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lunes, 18 de enero de 2016

La fábrica de juguetes

Foto: Marta Santos
Había una vez dos hermanas que vivían en una aldea.

Las dos adoraban fabricar juguetes para los niños. A veces, cosían suaves muñecos que los acompañasen cuando fuesen a dormir. En otras ocasiones, montaban pieza a pieza casitas de juguete, coches y trenecitos. Todo lo hacían con mucho cariño, esperando que el destinatario de cada pieza tuviese una vida un poco más divertida.

Un día, una de ellas se enamoró de un muchacho muy rico. El joven la correspondía, y lleno de pasión, decidió construir una fábrica de juguetes para ella sola. La chica aceptó encantada: ¡Era lo que había estado soñando durante toda su vida!

Su hermana, mientras, seguía construyendo los juguetes a mano en el pequeño taller que las dos tenían en su casa. Cuando la noticia le llegó, se alegró por la hermana, pero se negó a incorporarse a la fábrica cuando estuviese terminada.

No te ofendas, pero siempre me ha gustado construir los juguetes yo misma y vivir todo el proceso: desde que empiezo a tallar una peonza, hasta que termino de decorarla y se la entrego a un niño. Siento que ese objeto ha sido hecho por mí de verdad, con total libertad para decidir cómo elaborarlo. Ese juguete ya no es solo un cachivache: es también una expresión de mí misma.
Pero así tardas demasiado, hermana, y no podrás llegar a miles de niños. Si vienes conmigo a la fábrica que mi amado me ha construido, tendrás muchas más facilidades. Con todas las máquinas que vamos a tener, el éxito está asegurado.
Puede que tengas razón, pero prefiero trabajar aquí. Gracias.

La hermana no la entendió muy bien, pero no insistió más.

Al cabo de un año, una gran fábrica se alzaba majestuosa a la entrada de la aldea. Con sus múltiples aparatos, y varias decenas de trabajadores, pronto se convirtió en el lugar favorito de los niños para ir a encargar sus juguetes. La hermana del taller tenía cada vez menos pedidos, pero vendía lo necesario para poder subsistir.

La hermana de la fábrica estaba muy contenta: dibujaba un juguete, y al cabo de pocos días miles de ellos se vendían a los niños de toda la comarca. Pronto, todos los infantes del pequeño país en el que habitaba tenían por lo menos cinco juguetes suyos.

¿Ves? —le decía a su hermana—. El éxito que estamos teniendo es enorme. Trabajo mucho menos que tú, y gano mucho más dinero. Si quieres, aún estás a tiempo de unirte.
Cada día me despierto con calma —respondía la otra chica—, y veo el amanecer desde la ventana de mi habitación. Me deleito con los cantos de los pájaros mientras tomo el desayuno, y los sigo escuchando cuando me pongo a hacer los juguetes. Entonces, el sol entra con sus rayos en el taller y me ilumina mientras termino mi trabajo. No desearía sustituir los trinos por los ruidos de las máquinas, ni el calor del sol por la oscuridad y humedad de la fábrica.
Como quieras —concluyó la hermana—. Pero así nunca llegarás tan alto como he llegado yo.

Aquella enorme factoría acabó siendo conocida en todos los países fronterizos, y los niños de su pequeño país rebosaban de juguetes. Había tantos, que la gente comenó a cansarse de ellos, y dejaron de comprarlos.

Solo unos pocos niños, que vivían en la aldea, seguían comprando los juguetes que hacía la hermana del taller con sus manos. Había menos, valían más dinero, pero ninguno era igual al anterior.

Al cabo de unos meses, el chico que había comprado la fábrica a su amada comenzó a impacientarse. Las ventas decaían estrepitosamente, y la factoría solo daba pérdidas. Así que, a pesar de las súplicas de la chica, que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para seguir construyendo juguetes, decidió cerrarla para siempre. Vendió la fábrica e invirtió el dinero en otro negocio.

