Foto: Marta Santos |
Muñeca
miraba al cielo estrellado de vez en cuando, con sus ojos grandes y
brillantes de color lila grisáceo. Andaba despacio, sin prisas,
disfrutando del tacto del viento frío contra su inorgánica piel.
Como todas las noches de invierno, atravesaba los barrios de la
ciudad con rumbo a ningún lugar. Si algún cuervo se posaba sobre su
hombro, ella sacaba una bolsa negra del bolsillo de su vestido blanco
de flores violetas y le ofrecía unos cuantos granos de maíz
correosos que sacaba con sus congelados y largos dedos articulados.
El cuervo los devoraba en segundos, alzando el vuelo con majestuosa
maestría y dejándole a Muñeca como regalo una o dos plumas negras,
que ella depositaba en otra bolsita que guardaba en su vestido.
Cuando llegaba a su casa, abría la bolsita con cuidado y colgaba
todas las plumas recogidas esa noche en la pared de su habitación.
Tenía ya tantas que cualquiera que la hubiese visto, diría que
aquella habitación estaba envuelta en alas de cuervo.
Esa
noche, sin embargo, ningún pájaro se había posado todavía en su
hombro. En las calles sólo reinaban silencios como cristales rotos.
Ni gatos buscando en la basura, ni gruñidos de borracho, ni aleteos
majestuosos. Era la calma absoluta. El ojo del huracán. Todos los
personajes que pudiera haber colocado en esa noche fría y tranquila,
estarían en este momento observando a Muñeca desde la distancia.
Porque el peligro, lectores míos, soplaba en su espalda. Y nadie
querría acercarse a él.
—Eres
preciosa.
La
voz de aquel hombre despreciable sonaba quebrada y desgarraba,
quemada por años de adicción al tabaco y al alcohol. Su boca de
dientes amarillos y podridos sonreía cruelmente, exhalando bocanadas
de vaho con cada expiración fatigosa. Los ojos, plagados de venas
enrojecidas, permanecían clavados en el hermoso cabello de Muñeca.
Ella
se dio la vuelta. Sus ojos lila grisáceo coincidieron con los
amasijos de venas que componían la mirada de aquel hombre.
—¿Quieres
algo?
—Te
quiero a ti.
Muñeca
sonrió. La ligera curvatura que apareció en sus labios destilaba
seguridad y elegancia, y no se parecía en absoluto a la mueca
grotesca que se suponía que era la sonrisa de su acosador.
—Sabes
que no puedes tenerme. No dependo de tu voluntad.
El
acosador ensanchó aun más su mueca, mostrando su dentadura
decadente en toda su putrefacción.
—Me
parece que sí.
Y,
como activado como un resorte, levantó la pistola que guardaba
debajo de su abrigo sucio y raído. El cañón relució a la luz de
las farolas, apuntando a la frente despejada de Muñeca.
—¿Dependes
ahora de mi voluntad, o todavía no? – pronunció insultante, con
su voz quemada.
Muñeca
no se inmutó. Tampoco sus labios dejaron de curvarse en aquella
enigmática sonrisa.
—No.
El
acosador comenzó a inquietarse. Esperaba que ella gimiera pidiendo
compasión, que sus ojos se abrieran de terror, que su frente se
perlara de gotas de sudor, o tan siquiera que gritase pidiendo
auxilio. Pero nada de eso sucedió. Muñeca seguía inmóvil frente a
él. Retándole.
—Te…
te… volaré la cabeza, maldita.
La
pistola comenzó a temblar.
—Hazlo.
El
hombre disparó.
No
vio otra alternativa, y los nervios le sobrepasaron, así que
disparó. El sonido del disparo rompió el silencio de la noche en
millones de pedazos, y una bala surgió de la pistola que
temblequeaba con la frente de Muñeca como destino. La bala rebotó
con violencia contra ésta y luego cayó al suelo, provocando un leve
tintineo al chocar contra la acerca congelada.
Muñeca
seguía sonriendo.
—¿Qué…
qué coño eres tú? – balbuceó nervioso el violador que casi se
convierte en asesino.
—Una
bala de goma no puede hacer nada contra una Muñeca de acero.
Ella
comenzó a caminar, reduciendo la escasa distancia que los separaba,
con la misma sonrisa que destilaba seguridad, aunque ahora empezaba a
tornarse un tanto siniestra.
—¿¡Qué
haces!?
El
violador que casi se convierte en asesino gimió pidiendo compasión.
Sus ojos se abrieron de terror, su frente se perló de gotas de sudor
y gritó desesperadamente pidiendo auxilio.
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