Foto: Marta Santos |
Había
una vez un señor arrogante y un señor humilde.
El
señor arrogante vivía en una gran mansión y tenía mucho dinero,
mientras que el señor humilde vivía en una pequeña cabaña
construida por él mismo. Todas las mañanas, el señor arrogante
pasaba por delante de la cabaña del señor humilde para dirigirse al
mercado de valores.
—Este
vago maleante ya anda robando chatarra otra vez —musitaba al ver
una lavadora vieja que no estaba el día anterior—. Alguien debería
encarcelar a esta gente, o como mínimo, obligarles a trabajar de
verdad y hacer algo productivo.
Acto
seguido, miraba su reloj de oro y apuraba el paso, para estar puntual
cuando abriese la Bolsa y vigilar minuciosamente sus inversiones.
El
señor humilde veía cada mañana cómo los transeúntes lo miraban
con desprecio o con lástima. Él se sentía mal, pues pensaba que
estaba defraudando a la gente y que era un estorbo. A veces creía
que sería mejor si se marchaba de allí y se iba a otro lugar. Sin
embargo, no tenía otro sitio adonde ir, así que seguía viviendo en
su cabaña.
En la
parte de atrás de esta, tenía montado un pequeño taller en el que
todas las tardes se afanaba construyendo un artefacto. Para
terminarlo precisaba muchas piezas, así que se pasaba las mañanas
buscando en las escombreras electrodomésticos abandonados que le
pudieran servir.
El
señor arrogante, mientras tanto, vivía su mañana y su tarde en el
mercado bursátil, esperando conseguir cada vez más dinero con el
que ya tenía. Poco a poco, su fortuna iba creciendo, y el futuro se
dibujaba muy próspero para él.
Pero
un día, todo cambió. Una gran crisis económica produjo la caída
estrepitosa de los mercados. La mayor parte de las empresas en las
que invertía cerraron, y se quedó sin acciones ni dividendos. Tuvo
que vender su gran mansión para salvarse de la bancarrota total, y
conseguir algo de dinero con el que poder comer y pagarse el alquiler
de un pequeño apartamento.
El
señor arrogante también tuvo que empezar a buscar trabajo, y no fue
cosa fácil porque en aquellos momentos había mucho paro. Sin
embargo, había un negocio en el que sí estaban contratando gente.
Se trataba de una empresa de electrónica, especializada en la
producción de robots. Había tenido mucho éxito desde que el dueño
lanzara un robot jardinero capaz de detectar la humedad de la tierra
y regar cada planta según sus necesidades.
El
señor arrogante envió su currículum a la empresa de robótica. No
tardaron mucho en contestarle, así que una soleada mañana de esa
misma semana pudo dirigirse hacia la sede de la compañía para
realizar su entrevista de trabajo. Allí, un afable secretario le
ofreció sentarse en una salita mientras esperaba al dueño.
El
señor arrogante se acomodó en su silla y tomó entre sus manos un
periódico. Tuvo que dejar de leerlo enseguida, porque el jefe de la
empresa hizo su aparición. El señor arrogante se sorprendió, pues
la cara de este le resultaba familiar.
—Pase,
pase, no se quede ahí —le sonrió amablemente el señor humilde—.
Siéntese en mi despacho, que estará más cómodo. La entrevista no
le robará mucho tiempo.
Y así
fue cómo el señor arrogante comenzó a trabajar para el señor
humilde. Con el tiempo, se acabaron haciendo amigos, pues al señor
arrogante comenzó a interesarle mucho la construcción de robots y
admiraba sinceramente cómo el señor humilde había sido capaz de
ingeniar tan útil artefacto solamente usando cacharros viejos.
El
señor humilde, por su parte, admiraba la valentía que había tenido
el señor arrogante para empezar de cero y buscarse la vida cuando la
mayor parte de su patrimonio se había ido a la ruina.
Si
hay Dios, confía en nosotros y nos aprecia a cada uno por igual. La
prueba es que el sol sigue saliendo cada mañana para todos.
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