Ella, desolada, volvió al taller. Se sentó al lado de su hermana, y contempló apenada todos los juguetes que esta había estado haciendo durante las últimas semanas. Ella ya no tenía una fábrica que pudiese iluminar los sueños de los niños. Así que, sin mediar palabra, cogió una aguja, un hilo, y se propuso coser el balón más bonito que hubiese confeccionado jamás.


Los castillos que otros nos construyen caerán con el tiempo, y nos dejarán ruinas.
Pero aquella cabaña que nosotros hayamos cimentado, podremos levantarla de nuevo cada vez que el viento la derribe.



lunes, 11 de enero de 2016

El informático que estudiaba medicina

Foto: Marta Santos
Había una vez un chico que adoraba la informática.

A pesar de ello, sus padres querían que fuese médico. Cuando llegó la hora de elegir sus estudios superiores, le dijeron que solamente le pagarían una carrera universitaria si elegía Medicina. El joven no tenía dinero para mantenerse por si mismo, así que no le quedó más remedio que acceder a los deseos de sus padres y matricularse en la carrera de Medicina.

Lo hizo muy a disgusto y con una gran pena en el corazón. Debido a esta gran contradicción en su interior, al chico le costaba mucho terminar su carrera. Suspendía asignaturas, faltaba a clase a la mínima, se retrasaba al entregar los trabajos... Eso lo conducía a un círculo vicioso en el que cada vez se sentía peor y le era más difícil sacar adelante el graduado.

Los padres le reñían y también se sentían muy disgustados, pues pensaban que su hijo era un vago sin remedio que nunca sería capaz de salir adelante en la vida.

El chico comenzó a pensar lo mismo que sus padres, y cada vez eran más frecuentes las tardes en las que se aislaba en su habitación y se refugiaba en su ordenador. Como actividad escapatoria, programaba aplicaciones que inventaba para las cosas más absurdas que se le ocurrían: registrar ausencias de los profesores en clase, crear bases de datos con los alumnos clasificándolos según la ropa que vestían, hallar una media de los días en los que sus padres le reñían más y relacionarlo con las fases de la luna para predecir qué días se iba a llevar las peores broncas...

También creó un programa para registrar su paga semanal y destinarla a los gastos que consideraba más urgentes. Este último programa, en concreto, le resultaba muy útil para llevar las cuentas de su situación económica personal. Por ello, creó una aplicación en su móvil con el mismo funcionamiento que el programa de ordenador, y la utilizaba todos los días.

Sus compañeros comenzaron a preguntarse qué era lo que el chico anotaba en su móvil cada vez que consumía algo en la cafetería de la facultad, que le pagaban algo que le debían o se encontraba dinero por la calle.

Es una aplicación para llevar la cuenta de mi propia situación económica —respondía el muchacho.

La idea comenzó a gustar entre sus compañeros, y un día, uno de ellos le solicitó una copia de esa aplicación para instalar en su propio móvil. El chico le cobró una pequeña cantidad por ello, y se sorprendió mucho porque detrás de ese compañero vinieron más a solicitarle otras copias. El joven siguió cobrando por cada una de ellas, y comenzó a manejar una cierta cantidad de dinero gracias a la aplicación que había inventado por casualidad. El éxito de esta fue tal, que acabó poniéndola en internet para que cualquiera pudiese acceder a ella y comprarla.

Sus padres estaban gratamente sorprendidos. El hijo que pensaban que nunca iba a salir adelante en la vida, se estaba haciendo rico gracias a un programa que él mismo había diseñado.

Hay que admitirlo —Le decía la madre al padre—. Este chico tenía un talento especial que no fuimos capaces de descubrir.

La situación llegó a su cúspide cuando el representante de una importante empresa de informática a nivel mundial llamó a su casa. Dijo que pretendía contratar al chico, pagándole una cuantiosa suma de dinero, para incorporarlo al equipo de investigación y desarrollo de nuevos programas.


El joven aceptó encantado. Nunca llegó a terminar la carrera de medicina, pero sí pudo graduarse en Ingeniería Informática con todo el dinero que llegó a ganar por su propia cuenta.

