Imagen: Marta Santos |
El
viento congelado bailaba encima de la alfombra boscosa que se abría
ante sus pies. Algunas nubes se cruzaban por delante del sol
moribundo, durante aquel instante eterno. Atrapado entre el día y la
noche, aquel sol que apenas brillaba se negaba a desaparecer,
congelado en el tiempo como aquel viento que danzaba sin que nadie
pudiese verlo.
—Ayúdame.
Ayúdame, o moriré…
Con
las manos ocultando su rostro como un velo, ella pedía ayuda sin
saber a quién. De vez en cuando, se levantaba de la roca y miraba
hacia abajo, hacia la inmensidad que se abría ante sus pies. El
vacío se le antojaba dulce; las rocas de la ladera y los árboles
del valle parecían llamarla en silencio. Las demás montañas la
observaban impacientes. Sabían que ella no tardaría mucho en
saltar.
—Ayúdame,
por favor, ayúdame…
Ella
creía estar sola, por eso se asustó cuando sintió cómo unos dedos
largos y finos se cerraban sobre su hombro.
—No
necesitas ayuda.
La
voz de él era firme, pero tan dulce como el vacío. Cuando volvió
la cabeza, se sorprendió de la luz que lo envolvía. No sólo era su
sonrisa, también era su cuerpo. La piel que lo recubría era tan
blanca que parecía brillar.
—Voy
a saltar – contestó ella.
—Lo
sé.
El
viento levantaba a veces su rubio cabello, pero él no parecía
notarlo. Estaba desnudo, y sonreía.
—¿No
vas a detenerme?
Él
no contestaba. Continuaba sonriendo.
—He
pasado horas en esta roca, implorando tu ayuda entre lágrimas. Y
ahora que por fin te presentas ante mí, esperaba… esperaba que me
dieras alguna razón para no saltar.
El
viento seguía agitando su vestido, y eso comenzaba a fastidiarla.
—Estoy
aquí para animarte a saltar.
Entonces
ella dejó de llorar. Sus ojos acuosos se abrieron por completo, y
miraron por fin al frente, llenos de determinación.
—Está
bien. Saltaré. Ya lo había decidido.
Paso
a paso, se fue acercando hasta el borde del precipicio.
—Me
hundiré en el abismo más profundo, devorada por la luz de este sol
que nunca quiere dejar de brillar, sumergida entre sus débiles y
moribundos rayos naranjas…
Los
árboles parecían una confortable alfombra verde.
—…pereceré
para siempre en este instante congelado, entre el día y la noche,
entre la vida y la muerte…
Sus
ojos observaban el invisible aire que le serviría de colchón.
—Amor
– la interrumpió él, con su sonrisa imborrable.
—¿Sí?
—No
olvides abrir tus alas cuando caigas al vacío.
Ella
vaciló.
—Yo
no tengo alas.
En
ese momento, sintió aquellos dedos largos y finos deslizarse
suavemente por su espalda, desde la cintura. Al llegar a la mitad, su
tacto se hizo más difuso y extraño. Él acariciaba sus alas.
Así
fue como ella despertó y se lanzó al abismo anaranjado, y voló
entre las montañas con lágrimas de felicidad en los ojos, y sintió
el viento sostenerla y guiarla con su baile cada vez más frío hacia
el sol, que comenzaba a ocultarse entre las montañas para dejarle
paso a las estrellas.
0 comentarios:
Publicar un comentario