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lunes, 15 de diciembre de 2014

Muñeca y sus plumas

Foto: Marta Santos
Una calle fría y tranquila. Diciembre ya había entrado hacía días. La oscuridad recortaba algunas sombras de farolas contra el ladrillo de los edificios en silencio. Amenazaba con llover.

Muñeca miraba al cielo estrellado de vez en cuando, con sus ojos grandes y brillantes de color lila grisáceo. Andaba despacio, sin prisas, disfrutando del tacto del viento frío contra su inorgánica piel. Como todas las noches de invierno, atravesaba los barrios de la ciudad con rumbo a ningún lugar. Si algún cuervo se posaba sobre su hombro, ella sacaba una bolsa negra del bolsillo de su vestido blanco de flores violetas y le ofrecía unos cuantos granos de maíz correosos que sacaba con sus congelados y largos dedos articulados. El cuervo los devoraba en segundos, alzando el vuelo con majestuosa maestría y dejándole a Muñeca como regalo una o dos plumas negras, que ella depositaba en otra bolsita que guardaba en su vestido. Cuando llegaba a su casa, abría la bolsita con cuidado y colgaba todas las plumas recogidas esa noche en la pared de su habitación. Tenía ya tantas que cualquiera que la hubiese visto, diría que aquella habitación estaba envuelta en alas de cuervo.

Esa noche, sin embargo, ningún pájaro se había posado todavía en su hombro. En las calles sólo reinaban silencios como cristales rotos. Ni gatos buscando en la basura, ni gruñidos de borracho, ni aleteos majestuosos. Era la calma absoluta. El ojo del huracán. Todos los personajes que pudiera haber colocado en esa noche fría y tranquila, estarían en este momento observando a Muñeca desde la distancia. Porque el peligro, lectores míos, soplaba en su espalda. Y nadie querría acercarse a él.

Eres preciosa.

La voz de aquel hombre despreciable sonaba quebrada y desgarraba, quemada por años de adicción al tabaco y al alcohol. Su boca de dientes amarillos y podridos sonreía cruelmente, exhalando bocanadas de vaho con cada expiración fatigosa. Los ojos, plagados de venas enrojecidas, permanecían clavados en el hermoso cabello de Muñeca.
Ella se dio la vuelta. Sus ojos lila grisáceo coincidieron con los amasijos de venas que componían la mirada de aquel hombre.

¿Quieres algo?

Te quiero a ti.

Muñeca sonrió. La ligera curvatura que apareció en sus labios destilaba seguridad y elegancia, y no se parecía en absoluto a la mueca grotesca que se suponía que era la sonrisa de su acosador.

Sabes que no puedes tenerme. No dependo de tu voluntad.

El acosador ensanchó aun más su mueca, mostrando su dentadura decadente en toda su putrefacción.

Me parece que sí.

Y, como activado como un resorte, levantó la pistola que guardaba debajo de su abrigo sucio y raído. El cañón relució a la luz de las farolas, apuntando a la frente despejada de Muñeca.

¿Dependes ahora de mi voluntad, o todavía no? – pronunció insultante, con su voz quemada.

Muñeca no se inmutó. Tampoco sus labios dejaron de curvarse en aquella enigmática sonrisa.

No.

El acosador comenzó a inquietarse. Esperaba que ella gimiera pidiendo compasión, que sus ojos se abrieran de terror, que su frente se perlara de gotas de sudor, o tan siquiera que gritase pidiendo auxilio. Pero nada de eso sucedió. Muñeca seguía inmóvil frente a él. Retándole.

Te… te… volaré la cabeza, maldita.

La pistola comenzó a temblar.

Hazlo.

El hombre disparó.

No vio otra alternativa, y los nervios le sobrepasaron, así que disparó. El sonido del disparo rompió el silencio de la noche en millones de pedazos, y una bala surgió de la pistola que temblequeaba con la frente de Muñeca como destino. La bala rebotó con violencia contra ésta y luego cayó al suelo, provocando un leve tintineo al chocar contra la acerca congelada.

Muñeca seguía sonriendo.

¿Qué… qué coño eres tú? – balbuceó nervioso el violador que casi se convierte en asesino.

Una bala de goma no puede hacer nada contra una Muñeca de acero.

Ella comenzó a caminar, reduciendo la escasa distancia que los separaba, con la misma sonrisa que destilaba seguridad, aunque ahora empezaba a tornarse un tanto siniestra.

¿¡Qué haces!?


El violador que casi se convierte en asesino gimió pidiendo compasión. Sus ojos se abrieron de terror, su frente se perló de gotas de sudor y gritó desesperadamente pidiendo auxilio.

lunes, 8 de diciembre de 2014

Fdo.: Tu muñeca

Marta Santos. Serie "Fdo.: Tu muñeca", 2010. Acrílico sobre tabla, 50 x 50 cm
Aquí no arreglamos muñecas, sólo las fabricamos. Lo siento.”

Y los ojos pequeños y redondeados de aquel hombre me miraron con compasión, sin decidirse a decirme que me fuera. Yo me di la vuelta y desaparecí por entre aquellos deformes monstruos de metal, sin mirar atrás, para que no me viera llorar. Era la quinta fábrica de juguetes que visitaba, y allí tampoco podían ayudarme. También había probado suerte en jugueterías.

Aquí no arreglamos muñecas, sólo las vendemos. Lo siento”

Estaba claro. Las muñecas se hacen para jugar con ellas, y cuando se rompen y ya no juegan bien, se tiran a la basura para comprar otras nuevas. Es el destino. No hay manera de cambiarlo. Así que traté de volver a casa, por si aún había alguna otra solución. Tambaleándome ligeramente, atravesé las calles que me separaban de ti. Ignoré las miradas curiosas de la gente y traté de que el pelo ocultara mi rostro lloroso lo más posible (incluso yo puedo tener vergüenza, ¿sabes?). Tardé tres días en llegar. Andaba muy despacio por culpa de mi pierna rota, que me hacía tropezar de vez en cuando. Como me faltaba el brazo derecho, no podía parar el golpe cuando me caía, y las grises y frías aceras de la ciudad se clavaron incontables veces en mis mejillas, obligándome a detenerme de nuevo. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.

