He mirado a la oscuridad a los
ojos
Nadie nunca la consideró como
tal, porque era una mujer y ni siquiera profesaba la religión católica. Es más,
en la Edad Media la habrían quemado por bruja. Pero a mediados del siglo XX,
simplemente la marginaban en el pueblo. Esta exclusión tenía lugar de puertas
para fuera, ya que dentro de cada casa era la ayuda preferida a la que llamar cuando
alguien comenzaba a comportarse de un modo extraño.
Ella hablaba con conocidos y
extraños de su profesión, y regalaba su sabiduría a todo aquel que quisiera
escuchar. Aunque, todo sea dicho, no había muchos. Quien más la escuchaba era
Lucía, la hija de la costurera. A sus siete años, se recorría todas las tardes
el camino que separaba su casa de la vivienda de la exorcista, y disfrutaba con
atención todas y cada una de las palabras que Virginia le dedicaba.
“La oscuridad no nos hace daño.
Es el rechazo a ella lo que nos acobarda, lo que nos hace aovillarnos en un
rincón y apagar nuestra luz, escondiéndonos como ratones asustados.
Cuando integramos la oscuridad
como una parte de nosotros y la iluminamos, nuestra luz cobra aún más fuerza
que antes, y crecemos un poco más. Somos como pequeñas estrellas, como enanas
blancas que se convertirán algún día en supernovas, en vez de al revés.
Entonces miraremos a la maldad
a los ojos, y será ella quien nos tenga miedo. El fuego en nuestra mirada será
ineludible, como el del mismísimo sol. Y el dolor se disolverá. La crueldad se
convertirá en una criatura asustadiza. Gritará, golpeará paredes, se rebelará
con toda la fuerza que robó durante siglos. Pero el muro de nuestro silencio
será infranqueable, y acabará resignándose mientras le atamos las manos. Luego,
cuando la encerremos en una celda pequeña y oscura, proferirá algún que otro
juramento terrible cuyo eco se perderá en el vacío o rebotará contra ella
misma. Entonces comenzará a golpearse su propia cabeza contra la pared con
fuerza, intentando escapar o morir en el intento, porque la crueldad no tiene
paciencia. Siempre quiere una solución rápida, o la muerte.
Puede que se golpee con tanta
fuerza que ella sola se cause el óbito, o puede que sobreviva con las fuerzas
ya muy mermadas. Entonces hablará con un hilillo de voz, aunque puede que
todavía algún ramalazo de ira vuelva a hacerla proferir terribles rugidos. Pero
ya nunca será la misma. En su agotamiento al recibir toda la destrucción que
intentaba enviar hacia afuera, se convertirá en una criatura silenciosa.
En ese momento hay que ser
fuertes.
No podemos apiadarnos de ella o
tenerle compasión, aunque parezca débil, asustada o indefensa. Necesita años de
soledad para que la luz vaya transformando muy poco a poco su interior. Si la
sacamos inmediatamente por parecernos que ya ha cambiado, encontrará fuerzas
renovadas para volver a dañar a quien se encuentre por el camino. El cambio se
da primero en la superficie. Hay que dejar esa transformación en pausa para que
ella misma vaya profundizando, solidificándose y haciéndose más firme.”
La pequeña Lucía mordisqueaba
entonces con fruición la galleta que Virginia le había ofrecido, y que
permanecía intacta desde el comienzo de la disertación. Una luz se encendía en
sus ojillos castaños, y se reafirmaba para sus adentros en que de mayor quería
ser exorcista.
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