Ilustración: Marta Santos |
Pasó
mucho tiempo sin ser reconocido por nadie. Era un extraño mirándose
frente a un espejo vacío, absorbido por la inmensidad de las paredes
de piedra que lo enclaustraban. Llegó a convertirse en la nada. Una
transparencia absurda fue su bandera ondeante. Se dejó hundir en la
corriente del tiempo, naufragando entre minutos y días, definiendo
con cada suspiro su incapacidad para la resistencia y alejándose
cada vez más del último punto en el que hacía pie. Llovió encima
de su rostro y apenas se distinguieron sus lágrimas.
Cuando se volvió a mirar al espejo, en su imagen borrosa y gris no distinguió rasgo alguno. Ya no sabía siquiera si era hombre o mujer, o si lo había sido alguna vez. Abrió entonces la boca y sólo un gruñido seco e impersonal emergió de su garganta. Un murmullo atenuado. Polvo auditivo desvaneciéndose encima de aquel cadáver que se movía. Comprobó con desesperación que ya no había vuelta atrás. Salió de aquella habitación y atravesó la puerta de su casa. Se agachó entonces para recoger un palito del jardín, con el que escribió:
“Dejé de amar a la vida y ella también ha dejado de amarme”.
Era un trago amargo tener que marcharse, pero no más que otros por los que había pasado antes. Como silueta que era, avanzó imperturbable entre el manto de niebla que arropaba aquel lugar, y se desvaneció paulatinamente convirtiéndose en una mancha negra menguante. Justo antes de volver a la fuente de toda existencia, comprendió que en la vida lo único que se gana o se pierde es el tiempo, y se prometió a sí mismo no volver a dejarlo correr.
Cuando se volvió a mirar al espejo, en su imagen borrosa y gris no distinguió rasgo alguno. Ya no sabía siquiera si era hombre o mujer, o si lo había sido alguna vez. Abrió entonces la boca y sólo un gruñido seco e impersonal emergió de su garganta. Un murmullo atenuado. Polvo auditivo desvaneciéndose encima de aquel cadáver que se movía. Comprobó con desesperación que ya no había vuelta atrás. Salió de aquella habitación y atravesó la puerta de su casa. Se agachó entonces para recoger un palito del jardín, con el que escribió:
“Dejé de amar a la vida y ella también ha dejado de amarme”.
Era un trago amargo tener que marcharse, pero no más que otros por los que había pasado antes. Como silueta que era, avanzó imperturbable entre el manto de niebla que arropaba aquel lugar, y se desvaneció paulatinamente convirtiéndose en una mancha negra menguante. Justo antes de volver a la fuente de toda existencia, comprendió que en la vida lo único que se gana o se pierde es el tiempo, y se prometió a sí mismo no volver a dejarlo correr.
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