El secreto de la abundancia es no separar lo que te hace feliz de lo que te da dinero.


lunes, 4 de enero de 2016

El señor arrogante y el señor humilde

Foto: Marta Santos
Había una vez un señor arrogante y un señor humilde.

El señor arrogante vivía en una gran mansión y tenía mucho dinero, mientras que el señor humilde vivía en una pequeña cabaña construida por él mismo. Todas las mañanas, el señor arrogante pasaba por delante de la cabaña del señor humilde para dirigirse al mercado de valores.

Este vago maleante ya anda robando chatarra otra vez —musitaba al ver una lavadora vieja que no estaba el día anterior—. Alguien debería encarcelar a esta gente, o como mínimo, obligarles a trabajar de verdad y hacer algo productivo.

Acto seguido, miraba su reloj de oro y apuraba el paso, para estar puntual cuando abriese la Bolsa y vigilar minuciosamente sus inversiones.

El señor humilde veía cada mañana cómo los transeúntes lo miraban con desprecio o con lástima. Él se sentía mal, pues pensaba que estaba defraudando a la gente y que era un estorbo. A veces creía que sería mejor si se marchaba de allí y se iba a otro lugar. Sin embargo, no tenía otro sitio adonde ir, así que seguía viviendo en su cabaña.

En la parte de atrás de esta, tenía montado un pequeño taller en el que todas las tardes se afanaba construyendo un artefacto. Para terminarlo precisaba muchas piezas, así que se pasaba las mañanas buscando en las escombreras electrodomésticos abandonados que le pudieran servir.

El señor arrogante, mientras tanto, vivía su mañana y su tarde en el mercado bursátil, esperando conseguir cada vez más dinero con el que ya tenía. Poco a poco, su fortuna iba creciendo, y el futuro se dibujaba muy próspero para él.

Pero un día, todo cambió. Una gran crisis económica produjo la caída estrepitosa de los mercados. La mayor parte de las empresas en las que invertía cerraron, y se quedó sin acciones ni dividendos. Tuvo que vender su gran mansión para salvarse de la bancarrota total, y conseguir algo de dinero con el que poder comer y pagarse el alquiler de un pequeño apartamento.

El señor arrogante también tuvo que empezar a buscar trabajo, y no fue cosa fácil porque en aquellos momentos había mucho paro. Sin embargo, había un negocio en el que sí estaban contratando gente. Se trataba de una empresa de electrónica, especializada en la producción de robots. Había tenido mucho éxito desde que el dueño lanzara un robot jardinero capaz de detectar la humedad de la tierra y regar cada planta según sus necesidades.

El señor arrogante envió su currículum a la empresa de robótica. No tardaron mucho en contestarle, así que una soleada mañana de esa misma semana pudo dirigirse hacia la sede de la compañía para realizar su entrevista de trabajo. Allí, un afable secretario le ofreció sentarse en una salita mientras esperaba al dueño.

El señor arrogante se acomodó en su silla y tomó entre sus manos un periódico. Tuvo que dejar de leerlo enseguida, porque el jefe de la empresa hizo su aparición. El señor arrogante se sorprendió, pues la cara de este le resultaba familiar.

Pase, pase, no se quede ahí —le sonrió amablemente el señor humilde—. Siéntese en mi despacho, que estará más cómodo. La entrevista no le robará mucho tiempo.

Y así fue cómo el señor arrogante comenzó a trabajar para el señor humilde. Con el tiempo, se acabaron haciendo amigos, pues al señor arrogante comenzó a interesarle mucho la construcción de robots y admiraba sinceramente cómo el señor humilde había sido capaz de ingeniar tan útil artefacto solamente usando cacharros viejos.


El señor humilde, por su parte, admiraba la valentía que había tenido el señor arrogante para empezar de cero y buscarse la vida cuando la mayor parte de su patrimonio se había ido a la ruina.

Si hay Dios, confía en nosotros y nos aprecia a cada uno por igual. La prueba es que el sol sigue saliendo cada mañana para todos.