para volver a nacer, y nuestra protagonista lo sabe.

Al terminar todas sus fotocopias, se hace un vacío entre sus manos de algodón. Un vacío que no se ve, pero se siente. Y es bueno, porque significa que ahora su nueva historia recorrerá el mundo, libre e infinita como la corriente de un río.

lunes, 7 de julio de 2014

Der Pianist

Foto: Marta Santos
Llovía como si nunca fuera a haber un final. Era una lluvia densa, fuerte; casi una cortina de agua. La mayoría de los habitantes del pueblo observaban el espectáculo resguardados bajo los soportales de la plaza, pero él no. Él quería verlo de cerca. No le importaba que aquella cascada celestial lo calara hasta las entrañas.

Dio un paso al frente, y se acercó más. El agua fluía a borbotones por su pelo, escurriéndose por las puntas y empapándole la espalda por completo. Todo el mundo lo miraba, pero a él no le importaba demasiado. Tenía el rostro tan mojado que era imposible distinguir la lluvia de sus lágrimas. Su expresión era imperturbable y, francamente, era muy difícil darse cuenta de que estaba llorando. Más bien era imposible, porque casi no había signos de vida en aquel rostro pétreo: tan sólo unos ojos fríos y abiertos que miraban fijamente al piano que se deshacía en el medio de la plaza.

Era un piano de cola precioso. Se diría que solamente el sonido que producían sus teclas era capaz de superar la elegancia de su aspecto. Sin embargo, la gente sonreía mientras éste se derretía como mantequilla bajo el repiqueteo de las gotas de lluvia. Éstas lo herían y lo destrozaban, tiñendo de gris todas sus teclas y deshaciéndolo con su insistencia como si fuera un cartón mojado. La gente lo miraba con curiosidad, con morbo. Aquello les divertía. Las ejecuciones públicas siempre han mantenido al pueblo contento. El alcalde lo sabía, por eso asentía complacido, mientras el piano se desmoronaba por completo bajo la fuerza destructora de la lluvia.

Sólo él lloraba por el gran piano de cola, con la mirada fija y contrariada. Aquel instrumento era su vida, y con su muerte también moría él; o mejor dicho, su alma. Su cuerpo permanecía en pie, inmóvil y empapado, con la impotencia de quien contempla su propio suicidio.

Aquel pueblo era triste. Aquel pueblo era gris. Nadie hablaba en Villasilencio, sus calles siempre estaban mudas. La melodía que aquel instrumento cantaba bajo sus dedos era lo único que le confirmaba que estaba vivo en las largas mañanas, las largas tardes. Las largas noches. Ahora ya siempre sería invierno. Aquellos finos y largos dedos lo sabían muy bien, por eso se contraían con fuerza en un puño. No volvería a salir el sol para ellos, aunque dejase de llover.

Los lánguidos y atontados habitantes de Villasilencio comenzaron a abandonar la plaza poco a poco en cuanto el piano se deshizo por completo. Como marionetas sin hilos, como sombras con cara, fueron retirándose hacia sus casas grises. En aquella lluviosa tarde de noviembre, sólo un hombre se quedó en el centro de la plaza del pueblo empapándose bajo la lluvia.

Su nombre era David, pero lo llamaban “el loco”.

Nadie entendía que se negara a hacer otra cosa que no fuera pasarse horas y días enfrente de aquella cosa a la que él llamaba piano, pulsando aquella especie de dientes blancos y negros una y otra vez; a veces muy despacio, a veces con tanta rapidez que sus manos parecían desaparecer sobre las teclas.

Él no solía trabajar la tierra, no se emborrachaba en la taberna y no salía con los muchachos del pueblo a robar manzanas o espiar a las chicas cuando se bañaban en el río.

Era como un extraterrestre. Aquel “piano” parecía sorberle el alma, y no había manera de que se divirtiese como los demás. Fue por ello que los vecinos del pueblo hablaron con el alcalde, y se acordó en conjunto condenar al piano a desaparecer bajo la lluvia.

Fue por ello que aquella fría y gris tarde de noviembre, David se quedó sin alma.

Nadie echó en falta la prodigiosa melodía que envolvía al pueblo verano e invierno. Nadie extrañó la música celestial que bailaba por entre las hojas de los árboles de Villasilencio. A nadie le apenó que el viento ya no sonara con blancas y corcheas.


No hubo lástima ni tristeza aquella tarde fría y gris, porque todos los habitantes de Villasilencio eran sordos.