Foto: Marta Santos |
Todos
pensamos que un aeropuerto internacional tiene que ser grande.
Su
misión, como aeropuerto internacional, es acoger en su seno vuelos
de todas las naciones, ciudadanos y viajeros de todos los puntos del
planeta con destino a cualquier lugar, y por todo ello el espacio
para acoger a los aviones y a los ciudadanos ha de ser grande.
Sin
embargo, existía un aeropuerto internacional que cabía en un armario. Estaba en el campo, al lado de las raíces de un gran
nogal de cincuenta años. Lo único que lo diferenciaba del resto de
aeropuertos internacionales era que los viajeros no eran personas
humanas. Eran piojos.
Muy
poca gente se lo ha preguntado, pero los piojos no son sólo esos
bichos molestos que saltan de cabeza en cabeza y que escapan a riadas
cuando uno les echa una loción antipiojos. Los piojos, aparte de
vivir en el pelo, construyen sociedades complejas.
Han
evolucionado tanto, que cuentan con sus propios sistemas de
transporte, como los apiojones, que son sus aviones particulares. Un
apiojón del tamaño de un bote de pegamento en barra es capaz de
transportas hasta quinientos pasajeros. Pero muy pocos humanos se dan
cuenta verdaderamente de cuándo se trata de un apiojón, puesto que
se camuflan muy bien tanto en forma, como en tamaño y color, con las
hojas de los árboles. De hecho, el aeropuerto internacional de los
piojos estaba al lado del nogal para aprovechar sus ramas como
amplias pistas de aterrizaje.
Los
piojos, en realidad, suelen alimentarse de los minerales presentes en
la tierra y de las plantas. Sólo saltan a las cabezas humanas cuando
pretenden utilizarlas como parques de atracciones. El pelo humano les
sirve de tobogán, de lianas con las que pueden desplazarse brincando
de un lugar a otro, de trampolines, e incluso de escondite cuando
quieren jugar muchos, puesto que es como un intrincado bosque donde
los piojos desaparecen enseguida al internarse entre los “árboles”.
Por
eso saltan tanto de una cabeza a otra. En realidad, los piojos que
saltan al pelo humano son los que más brincan, los más saltarines.
La mayoría prefiere quedarse en sus ciudades, tranquilos,
alimentándose de la tierra o de las plantas. Los que conocemos
nosotros son los que más se hacen notar.
Hay
pocas ciudades-piojo, pero las que hay, están bien abastecidas. Son
diez en todo el mundo, cinco repartidas por cada hemisferio, y todas
cuentan con su aeropuerto internacional.
El que
nos incumbe está situado en España, al norte. Más concretamente,
en Galicia. Allí hay uno de los aeropuertos internacionales de
piojos mejor comunicados. Una vez me encontré con él, pero fue por
accidente. Caminaba absorta en mis propios pensamientos, con un libro
en la mano, cuando de repente me topé con un nogal.
Me di
un golpe de narices contra el mismo, y digo golpe de narices porque
realmente mi tabique nasal se quedó dolorido al topar con la corteza
del tronco de ese árbol. El dolor hizo que me sentara un rato a
descansar, sobre la más gruesa de sus raíces, hasta sentirme con
fuerzas para reanudar la marcha. Como no tenía nada más que hacer,
mientras el dolor se iba mitigando, observaba con ojos fijos el
suelo.
No me
di cuenta. Al menos, a primera vista. Pero al seguir observando, la
maraña negra hormigueante se hizo más evidente ante mi vista. Un
montón de puntos negros correteaba sin parar delante de mí, a un
ritmo frenético.
—Pero,
¿qué diantres es esto? ¡Me acabo de sentar delante de un
hormiguero! ¡Qué horror! —exclamé, sin darme cuenta.
—¡Oye,
tú! ¡Un respeto! ¡Que somos piojos, y a mucha honra! —exclamó
uno de los puntos negros. Me costó reconocer que era él, porque al
principio tan sólo era capaz de distinguir una leve vocecilla aguda
que provenía del suelo. Aguzando el oído fue como pude distinguir
de dónde provenía aquella voz. O, más exactamente, de quién.
—La
hormigas a la larga son cansinas —comenzó a razonar el piojo—.
Dicen que tienen una estructura social muy compleja, pero eso también
lo tienen las abejas, y nosotros los piojos. Lo que pasa es que
nosotros no nos hacemos notar, sólo aquellos que empiezan a saltar
sobre vuestras cabelleras. Pero en realidad nuestra sociedad está
muy organizada.
Francamente,
no podía creer aquello que estaba oyendo. Pero, muerta de
curiosidad, no pude menos que aprovechar el momento para trabar
conversación con aquel pequeño parásito que comenzaba a darme una
información muy reveladora.
—¿De
verdad tenéis una sociedad muy organizada? ¿Esto que tengo delante
es una ciudad vuestra, entonces?
—¡Claro!
Podría enseñártela ligeramente. Mira, ven, agacha la cabeza —me
ordenó el piojillo, a lo que obedecí casi inconscientemente.
Al
agachar la cabeza, pude distinguir áreas muy diferenciadas en
aquella “ciudad”.
—Aquel
montículo de tierra que está a tu derecha es en realidad un almacén
alimenticio. Debajo guardamos pedacitos de plantas, ya preparados
para el consumo piojil. Más adelante, en aquel charco, están los
baños públicos. Cuando los rayos de sol inciden sobre él y
calientan el agua lo utilizamos a modo de aguas termales. Si no,
simplemente lo usamos como bañera comunitaria. Aquel bosque de
tallos de hierba es la zona residencial. Entre los tallos construimos
nuestras cabañas, que son muy finas y están adaptadas a la planta,
puesto que al ampararnos en ella nos sirve como protección para el
frío, el viento y la lluvia. Las raíces que rodean toda la ciudad
son utilizadas a modo de murallas, y aquella explanada gigante que
está como un poco apartada del resto, es lo que nos sirve como
aeropuerto internacional.
Al
llegar a ese punto, sí que se me hacía realmente difícil creer sus
palabras.
—¿Aeropuerto
internacional, dices? —cuestioné—. ¿De verdad tenéis los
piojos un aeropuerto internacional?
—¡Claro!
¿Por qué lo dudas? ¿Acaso no ves todas esas hojas que no paran de
salir volando? Pues en realidad son apiojones, el equivalente en
piojo de los aviones humanos.
Me
fijé en aquella zona que me indicaba mi amigo piojo. Al observar
minuciosamente, pude comprobar que en efecto no paraban de salir
volando hojas de aquella planicie sin hierba. Salían de una zona muy
concreta, y riadas de piojos se dirigían en caminitos hacia unas
hojas u otras.
Cuando
volví a casa, me guardé todo aquello. No podía contarle a mi madre
que había visto una ciudad de piojos con su propio aeropuerto
internacional, puesto que no me creería y me tomaría por loca. Sin
embargo, aquella noche tuve sueños muy agradables en los que me
embarcaba en una hoja a volar por el mundo, acompañada de un montón
de humanos del tamaño de un piojo.
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