Pero al final llegué. Sucia y destrozada me planté ante la puerta de mi hogar. Ante tu puerta. El único sitio del mundo donde todavía, pensé, hay alguien que tendrá interés por arreglarme. Cansada y esperanzada, esperé un rato a que se me secasen las lágrimas. No quería que me vieras así. Entonces, apreté nuestro timbre con uno de los dedos que todavía quedaban en mi mano izquierda.

Y me abrió tu nueva muñeca.

¿Por qué?

¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué me has cambiado?

No fui capaz de decirle nada. Ella me miró, con ojos de lástima, y me preguntó si quería una sopa. Yo le dije que no hacía falta. Las muñecas no comemos. Entonces ella, después de un rato dubitativa, terminó por cerrar la puerta. Y yo me senté en esta escalera, a pensar.

Está claro que ya no te gusto. Mejor dicho, está claro que nunca te he gustado. Si no, no me hubieras empezado a romper. O al menos, habrías parado de romperme en algún momento. Pero yo aún tenía una esperanza. Creí que si me mandaste a buscar arreglo, era porque querías que volviera. De hecho, lo hice, porque pensé que si nadie lograba arreglarme, tú lo intentarías. Pero a ti te daba igual. Sólo me quisiste para destrozarme. Muy bien, lo has hecho. Ahora ya no tengo otra opción. Separaré mi cabeza de plástico de mi cuerpo, me meteré en un contenedor con ella en el regazo, y me dormiré para siempre. Pero antes de eso, voy a meter esta carta en tu buzón. Quiero que sepas que yo a ti sí que te he querido siempre, y lo seguiré haciendo hasta el momento en que baje la tapa de ese contenedor. Sólo espero que esta carta sirva para que algún día te acuerdes de mí.

Fdo.:


Tu muñeca.

lunes, 1 de diciembre de 2014

Un ramo de flores

Ilustraciones: Marta Santos


La margarita, en el lenguaje de las flores, significa inocencia.

Tus heridas no me hieren.

Tenemos el mismo corazón.
Quiero que vivamos en paz
bajo el mismo cielo.
Cualquier excusa es buena para volar.





La rosa roja, en el lenguaje de las flores, significa amor apasionado.

Envuélveme, sonríeme, hazme sudar.
Quiero sentirte.
Róbame el aire a besos.
Entra hasta lo más profundo de mi ser.
Cásate conmigo. Te quiero.




La gardenia, en el lenguaje de las flores, significa alegría.

¡Cuánta hermosura! 
¡Qué bonito es el mundo!
Es maravilloso poder estar viva,
sentir el viento en la cara, la sangre en las venas,
el corazón latiendo.




El clavel, en el lenguaje de las flores, significa nobleza.

No te trataré igual que tú me has tratado.

Olvidemos el dolor, olvidemos el rencor.
Te perdonaré. No nos merecemos esto.
Aunque caigas, jamás me reiré de ti.
Respeto quien tú eres.




El tulipán amarillo, en el lenguaje de las flores, significa amor desesperado.

Te quiero. 

Dame tu amor.
Vivo por ti, respiro por ti, sin ti nada soy.
Haré lo que sea para que estés a mi lado.
No te vayas.



La camelia, en el lenguaje de las flores, significa amistad.

A través de las épocas, 

el mismo vínculo nos une.
A través del mar, de las montañas.
Cuando es el tiempo, nos reencontramos.
El viento fluye a través de nosotros.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Campanas

Foto: Marta Santos

Eras tú. Suenan campanas a lo lejos. Las plumas se adormecen, muertas, dejándose guiar por el viento. Nunca es demasiado tarde. Te volveré a ver, y entonces volverá a haber lágrimas. Es oscuro este lugar, tan oscuro como no lo ha sido nunca. Pero veo una luz, y eres tú. Vuelves a llamarme sin saberlo, y yo tapo mis oídos con mis manos, pero no puedo dejar de oírte. Nunca dejas de hablar, eres una criatura ruidosa. Te quiero. Pasarán siglos antes de que vuelvas a besar mis labios. Espero que sepas hacerlo.

Es extraño, porque se hace tarde, y no hay reloj. ¿Quién sabe qué es lo que planean las sombras? Ven, grítame una vez más. Es doloroso oírlo. Lo necesito. Vuelve a llorar. Quizás quieras hacerlo. Yo no. Me entierro entre montañas de arena, y no hay ruido. El silencio me dice que estoy viva. Recuerdo que había una playa. Es necesario volver. Recordar que hubo un tiempo pasado. Pero no hay reloj. Es eterno. No hay luz, pero sí hay luces. Se puede brillar en la niebla.

No escuches mis palabras, te harán daño. No quiero que me escuches. Escúchame. Lo sé, te necesito. La locura no es más que un sentimiento que se niega una y otra vez. Me dejaré arrastrar, ¿acaso hay más remedio? ¿Por qué estoy aquí? Quizás sea necesario oírlo. Necesito tus brazos otra vez. Eres de mentira. Me mientes. No lo necesito. Quiero... quiero algo. ¿Sabes tú lo que es?

Estoy cansada, hay demasiada melancolía en este día de sol. Puedes ver nieve si lo deseas, ella volverá a ti. Pero no estará fría. Esta vez no. Esta vez será cálida, y te envolverá en un agradable abrazo maternal. Es lluvia. No moja. La verdad está oculta entre los símbolos de la naturaleza. Hay más cosas de las que jamás llegarás a imaginar, si te sigues mintiendo.

