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lunes, 15 de agosto de 2016

Na scéalta gaoithe inis

El viento contaba historias

Ilustración: Marta Santos

En aquel lugar, el viento siempre contaba una historia con sus susurros. Si estabas atento o atenta, podías discernir sus suaves mensajes rodeándote la oreja y narrando aquello que solicitaste oír desde el fondo de tu corazón. A veces consistía en claves para descifrar los sueños, en ocasiones desvelaba detalles de tu futuro o tu pasado, y en la mayoría de circunstancias se trataba de historias que estaban pasando en otros lugares del planeta.

Al viento le encantaba contar ese tipo de cosas. Disfrutaba conectándonos a unos con otros, y viendo que nos percatábamos de lo que sucedía a nuestro alrededor cuando nos veía dispuestos a escuchar.

El viento y la luz eran lo mismo. A veces el viento traía luz, otras, la luz era la que traía viento. Pero casi nunca venían solos.

“La tierra simboliza la materia, el cuerpo. El agua son las emociones. Yo, como aire, represento a los pensamientos. Y el fuego es el símbolo del espíritu. Este es el secreto que me pediste hoy saber, pequeña niña.”

María se divertía escuchando estos mensajes. Siempre le solicitaba algo nuevo al viento, porque la curiosidad era el alimento de su alma. Además, las historias que contaba el viento solían ser tan maravillosas como reales. El viento nunca contaba la maldad del mundo. Para eso ya estaban los telediarios. El viento prefería desvelar aquello que nunca se desvelaba, el amor, los viajes, las caricias, las risas, las aventuras, las locuras que desembocaban en nuevos avances para la humanidad, la esperanza, la compasión.

El viento recordaba a los olvidados, y también transmitía mensajes. Si alguien quería enviar algún recado a la otra punta del mundo, el viento salía más barato que whatsapp, porque no consumía datos. Además, el viento también era instantáneo. Y la mayor ventaja de todas: el viento te recordaba quién eras de verdad.


Por todo ello, si los habitantes de aquel lugar sentían una leve brisa, siempre se paraban a escuchar.

lunes, 8 de agosto de 2016

Hän

Ella

Foto: Marta Santos

Ella estaba muerta.

No se sabía desde cuándo, pero el hecho es que así era. Nadie se lo había dicho nunca. Ella vagaba por la casa, sola, pensando en sus cosas, y de vez en cuando atravesaba las paredes. Aunque no se daba cuenta.

Mascullaba su tristeza para sus adentros, y desayunaba su melancolía a cucharadas. Gemía lo desgraciada que era, y tan solo los muebles la escuchaban. Cuando alguien entraba por equivocación en el que había sido su hogar, ella ni siquiera lo veía. La puerta, clausurada para siempre por el que había sido su marido, estaba cada vez más desportillada. Su deterioro hacía que cualquiera pudiese entrar a husmear sin pedir permiso, profanando sus recuerdos.

Aunque ella no se daba cuenta.

Los pájaros anidaban entre las tejas descolocadas del tejado. El musgo invadía las grietas más recónditas de las paredes. Las telas de araña acampaban entre cada hueco. El estado de su morada era realmente lamentable, pero ella no se daba cuenta.

Alguna vez, alguien se percató de su presencia. Alguien, con extrema sensibilidad, se apercibió de sus paseos por la vivienda. De su ir y venir errático. De sus suspiros temblorosos. Alguien, alguna vez, supo que ella todavía estaba allí, anclada al pasado por costuras que solo ella podía desatar. Ese alguien intentó susurrarle que todavía tenía una oportunidad para estar viva, si caminaba hacia la luz.


Pero ella, una vez más, no se dio cuenta.

lunes, 1 de agosto de 2016

Ho guardato nel buio negli occhi

He mirado a la oscuridad a los ojos

Foto: Marta Santos
Virginia era exorcista.

Nadie nunca la consideró como tal, porque era una mujer y ni siquiera profesaba la religión católica. Es más, en la Edad Media la habrían quemado por bruja. Pero a mediados del siglo XX, simplemente la marginaban en el pueblo. Esta exclusión tenía lugar de puertas para fuera, ya que dentro de cada casa era la ayuda preferida a la que llamar cuando alguien comenzaba a comportarse de un modo extraño.

Ella hablaba con conocidos y extraños de su profesión, y regalaba su sabiduría a todo aquel que quisiera escuchar. Aunque, todo sea dicho, no había muchos. Quien más la escuchaba era Lucía, la hija de la costurera. A sus siete años, se recorría todas las tardes el camino que separaba su casa de la vivienda de la exorcista, y disfrutaba con atención todas y cada una de las palabras que Virginia le dedicaba.

“La oscuridad no nos hace daño. Es el rechazo a ella lo que nos acobarda, lo que nos hace aovillarnos en un rincón y apagar nuestra luz, escondiéndonos como ratones asustados.
Cuando integramos la oscuridad como una parte de nosotros y la iluminamos, nuestra luz cobra aún más fuerza que antes, y crecemos un poco más. Somos como pequeñas estrellas, como enanas blancas que se convertirán algún día en supernovas, en vez de al revés.

Entonces miraremos a la maldad a los ojos, y será ella quien nos tenga miedo. El fuego en nuestra mirada será ineludible, como el del mismísimo sol. Y el dolor se disolverá. La crueldad se convertirá en una criatura asustadiza. Gritará, golpeará paredes, se rebelará con toda la fuerza que robó durante siglos. Pero el muro de nuestro silencio será infranqueable, y acabará resignándose mientras le atamos las manos. Luego, cuando la encerremos en una celda pequeña y oscura, proferirá algún que otro juramento terrible cuyo eco se perderá en el vacío o rebotará contra ella misma. Entonces comenzará a golpearse su propia cabeza contra la pared con fuerza, intentando escapar o morir en el intento, porque la crueldad no tiene paciencia. Siempre quiere una solución rápida, o la muerte.

Puede que se golpee con tanta fuerza que ella sola se cause el óbito, o puede que sobreviva con las fuerzas ya muy mermadas. Entonces hablará con un hilillo de voz, aunque puede que todavía algún ramalazo de ira vuelva a hacerla proferir terribles rugidos. Pero ya nunca será la misma. En su agotamiento al recibir toda la destrucción que intentaba enviar hacia afuera, se convertirá en una criatura silenciosa.

En ese momento hay que ser fuertes.

No podemos apiadarnos de ella o tenerle compasión, aunque parezca débil, asustada o indefensa. Necesita años de soledad para que la luz vaya transformando muy poco a poco su interior. Si la sacamos inmediatamente por parecernos que ya ha cambiado, encontrará fuerzas renovadas para volver a dañar a quien se encuentre por el camino. El cambio se da primero en la superficie. Hay que dejar esa transformación en pausa para que ella misma vaya profundizando, solidificándose y haciéndose más firme.”


La pequeña Lucía mordisqueaba entonces con fruición la galleta que Virginia le había ofrecido, y que permanecía intacta desde el comienzo de la disertación. Una luz se encendía en sus ojillos castaños, y se reafirmaba para sus adentros en que de mayor quería ser exorcista.