Las
dos adoraban fabricar juguetes para los niños. A veces, cosían
suaves muñecos que los acompañasen cuando fuesen a dormir. En otras
ocasiones, montaban pieza a pieza casitas de juguete, coches y
trenecitos. Todo lo hacían con mucho cariño, esperando que el
destinatario de cada pieza tuviese una vida un poco más divertida.
Un
día, una de ellas se enamoró de un muchacho muy rico. El joven la
correspondía, y lleno de pasión, decidió construir una fábrica de
juguetes para ella sola. La chica aceptó encantada: ¡Era lo que
había estado soñando durante toda su vida!
Su
hermana, mientras, seguía construyendo los juguetes a mano en el
pequeño taller que las dos tenían en su casa. Cuando la noticia le
llegó, se alegró por la hermana, pero se negó a incorporarse a la
fábrica cuando estuviese terminada.
—No
te ofendas, pero siempre me ha gustado construir los juguetes yo
misma y vivir todo el proceso: desde que empiezo a tallar una peonza,
hasta que termino de decorarla y se la entrego a un niño. Siento que
ese objeto ha sido hecho por mí de verdad, con total libertad para
decidir cómo elaborarlo. Ese juguete ya no es solo un cachivache: es
también una expresión de mí misma.
—Pero
así tardas demasiado, hermana, y no podrás llegar a miles de niños.
Si vienes conmigo a la fábrica que mi amado me ha construido,
tendrás muchas más facilidades. Con todas las máquinas que vamos a
tener, el éxito está asegurado.
—Puede
que tengas razón, pero prefiero trabajar aquí. Gracias.
La
hermana no la entendió muy bien, pero no insistió más.
Al
cabo de un año, una gran fábrica se alzaba majestuosa a la entrada
de la aldea. Con sus múltiples aparatos, y varias decenas de
trabajadores, pronto se convirtió en el lugar favorito de los niños
para ir a encargar sus juguetes. La hermana del taller tenía cada
vez menos pedidos, pero vendía lo necesario para poder subsistir.
La
hermana de la fábrica estaba muy contenta: dibujaba un juguete, y al
cabo de pocos días miles de ellos se vendían a los niños de toda
la comarca. Pronto, todos los infantes del pequeño país en el que
habitaba tenían por lo menos cinco juguetes suyos.
—¿Ves?
—le decía a su hermana—. El éxito que estamos teniendo es
enorme. Trabajo mucho menos que tú, y gano mucho más dinero. Si
quieres, aún estás a tiempo de unirte.
—Cada
día me despierto con calma —respondía la otra chica—, y veo el
amanecer desde la ventana de mi habitación. Me deleito con los
cantos de los pájaros mientras tomo el desayuno, y los sigo
escuchando cuando me pongo a hacer los juguetes. Entonces, el sol
entra con sus rayos en el taller y me ilumina mientras termino mi
trabajo. No desearía sustituir los trinos por los ruidos de las
máquinas, ni el calor del sol por la oscuridad y humedad de la
fábrica.
—Como
quieras —concluyó la hermana—. Pero así nunca llegarás tan
alto como he llegado yo.
Aquella
enorme factoría acabó siendo conocida en todos los países
fronterizos, y los niños de su pequeño país rebosaban de juguetes.
Había tantos, que la gente comenó a cansarse de ellos, y dejaron de
comprarlos.
Solo
unos pocos niños, que vivían en la aldea, seguían comprando los
juguetes que hacía la hermana del taller con sus manos. Había
menos, valían más dinero, pero ninguno era igual al anterior.
Al
cabo de unos meses, el chico que había comprado la fábrica a su
amada comenzó a impacientarse. Las ventas decaían estrepitosamente,
y la factoría solo daba pérdidas. Así que, a pesar de las súplicas
de la chica, que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para seguir
construyendo juguetes, decidió cerrarla para siempre. Vendió la
fábrica e invirtió el dinero en otro negocio.
Ella,
desolada, volvió al taller. Se sentó al lado de su hermana, y
contempló apenada todos los juguetes que esta había estado haciendo
durante las últimas semanas. Ella ya no tenía una fábrica que
pudiese iluminar los sueños de los niños. Así que, sin mediar
palabra, cogió una aguja, un hilo, y se propuso coser el balón más
bonito que hubiese confeccionado jamás.
Los
castillos que otros nos construyen caerán con el tiempo, y nos
dejarán ruinas.
Pero
aquella cabaña que nosotros hayamos cimentado, podremos levantarla
de nuevo cada vez que el viento la derribe.
0 comentarios:
Publicar un comentario