Ya no hay campanas. Había muchas campanas. Me gustaban.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Cenizas

Ilustración: Marta Santos
Es como hacer nacer algo de la ceniza. Es como tratar de obtener vida humana a partir de unas cuantas partículas subatómicas. Ves la pequeña cabecita formándose, y te preguntas qué saldrá de ahí. Es un embrión, no hay duda. El funcionamiento de sus órganos parece casi automático. Se mueve, como impulsado por pequeños resortes mecánicos. Parece tan indefenso, en su charco de fango. Alguien debería sacarlo de ahí. Todos podrían hacerlo, pero pasan por su lado mirándolo apenas de reojo, sintiendo un poco de lástima en sus corazones que sacuden luego con unas palmaditas. Nadie quiere mancharse las manos por un pequeño embrión mecánico. Parece que se ahoga. Es como si no pudiera respirar, y tose. Sus colapsos respiratorios apenas se diferencian del tic-tac de un reloj de bolsillo.

Es la vida que nunca llegará a latir, el hijo de la inexistencia. Ha sido creado, pero no nacerá nunca. Los ojos invisibles de las estrellas lo contemplan a través del velo de la noche. Contienen la respiración, como si quisieran acompañarlo en sus últimos estertores. La sinrazón ha vuelto a vencer. “No puede existir aquello que nunca ha sido amado”, se escucha tras los árboles del bosque. Parece que hay alguien que se ríe amargamente, mientras la lluvia termina de acariciar las hojas muertas de los caminos.

Cuando salga el sol, todo volverá a empezar. Un embrión surgirá otra vez del fango, y nadie se inclinará para acunarlo. Resortes mecánicos funcionarán durante algunos minutos para luego callarse con los últimos bostezos del sol. Es como si las personas no tuvieran sentimientos. Es como si fueran sólo sombras, siluetas que vienen y van por las calles y senderos, afanadas como hormigas en quehaceres tan intrascendentales como cortas son sus vidas. Es como si las personas no fueran humanas.

¿Habrá alguien en este mundo que lo sea?

lunes, 3 de noviembre de 2014

Heredera de Selene

Imagen: Marta Santos
Su transparencia nívea la estremeció. Aquel hombre no tendría más de veinticinco años. Era alto, y delgado. Muy elegante. Frío como el hielo. Sus largos cabellos dorados bailaban con el viento nocturno y parecían atraerla en una enigmática danza. Kalmir se acercó cautelosamente, le tomó la mano y se la besó, en un gesto de cortesía embotellada. Luego se arrodilló a sus pies y comenzó a llorar. Entonces él, desde su majestuoso fulgor celestial, enjugó sus lágrimas con el dedo índice y sujetó su barbilla para levantarle el rostro delicadamente.

No llores, preciosa chiquilla. Tus plegarias ha mucho tiempo que fueron escuchadas. Sólo es cuestión del destino que se te conceda lo que has pedido.

¿Y, cómo es el destino? — sollozó Kalmir.

Él es justo, y bueno. Siempre endulza el corazón de las personas para que éste sea capaz de alcanzar la felicidad. Pero, en ocasiones, algunas almas se quedan atrapadas en las tormentas huracanadas—. Hizo una pausa silenciosa, la aflicción empañaba su suave rostro—. El destino contra eso no puede hacer nada.

¿Y a mí, podrá ayudarme? — interrogó la chica, todavía en cuclillas, sujetándole un extremo del solemne abrigo negro.

Yo no tengo la respuesta. Cambiar la naturaleza es un acto de profanación contra Dios. Sólo puede hacerse bajo una causa sobradamente justificada.

¡Y la hay! — se desesperó Kalmir—. Selene me odia. Ya no puedo seguir portando su pesado manto plateado. Quiero dejar de brillar en el firmamento. Quiero ser humana.

Eso no depende de mí, hija de la luna—. El hombre comenzó a alejarse, marcando la nieve con delicadas pisadas.

¡Espera! — gritó la muchacha. Él se volvió. Su rostro comenzaba a desprender una luz cegadora, y su cuerpo se mimetizaba cada vez más con el manto blanco y gélido que cubría el suelo.

Dime, hermosa dama.

Cuando sea humana, ¿podré entonces amar a los ángeles?

Él exhaló una cálida y envolvente sonrisa.

No lo sé, mi vida, no lo sé.

lunes, 20 de octubre de 2014

Sentada en un banco

Foto: Marta Santos
Sentada en un banco de aquel parque siente cómo el sol comienza a despedirse de la ciudad, lamiendo con lengua naranja las grises paredes de los edificios. Nadie parece apreciar su despedida. Sólo ella y las ramas de los árboles, que comienzan a tiritar. Aunque el viento también sabe que se va a hacer de noche, por eso sopla más frío que nunca.

Inma lleva horas en la misma posición, ya casi se ha convertido en una estatua humana. No es más que una parte del decorado, una pieza del paisaje. Sabe que su inmovilismo es feroz, y le hace daño por dentro. Pero nadie aceptaría que se pusiera de pie en el banco. No obstante, le gustaría hacerlo. Una sonrisa emerge de sus labios con tan sólo pensar en los rostros que pondrían, al verla de pie, aquellas otras piezas del paisaje que terminan de pasear a su perro, de hacer footing o de besarse con su pareja.

Serían sólo unos minutos. Erguirse, sacudirse el polvo y apoyar el pie en el banco. El pie derecho. Luego vendría el izquierdo, y ya habría acabado. Inma de pie sobre un banco del parque. Lo recorrería de un lado a otro, y se sentiría viva. Palparía esa emocionante sensación que supone el hallarse por encima de las cabezas de los demás. Observar desde arriba la raya en blanco de la que les nace el pelo, interpretar las ideas invisibles que se les caen al pasar. Ser ella quien mira al mundo, no el mundo quien la mira a ella.

