Todas
las mañanas rellena tres o cuatro folios, que acaban surcados por
negros caminos de tinta que cuentan una historia. Cuando termina una
y le gusta, sonríe. Es quizás la señal más importante. Si ella
sonríe, es que ha nacido un cuento que desea salir a caminar por el
mundo.
Si
no lo hace, su cuerpo se quedará sentado en su silla de tapicería
raída durante una o dos horas, mientras su alma permanece pensativa.
Le echará una última mirada melancólica a sus tres o cuatro
folios, incompletos como hijos abortados, y los depositará en el
contenedor de reciclaje para que sigan su destino y renazcan otra
vez.
Pero
pensemos en cosas alegres. Porque la mayoría de las veces, ella
sonríe. Y es entonces cuando abre la puerta de su casa y se lanza a
la calle. Muchos miran sus pies descalzos, mientras ella grita con la
voz del viento que es feliz y que regala historias. Después de
observarla con curiosidad, suelen detenerse a recoger las fotocopias
que la chica reparte.
Ella
nunca ofrece el cuento original, consciente de que sólo puede
regalar a su nuevo hijo una vez que haya sido clonado. Los clones
siempre son de papel reciclado, ya que ella se siente bendecida si
piensa que alguno de los hijos que abortó ha servido para dar vida a
los nuevos clones. Como la vida misma. Todo muere para volver a
nacer, y nuestra protagonista lo sabe.
Al
terminar todas sus fotocopias, se hace un vacío entre sus manos de
algodón. Un vacío que no se ve, pero se siente. Y es bueno, porque
significa que ahora su nueva historia recorrerá el mundo, libre e
infinita como la corriente de un río.
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