Como
la mayoría de las maravillas del mundo antiguo, su existencia ha
quedado relegada a meros mitos que se cuentan en las frías noches de
invierno, al calor de una fogata. Pero lo cierto es que existió.
Hace
muchos, muchos años, en un país que hoy se recuerda con el nombre
de Serenuo, la nieve comenzó a calentar.
Corría
el ocaso de la última glaciación. Las tribus de supervivientes
recorrían el país de arriba abajo, en busca de un lugar abrigado
que los protegiera del hielo atenazador que lo cubría todo. Las
cuevas cada vez se hallaban más cubiertas de nieve y hielo, por lo
que era muy difícil localizar sus entradas.
Las
tribus fueron desapareciendo, una por una, en una lenta y vana lucha
por la supervivencia que acabaron perdiendo. Algunas por la escasez
de alimentos. Otras por la debilidad y el cansancio que hacía mella
en sus músculos. Unas pocas, ante la imposibilidad de encontrar
cuevas en las que abrigarse de noche y protegerse de los gélidos
vientos que soplaban después del atardecer.
Llegó
un momento en el que sólo quedaban tres clanes de supervivientes en
toda la región de Serenuo. Éstos, presagiando su trágico e
inminente fin, decidieron dejar de combatir contra los elementos y
aceptar la situación. Estaban perdidos. Decidieron, cada uno en su
lugar, realizar una ofrenda ritual en un claro del bosque, que
preparara sus almas para el más allá.
Como
si un imán los hubiera magnetizado, las tres tribus llegaron de un
punto cardinal diferente a reunirse en el mismo claro del bosque a la
misma hora. Las tres se sorprendieron al encontrar a los otros allí.
En
otra circunstancia, su reacción hubiera sido pelearse por el
territorio. Pero estaban demasiado cansados, agotados, al límite de
sus fuerzas. Así que simplemente se observaron, y se dedicaron unos
cuantos gruñidos amables, que significaban “te acepto”.
Allí,
en ese claro del bosque donde se erigía un majestuoso y solitario
dolmen de piedra, los tres chamanes se reunieron para levantar los
brazos con los huesos de los últimos animales que habían comido.
Oraban al dios de la abundancia, que los había abandonado, pero al
que le ofrecían los restos de sus últimos dones como agradecimiento
y como muestra de que aceptaban su destino de partir hacia el más
allá.
Sus
máscaras grotescas eran lo único que destacaba entre la impoluta
nieve y los cuerpos desnutridos de sus familiares.
Cuando
hubieron rematado el ritual y la oración siguiente, se tumbaron
entre la nieve. Así era como pensaban morir: dejando de luchar, y
permitiendo al frío que calase poco a poco sus ya frágiles cuerpos.
Los niños estaban asustados. Se pegaban al pecho de sus madres, que
los rodeaban entre sus brazos y los apretaban contra sí. Ellas
habían aceptado estoicamente su destino. Los hombres también
aparentaban entereza, pero por dentro estaban más asustados todavía
que los niños.
El
trágico final flotaba en el ambiente. El frío penetraba por
doquier, y no había solución posible. Las glaciaciones habían
durado tanto tiempo que habían borrado la esperanza. Ante los ojos
de aquellos desprotegidos humanos, el mundo estaba condenado ya para
siempre jamás a la oscuridad permanente y al hielo perpetuo.
Pasó
una media hora. Los cuerpos de aquellos valientes permanecían
completamente aletargados ya. El sopor los invadía, la inconsciencia
no les permitía darse cuenta del alcance del momento en el que
estaban metidos. El hielo había dormido hasta sus corazones. Por eso
no se dieron cuenta del momento en el que el frío hielo comenzó a
invertir su polaridad para convertirse en calor.
Fue un
cambio gradual, muy lento, casi imperceptible. De los grados
negativos se fue subiendo hasta alcanzar los 0° C. De ahí se fue
aumentando paulatinamente: primero 1° C, luego 2° C, luego 3° C,
más tarde 5° C, 10° C... Y así hasta llegar hasta los 37° C. El
sopor que los había llevado a la inconsciencia continuó, pero esta
vez para dormirlos. El calorcito que comenzó a templar sus músculos
los llevó a un sueño de dos horas aproximadamente, en el que sus
cansados cuerpos repusieron fuerzas antes de volver a despertar.
El
primero en abrir los ojos fue un niño. Sorprendido, agitó el cuerpo
de su madre, la cual respondió al poco rato abriendo también los
ojos. Lo primero que hizo ella fue contemplar al resto de humanos que
dormían a su alrededor. Un presentimiento se adueñó de ella: si
ella y su hijo estaban vivos, los demás también debían estarlo.
Así que le hizo señas a su retoño, y entre los dos comenzaron a
zarandear al resto de sus congéneres.
Poco a
poco, todos se fueron despertando. Cuando todos hubieron abierto los
ojos, algunos comenzaron a aprisionar puñados de nieve entre sus
manos, soltándolos después. Se habían dado cuenta de que la nieve
ya no era un enemigo gélido que los paralizaría y contra el que
debían luchar, sino que se había convertido en un manto acogedor
capaz de proporcionarles el calor y abrigo necesarios para protegerse
de los helados vientos.
Poco
tardaría Serenuo en volver a estar habitado. Las familias de los
supervivientes encontraban fácilmente abrigo y cobijo, por lo que
sus fuerzas se reponían con éxito después de las cacerías, que
cada vez eran más exitosas puesto que los animales también
comenzaron a proliferar bajo la protección de la nieve cálida.
Con
alimento y calor, las poblaciones humanas se multiplicaron. Además,
Serenuo también comenzó a llenarse de otras tribus nómadas que
emigraban huyendo del frío de sus respectivos países.
Aquel
lugar se convirtió en un oasis de vida, que permanecería activo
hasta que la última glaciación cesó y los hielos volvieron a
retirarse a las montañas. Al contrario de lo que los más negros
pronósticos auguraban, las glaciaciones tendrían su final al igual
que habían tenido su principio.
La
esperanza bajó de nuevo al planeta Tierra, y comenzó una nueva
primavera. Una primavera que duraría miles de años.
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