Pero no es así. Inma no está de pie en el banco. Continúa sentada, como ha estado siempre. Como han estado muchos otros antes que ella. Como se supone que se debe de estar. Nada especial. Sólo una pieza más del decorado; una parte del paisaje.


La noche ya ha caído, y los árboles susurran. Hoy parece que lo hacen más fuerte que nunca, quizás tratando de silenciar el llanto de la luna.

lunes, 13 de octubre de 2014

El reencuentro

Foto: Marta Santos

Buenos días, doctor. Lo estábamos esperando.

El médico esbozó una sonrisa. Aunque más bien se diría que ya la llevaba puesta de casa. Resguardado en una gabardina gris oscuro y con un maletín negro en la mano derecha, se introdujo en el recibidor, invitado amablemente por la mano de aquella señora alta y delgada de semblante preocupado.

—La tía Rosario está cada vez peor, ya no puede ni tragar el alimento. Esperamos que usted dé con el mal que nos la está consumiendo poco a poco, porque francamente, también nos está consumiendo a nosotros.

Mientras seguía a aquella mujer por el pasillo, y sin terminar de extinguir su templada sonrisa, dedujo que el “nosotros” se refería a ella y a su marido, que hacía guardia al lado de la puerta que no tardaron en cruzar. En aquel caserón lóbrego y antiguo no había niños. No respiraba su esencia, sólo humedad y nostalgia.

—Éste es el dormitorio donde se encuentra ella.

El médico tampoco respondió esta vez. Tan sólo se adentró en aquella enorme habitación de paredes granates y posó sus ojos sobre un bulto que yacía inmóvil debajo de una desmesurada manta verde.

—Les dejo solos, doctor – murmuró la mujer con gesto circunspecto, no carente de cierto recelo. Cerró la puerta tras de sí, y entonces, el bulto se movió.

—Javier…

El médico se acercó con paso calmado hasta Rosario y se sentó en la cama, a su lado. Con delicadeza, y sin perder la sonrisa, comenzó a acariciarle los blancos cabellos mientras pronunciaba sus primeras palabras en aquella casa inmensa:

—Ahora ya no me llaman así.

Los pequeños ojos de la anciana asomaron de entre aquel mar de mantas para escrutar con atención a su interlocutor.

—Ya. Lo suponía.

El silencio reinaba entre ellos sin tiranía. La ausencia de palabras provocaba en los dos una calma y una dulzura difíciles de describir si no se sienten. Hablaban con los ojos, y se reconocían con el corazón.

—Has tardado cuarenta años en volver—. El tono de la anciana no era de reproche; más bien de melancolía.

—Tardé diez años en volver a nacer, pero no he parado de buscarte desde entonces.

Ella suspiró. Había pasado demasiado tiempo haciéndose preguntas, estancada en la incertidumbre de si él volvería alguna vez, tal como le había prometido justo antes de morir. Sin embargo, él también le había exigido algo a cambio de volver. Le había ordenado que fuera feliz.

—Debiste haber rehecho tu vida, Rosario. Debiste haber amado a otro hombre, haber tenido hijos, haber sido feliz.

El médico había dejado de sonreír. Pero ella ya no lo miraba. Sus ojos, cansados y abatidos, se centraban en algún punto incierto de la pared.

—¿Crees que habría podido?

Esta vez, el silencio comenzó a hacer daño.

—¿Crees que habría podido tener algún niño y haberlo amado, sin ver en sus ojos un verde tan puro como el que tienen los tuyos?



El silencio siguió haciendo más daño.

—Podrías haberlo intentado… — la voz del doctor era queda, apenas un ruego.

—Desde el momento en el que había acabado tu vida, yo sólo podía esperar el fin de la mía. Y eso hice, con la esperanza de que cuando llegase el momento, tal como yo te había acompañado, tú me acompañarías a mí.

El hombre que se había llamado Javier en otra vida volvió a sonreír, esta vez con amargura.

—Está bien. He vuelto a nacer, te he buscado y te he encontrado. Dime qué es lo que debo hacer ahora, porque no lo sé.

Rosario comenzó a llorar débilmente, tiñendo sus palabras de ligeros temblores.

—Sólo acompáñame.

Él la abrazó como nunca había abrazado a nadie, por lo menos en esa vida. Sintió su miedo, pero también sintió su esperanza.

—Vuelve a tocarla, Javier. Vuelve a tocarla una vez más.

Y él se perdió entre las teclas del piano que lo esperaba en una esquina de la amplia estancia. Aquel piano que conocía tan bien.




lunes, 6 de octubre de 2014

Sonata nocturna

Imagen: Marta Santos
De vez en cuando, solía sentarse a mirar la luna. Cuando todos dormían para olvidarse de los defectos del mundo, Saraiba cogía su suave manta granate y salía al balcón envuelta en ella. La reina de la noche nunca la saludaba, pero no hacía falta. Simplemente la acompañaba otra noche más, ofreciéndole su compañía envuelta en el más reconfortante de los silencios. Y así era como Saraiba soñaba despierta, sintiendo cómo el dolor se convertía en un pequeño pájaro negro que acababa por ganarse su amor. Ella nunca se preguntó cómo ese pájaro la había encontrado, pero le daba igual.

Saraiba concentraba su congelada mirada en la luna mientras acariciaba a aquel pájaro extraño y cálido, y se preguntaba qué habría sido de la belleza del universo. Si la luna se la habría robado toda. Porque lo cierto era que, cuando se despertaba, la belleza nunca estaba allí. Parecía como si los rayos del sol la quemasen por la mañana, al entrar por la ventana. Sólo cuando los cuerpos de los humanos desaparecían arropados en sus camas, lograba vislumbrar un poco de lo eterno del universo. El brillo parpadeante que flotaba en los ojos del pájaro aparecía de entre la oscuridad para protegerla, y se quedaba con ella todo el tiempo que hiciera falta. Hasta que dejase de necesitar la presencia de la luna. Hasta que la oscuridad que siempre reinaba en el corazón de la melancólica Saraiba fuese lo suficientemente limpia y pura como para acompañarla a dormir.

Ella sabía que había algo de cruel en la luna, aunque nunca se atrevió a culparla directamente. A veces, cuando cerraba la puerta de cristal que separaba su casa de la dictadura de la oscuridad, Saraiba la maldecía en voz muy baja. Sólo podía hacerlo de espaldas a su imagen, porque la luna es demasiado bella como para despreciarla. La luna te absorbe. La luna te obsesiona. La luna se adueña de toda tu alma y no te deja pensar. Porque sólo ella brilla salvajemente en el medio del abismo celeste durante las noches lúgubres. Porque sólo ella puede provocar un eclipse de sol. Porque sólo ella es capaz de subyugar a los lobos y pasearse insultantemente preciosa por el cielo, mientras por su cara oculta fluyen las lágrimas que siempre han estado llorando.

En cierto modo, Saraiba tenía lástima de ella. Robar toda la belleza del universo no le había servido de nada. La Luna seguía estando triste.

Por eso le hacía compañía.

lunes, 15 de septiembre de 2014

Despertar

Ilustración: Marta Santos
Sabes que hay esperanza.

Él siguió sonriendo, como había hecho siempre. No había momento en el que él no sonriera.

Sabes que tienes alas –insistió—. Es hora de que por fin las veas. Has de elegir verlas. Has de sentirlas. En realidad, nada cambiará sino lo haces, porque la verdad es la que es y no puede ser cambiada. Pero tú seguirás siendo infeliz. Y ahora ya no quieres seguir ese camino. Lo has probado antes, y has visto que no es el que en realidad deseas.

Vale, ya está bien. Me has estado hablando desde la oscuridad de los tiempos, siguiéndome a cada paso que doy, en cada relato que escribo, en cada sueño que tengo. Ahora ya ha llegado el momento de saberlo de una vez. Es hora de que todas las verdades sean reveladas, pues como tales, no pueden permanecer ocultas por más tiempo. Dime, ¿quién eres tú?

Ella observó la perfección de su piel desnuda y transparente, el brillo que su cuerpo emitía, y esperó una respuesta. Quería saber qué era todo aquello de las alas. Quería saber quién era él, aquel ser tan perfecto, aquel ángel alado que siempre le sonreía.

Yo soy tú.

La sonrisa nunca dejaba de resplandecer. Y ella, por fin, comenzó a dejarse envolver por su brillo.

Soy lo que en realidad eres, tu Yo más profundo, el inconsciente del que hablan todos los psicólogos y el alma del que hablan todas las religiones.

Ella no dijo nada. Debía escucharlo por fin; por fin había decidido hacerlo.

Te he estado hablando continuamente, una y otra vez, porque tu destino es el mío. Tú eres yo, mi mitad femenina, mi mitad física; una parte de lo que he elegido ser. Tú también eres sonrisa, alegría, amor, un ángel. Te lo has estado negando desde lo que tú has llamado “oscuridad de los tiempos”. Pero ya es hora de que comiences a despertar.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Cementerio de maniquíes



Foto: Marta Santos
El sonido de sus pasos resonaba profundo por la enorme estancia. Elena caminaba con la respiración contenida, como queriendo, al retener su aliento, paralizar también todos los síntomas de vida que pudieran delatarla en aquella rebelión de lo inerme. Los maniquíes cubiertos con sábanas se crecían ante ella como fantasmas de juguete, estáticos y manifiestamente físicos. Elena no les temía. Apenas eran una extraña parte de la decoración de aquel lugar, en sintonía con las grandes lámparas de cristal y metal dorado que colgaban del alto techo, deslucidas por el paso de Cronos. Viejas glorias que prometían haber vivido épocas de esplendor, aunque sus promesas sonaran a derrota.

Lo que verdaderamente inquietaba a Elena eran los cientos de ojos sin vida que la observaban desde sus polvorientas cabezas de plástico. Había demasiados maniquíes sin sábanas, desprotegidos ante el desgaste y el ostracismo. Una marea de humanoides inanimados que le azotaba en plena cara con su despecho. —¿Por qué nos han abandonado?— parecían repetir. Estaban débiles, ajados, pero aun así conservaban una fuerza reservada durante décadas para reclamar, gritando en silencio, los motivos de su entierro en aquel gran sarcófago de paredes pintadas en color ocre.

Sus miradas herían. Elena no sabía cómo defenderse de su ataque. Tampoco quería hacerles daño, ni huir atropelladamente de aquel sitio para cerrar la puerta y dejarles solos durante otros cuarenta años más. Comprendía su desaliento, su indefensión, sus reproches lastimeros. Ellos sólo querían volver a estar entre los vivos, ser vestidos y cuidados, sentirse especiales. De algún modo, su situación no le era ajena. Ella también había vivido algo parecido alguna vez.

Por eso, se armó de valor y deslizó su mano suavemente por el rostro inerte que estaba más cercano a ella. Acariciándolo, tal vez. El maniquí no se resistió. Muy al contrario, parecía palpitar al ritmo de las venas de Elena. Estaba vivo, necesitaba ser salvado, y en ese momento se hizo más evidente que nunca. Puede que fuera una ilusión, pero a la chica le pareció que sus ojos parpadearon para confirmárselo. Entonces no lo dudó. Elena rebuscó en su bolso en busca de un pañuelo, apartando el móvil, el mp3, las llaves… Cuando al fin lo encontró, frotó la suave superficie de tela por encima de su humanoide de plástico. Poco a poco, la nube de polvo que iba levantando al hacerlo se fue precipitando hacia el suelo, como una fina lluvia primaveral.

En apenas diez minutos, estuvo listo. Su amante relucía como si ayer mismo hubiese salido de la fábrica. Elena, antes de llevárselo a hombros, echó un último vistazo al desolado cementerio de maniquíes, inquieto entre tinieblas invisibles para un ser humano. –Volveré a por vosotros, tarde o temprano— les dijo con la mirada. Ellos parecieron comprender, pues no presentaron oposición alguna. Sabían que las resurrecciones colectivas llevaban tiempo, y eso a ellos les sobraba. A fin de cuentas, alguien que no tiene vida no puede morir.

La chica atravesó la gran puerta de madera de caoba minuciosamente decorada. Depositó a su maniquí en el suelo y empleó gran parte de su fuerza en cerrar aquel portal a otro mundo. Entre los lastimeros chirridos de sus bisagras, la puerta fue sellada. Aunque no sería por mucho tiempo.

Los padres de Elena surgieron al poco rato de entre los pasillos de aquella gran mansión. Ambos tenían la mirada extraviada. El padre acarreaba tres bolsas de plástico repletas de objetos diversos sin identificar, y su madre, además de una gran mochila a la espalda, portaba un viejo álbum de fotos en el regazo. Al pasar a su lado, su padre pareció volver a la realidad.

Nos vamos, cariño.

Ella se unió a su paso cuasi imperceptible, formando así una improvisada procesión de cuatro. El maniquí, alojado en los brazos de Elena, respiró por primera vez en mucho tiempo.

¿Volveremos pronto? – inquirió la chica, rompiendo con tijeras un silencio de papel.

Claro. Tenemos que terminar de recoger las cosas de tu abuela— sonrió melancólica su madre—. Por cierto, ¿lo que llevas ahí es un maniquí de los de la tienda vieja?

Elena le dedicó una penetrante mirada de hielo.

No. Es mi novio.


La madre se asustó. En aquel momento, le dio la impresión de que los inertes ojos del muñeco habían parpadeado.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Las velas seguían susurrando

Foto: Marta Santos
No ves las sombras que arrastras detrás de ti, así que yo no puedo hacer nada.

Él respondió con un nervioso silencio, entremezclando las yemas de sus propios dedos. Su mirada caía en picado, apagada.

Te estás encadenando cada vez más al dolor, y ni siquiera te das cuenta. Sabes que sólo un milagro podrá salvarte, y rezas cada noche para que suceda, y escribes oraciones en silencio cada madrugada, y te postras con lágrimas en los ojos ante santos en los que ni siquiera crees. Y has venido a buscarme, pensando que yo quizás pudiese ayudarte. Pero no puedo, Calixto – sentenció la mujer de ojos parpadeantes, saboreando su nombre entre los dientes—. Ahora es demasiado tarde. La muerte está demasiado cerca.

Nunca he creído en supersticiones baratas –habló el chico de pronto, deshaciendo las telas de araña que comenzaban a tapiar su boca—. La muerte aún está lejos. La luna aún está en cuarto creciente para mí.

¿Ah sí? –Más que irónica, la voz de Teodora sonaba cansada—. Esperaba que dijeras algo así. Y espero que sepas lo que estás diciendo. La muerte no necesita que creas en ella para hacerte daño.

Calixto se levantó de su silla, arrastrándola con un ruido atronador. De pronto, parecía que la conversación ya no era tan íntima como antes. Aunque las velas siguiesen susurrando su luz. Aunque la noche continuase dibujando sombras.

Soy demasiado joven. Y fuerte. –El chico hizo una pausa, acordándose de Toribio—. Y no soy como él.
Sabes que él decía lo mismo –afirmó la mujer que saboreaba nombres.
Lo sé.
Pues entonces sólo me queda recordarte que, hace dos semanas, él dormía en tu cama…
—… y ahora duerme con la tierra y los gusanos. Eso también lo sé –replicó Calixto, altanero—. Pero si fuera así, no tendría por qué regresar y besarme con sus gélidos labios cada noche. A veces consigue que me asuste.

El chico estaba ofendido. La mujer era compasiva. No pudo menos que suspirar sus palabras:

Sigue teniendo miedo. Y sigue estando solo.

Calixto exhaló aire con fuerza, apagando la luz de los ojos de Teodora. No era un muchacho indulgente. La impaciencia se comía sus buenas intenciones como las venas se comían la suave piel de las manos de la mujer.

No tengo por qué aguantarlo, no voy a sufrir su suerte. Así que espero que me libres de su incómoda presencia. Me da igual que sea tu hermano.

Teodora cerró los ojos, agotada. Empezaba a cansarse de las sombras. Necesitaba tiempo para ella misma. Necesitaba respirar.

Está bien –murmuró.

lunes, 18 de agosto de 2014

Buscando el cielo

Foto: Marta Santos
(…) Atravesé miles de eternos océanos de fuego para llegar hasta ti… Cuando pensé que mi alma carbonizada no podría aguantar más, tu espíritu se cernió sobre las aguas crepitantes y me arrastró. Parecía un sueño. Las nubes yacían inertes en el suelo, y el sol era negro. Entonces supe que me había muerto. Gritaste sin voz, pero yo te escuché. Lloraste desolada en aquella roca partida, creyendo que nadie te oiría. Pero yo sí te escuché, amor. Los susurros que el viento arrojaba en tus oídos eran mis palabras. Sus bufidos etéreos eran mis caricias, intentando consolarte. No sé cómo no supiste verlo. ¿Acaso no sabías que en aquel lugar el viento no hablaba? ¿Es que no comprendiste que sólo podían llevarlo hasta allí las almas de los muertos? Mi alma, amor. La que no fuiste capaz de salvar. La que ahora, desde el cielo, te entrego. Mi alma, amor.
Fdo.: Etanael”

Úrsula suspiró. Dobló con sus finos y arrugados dedos el maltratado papel que ya comenzaba a amarillear, y lo guardó en el bolsillo derecho de su bata azul marino. Luego sujetó la empuñadura del oscuro bastón de madera de caoba y comenzó a caminar trabajosamente. El Parkinson que agitaba sus extremidades no era de gran ayuda. Pero el alma le temblaba más que los brazos.

Bajó la primera tanda de escaleras entre respiraciones irregulares. Al llegar al primer rellano saludó al señor Esteban, quien a sus setenta y dos años no tenía demasiadas limitaciones físicas como para estar en aquella residencia. Ni siquiera usaba bastón. El señor Esteban acompañó su saludo de un dinámico gesto con la mano derecha, acción que la anciana enferma evitó contemplar. Cuando se vive en un sótano lóbrego, un rayo de sol quema los ojos. Úrsula continuó esforzándose para llegar al comedor, bajando un escalón detrás de otro. Despacito. Uno, dos. Uno, dos. Otro. Otro más.

Su enjuto y mortificado cuerpo resonó como una caja de cartón llena de libros al estamparse contra el suelo. La sabiduría se derramó de su cabeza en forma de apagados regueros granates que se extendieron por los azulejos. No pasó demasiado tiempo hasta que las agonizantes llamas que aún flameaban lánguidas en sus ojos se extinguieran al fin. Si llegara a conservar algo de su aliento, Úrsula respiraría aliviada. Por fin estaba muerta.


Aquel funeral fue sobrio, como su vida. Carente de lágrimas, escaso en flores, limitado en expresiones de dolor. Sólo sus hijos y ella, unas caras enfrente de un féretro combatiendo en una lucha sin sentido por superarse en inmutabilidad. El viento sopló entre las hojas de los cipreses, meciéndolos entre sus poderosos brazos sin ahogarlos. El cabello de los tres descendientes de Úrsula comenzó a bailar una extraña danza a su compás, mientras los pájaros guardaban silencio. Hasta las nubes eran lúgubres ese día, vestidas de un gris oscuro estremecedor, avanzando lastimosamente por el cielo. Los presentes tenían los ojos apagados. Y en la mente, un recuerdo. Los jirones de una historia que ya nadie podría volverles a contar. La historia de alguien que se enamoró de un ángel.

lunes, 11 de agosto de 2014

Corazones rotos

Imagen: Marta Santos
Aquella mirada le dolía. Era la mirada de alguien radiante, que lleva una vida rosa y suave. Por eso mismo. No entendía cómo la felicidad podía juguetear entre sus largas pestañas después de aquel adiós que segó su alma. Se preguntaba cómo Laura podía invisibilizar su presencia con aquella naturalidad después de haber escupido sobre su nombre y atravesado su corazón con una lanza oxidada. Pero él nunca encontró la respuesta adecuada, se le escapaba al igual que el aliento que lo mantenía en pie.

Laura mientras tanto sonreía. Sonreía y paseaba con Ricardo, su nuevo novio. Cuanto más paseaba, más sonreía. Y entretanto, él se ahogaba entre tinieblas, aferrándose a antiguas promesas de amor escritas en humo. ¿A qué otra cosa podía aferrarse? Se lo había dado todo. Y ella, con frialdad aterradora, lo había envuelto en desprecio y lo había tirado al mar. Allí, en las profundidades submarinas, cubiertos por una fina capa de algas de color ocre, yacían olvidados sus amigos, su familia, su dinero, su esperanza...

Él caminó durante meses por las viejas calles de aquella sombría ciudad. Errático, enajenado, como un vagabundo solitario. Acarició a los perros sin dueño, pisó la hierba mustia... De vez en cuando, su mirada exploraba las aceras llenas de colillas, chicles pegajosos y migas de pan que le tiraban los ancianos a las palomas. Buscaba algo, aunque no sabía el qué. Sin embargo, nunca dejó de buscar. Fue por su rebelde insistencia que un día halló lo que anhelaba. En el suelo, medio oculto por una cajetilla de tabaco vacía, estaba su orgullo. Era todo lo que necesitaba para empezar otra vez de cero. Se juró a sí mismo que ninguna otra mujer volvería a destrozarle la vida, y alzó al fin su cabeza.

Logró trabajo, recuperó a su familia y a los amigos leales, e hizo otros nuevos.
Pero nunca dejó a otra mujer el espacio suficiente para hacerle daño.

Por eso nunca dejó que aquella compañera de trabajo lo amara. Nunca correspondió a sus cálidas miradas, ni a sus delicadas sonrisas. Rehuyó aquella dulzura que brotaba de su cuerpo como si de un sorbo de arsénico se tratase. Al fin y al cabo, ella era una mujer.

Por eso ella nunca fue feliz, acariciando ilusiones rotas y lanzando oraciones al viento. Sus alas habían sido quemadas mucho tiempo atrás. Ella no se fiaba de cualquiera, pero podía percibir que él era diferente. Era capaz de sentir el olor carbonizado que manaba de su espalda, por eso sabía que a él también se las habían quemado.Y por eso sabía que sólo juntos podrían curarse.

Cada tarde conversaba con la locura, diciéndole cuánto desearía abrazar su espalda deforme y besar sus monstruosas llagas. La locura era su amiga, por eso recogió su mensaje y se lo entregó al viento, para que lo susurrase en las tardes de otoño en el oído de su amado...

Puede que escuches un grito apagado en la noche lúgubre. También es posible que sientas una húmeda y fría lágrima deslizarse por tu piel. Oirás mis susurros en el viento, y entonces sabrás que era yo. Dibujando tu nombre con mi sangre una vez más. Dime, amor, ¿cómo es el tacto de lo intangible? ¿Cómo se vive flotando sobre la superficie del mar? Pruébalo. Está salado, porque es mi llanto el que te mantiene emergente sobre las aguas.
Yo soy quien te arropa al dormir para que no te enfríes.
Yo soy quien vigila tus pasos para que no tropieces.
Yo soy quien aleja el dolor para que no enfermes.
Vivo en las sombras, te espío desde la oscuridad. Siempre estoy presente, aunque no puedas verme. Cada amanecer beso tus párpados cerrados y me oculto cuando despiertas a la vida. Me avergüenza que me descubras, desnuda y culpable frente a tu lecho, por eso me disuelvo en el murmullo del viento... Pero no lo olvides: Siempre, siempre estaré a tu lado, cuidando de ti. Porque te amo.

lunes, 4 de agosto de 2014

El gusano

El gusano mordisqueaba poco a poco su hoja de lechuga. A menudo se sentía incómodo, inquieto, y algo se revolvía en su interior. No lograba discernir qué era lo que le pasaba, pero sabía que necesitaba un cambio en su vida. Estaba cansado de arrastrarse día y noche sobre la tierra y la hierba sin nada más a lo que aspirar, y cada día era como una losa que se cargaba pesadamente sobre su lomo.

Deberías recolectar granos de arroz, o pipas, o lo que sea. Si dedicases tu tiempo a aprovisionarte de comida, no tendrías tanto tiempo de perderte en pensamientos que no te llevan a ningún lado. Tu problema es la inactividad —le recomendó su amiga la hormiga. El gusano le agradeció el consejo.

Foto: Marta Santos
Sin embargo, él se sentía cómodo comiendo lechugas. No quería acumular montañas y montañas de comida que luego se pudrirían. Prefería coger de la naturaleza sólo lo que necesitaba. Y amaba perderse por sus propios paisajes mentales para poder construir su propia visión de la realidad.

A ti lo que te falta es brillar —opinó en cambio la luciérnaga—. Te entiendo, porque yo por el día soy un insecto vulgar y feo como tú. Pero por la noche me ilumino y soy la envidia de los demás insectos. Ningún otro me hace sombra. Tú eres un gusano especial, deberías encontrar la forma de brillar.

El gusano agradeció también el consejo de la luciérnaga, pero tampoco se sentía cómodo siendo el centro de atención. A él le gustaba arrastrarse libremente por donde quisiera, y percibir toda la riqueza de la naturaleza que se abría a su alrededor. Prefería ser el observador antes que ser el observado.

Vístete con bonitos colores —terció la mariquita—. Trabaja un andar refinado y no te arrastres, y conseguirás ser precioso y perfecto.

El gusano, cómo no, le dio las gracias a la mariquita por su consejo. Ella parecía feliz, al igual que parecían felices la hormiga y la luciérnaga. No obstante, su aspecto no era lo que más le preocupaba. Sabía que trabajar en él no lo aliviaría. Y aunque no quería arrastrarse, tampoco se sentía cómodo copiando los andares de la grácil mariquita. Él ansiaba volar, pero sabía que era un gusano y jamás podría hacerlo.

La pesadez en su estómago y en su alma se iba acumulando en el ánimo del gusano. Su apetito disminuía alarmantemente y los días transcurrían sin hallar una solución a su malestar. Sufría en silencio porque le daba la sensación de que nadie lo comprendía, así que comenzó a alejarse de sus amigos insectos poco a poco. Hasta que un día, llegó una mantis religiosa.

Tu actitud es indolente y vergonzosa. Te arrastras como el más ridículo de los bichos, y tu aspecto es asqueroso. Contemplar tu inmundicia me da hasta pena. Si quieres, te haré el favor te copular contigo y devorarte después. Deberías hasta agradecérmelo, porque no creo que nadie más se preste a hacerlo.

El gusano cayó en una profunda depresión. Se aisló completamente del resto de insectos y se construyó un caparazón que lo protegiese del exterior, de la saturación de ruido e insensibles opiniones de los demás. El gusano pasó días y noches en completa soledad. Quería ser él mismo y se aceptaba tal y como era. Incluso se creía capaz de llegar a ser mejor todavía.

Al otro lado del caparazón, escuchaba los comentarios que sobre él vertían los demás insectos. En ese momento comprendió más que nunca lo tangible y denso de su aislamiento.

Ese gusano es raro y antisocial — decían—. Después de lo inmundo de su carácter y aspecto, no sé cómo se permite el lujo de alejarse de nosotros, que somos los únicos que lo hemos querido a pesar de la repugnancia que suscita. En fin. Dejadlo que ya vendrá arrastrándose a nosotros, por la cuenta que le trae.

El gusano se topó de bruces con la cruel realidad: los demás insectos nunca lo habían entendido porque nunca habían tenido la pretensión de hacerlo. En realidad, sólo querían que los imitara y adulara, que reconociese que su condición de gusano era horrible y que le convendría adoptar el camino que ellos habían elegido para sus propias vidas. Querían demostrarle su superioridad, y nunca habían estado dispuestos a aceptarlo tal y como era.

La soledad, en ese entonces más que nunca, se convirtió en su mejor amiga y en su mayor aliada. Ella le mostró con claridad que no estaba mal ser un gusano, que mordisquear hojas de lechuga y observar la naturaleza eran auténticos momentos de felicidad. Comprendió entonces que la vida se esconde en los pequeños detalles, y que él, por sí mismo, podía decidir lo que quería hacer con ella.

Un día, los insectos escucharon unos ruidos extraños que provenían del caparazón del gusano. Habían pasado semanas elucubrando teorías y especulando acerca de qué era lo que pasaba por la mente del gusano, así que la inminencia de noticias nuevas sobre él produjo una gran expectación.

Allí congregados, aquellos insectos observaron lo imposible. De la crisálida surgió un maravilloso y arrebatador insecto alado, provisto de los más brillantes y espectaculares colores que hasta la fecha habían podido contemplar.

Sin mediar palabra, la recién nacida mariposa se alzó majestuosamente ante sus ojos y se alejó volando hacia las copas de los árboles.

Del gusano nunca más supieron.


Sé siempre tú mismo elevado a la máxima potencia, independientemente de lo que los demás te digan. Y piensa que cuando pisas a un gusano, pisas a una mariposa.