Con la tecnología de Blogger.

Creative Commons

lunes, 18 de agosto de 2014

Buscando el cielo

Foto: Marta Santos
(…) Atravesé miles de eternos océanos de fuego para llegar hasta ti… Cuando pensé que mi alma carbonizada no podría aguantar más, tu espíritu se cernió sobre las aguas crepitantes y me arrastró. Parecía un sueño. Las nubes yacían inertes en el suelo, y el sol era negro. Entonces supe que me había muerto. Gritaste sin voz, pero yo te escuché. Lloraste desolada en aquella roca partida, creyendo que nadie te oiría. Pero yo sí te escuché, amor. Los susurros que el viento arrojaba en tus oídos eran mis palabras. Sus bufidos etéreos eran mis caricias, intentando consolarte. No sé cómo no supiste verlo. ¿Acaso no sabías que en aquel lugar el viento no hablaba? ¿Es que no comprendiste que sólo podían llevarlo hasta allí las almas de los muertos? Mi alma, amor. La que no fuiste capaz de salvar. La que ahora, desde el cielo, te entrego. Mi alma, amor.
Fdo.: Etanael”

Úrsula suspiró. Dobló con sus finos y arrugados dedos el maltratado papel que ya comenzaba a amarillear, y lo guardó en el bolsillo derecho de su bata azul marino. Luego sujetó la empuñadura del oscuro bastón de madera de caoba y comenzó a caminar trabajosamente. El Parkinson que agitaba sus extremidades no era de gran ayuda. Pero el alma le temblaba más que los brazos.

Bajó la primera tanda de escaleras entre respiraciones irregulares. Al llegar al primer rellano saludó al señor Esteban, quien a sus setenta y dos años no tenía demasiadas limitaciones físicas como para estar en aquella residencia. Ni siquiera usaba bastón. El señor Esteban acompañó su saludo de un dinámico gesto con la mano derecha, acción que la anciana enferma evitó contemplar. Cuando se vive en un sótano lóbrego, un rayo de sol quema los ojos. Úrsula continuó esforzándose para llegar al comedor, bajando un escalón detrás de otro. Despacito. Uno, dos. Uno, dos. Otro. Otro más.

Su enjuto y mortificado cuerpo resonó como una caja de cartón llena de libros al estamparse contra el suelo. La sabiduría se derramó de su cabeza en forma de apagados regueros granates que se extendieron por los azulejos. No pasó demasiado tiempo hasta que las agonizantes llamas que aún flameaban lánguidas en sus ojos se extinguieran al fin. Si llegara a conservar algo de su aliento, Úrsula respiraría aliviada. Por fin estaba muerta.


Aquel funeral fue sobrio, como su vida. Carente de lágrimas, escaso en flores, limitado en expresiones de dolor. Sólo sus hijos y ella, unas caras enfrente de un féretro combatiendo en una lucha sin sentido por superarse en inmutabilidad. El viento sopló entre las hojas de los cipreses, meciéndolos entre sus poderosos brazos sin ahogarlos. El cabello de los tres descendientes de Úrsula comenzó a bailar una extraña danza a su compás, mientras los pájaros guardaban silencio. Hasta las nubes eran lúgubres ese día, vestidas de un gris oscuro estremecedor, avanzando lastimosamente por el cielo. Los presentes tenían los ojos apagados. Y en la mente, un recuerdo. Los jirones de una historia que ya nadie podría volverles a contar. La historia de alguien que se enamoró de un ángel.

lunes, 11 de agosto de 2014

Corazones rotos

Imagen: Marta Santos
Aquella mirada le dolía. Era la mirada de alguien radiante, que lleva una vida rosa y suave. Por eso mismo. No entendía cómo la felicidad podía juguetear entre sus largas pestañas después de aquel adiós que segó su alma. Se preguntaba cómo Laura podía invisibilizar su presencia con aquella naturalidad después de haber escupido sobre su nombre y atravesado su corazón con una lanza oxidada. Pero él nunca encontró la respuesta adecuada, se le escapaba al igual que el aliento que lo mantenía en pie.

Laura mientras tanto sonreía. Sonreía y paseaba con Ricardo, su nuevo novio. Cuanto más paseaba, más sonreía. Y entretanto, él se ahogaba entre tinieblas, aferrándose a antiguas promesas de amor escritas en humo. ¿A qué otra cosa podía aferrarse? Se lo había dado todo. Y ella, con frialdad aterradora, lo había envuelto en desprecio y lo había tirado al mar. Allí, en las profundidades submarinas, cubiertos por una fina capa de algas de color ocre, yacían olvidados sus amigos, su familia, su dinero, su esperanza...

Él caminó durante meses por las viejas calles de aquella sombría ciudad. Errático, enajenado, como un vagabundo solitario. Acarició a los perros sin dueño, pisó la hierba mustia... De vez en cuando, su mirada exploraba las aceras llenas de colillas, chicles pegajosos y migas de pan que le tiraban los ancianos a las palomas. Buscaba algo, aunque no sabía el qué. Sin embargo, nunca dejó de buscar. Fue por su rebelde insistencia que un día halló lo que anhelaba. En el suelo, medio oculto por una cajetilla de tabaco vacía, estaba su orgullo. Era todo lo que necesitaba para empezar otra vez de cero. Se juró a sí mismo que ninguna otra mujer volvería a destrozarle la vida, y alzó al fin su cabeza.

Logró trabajo, recuperó a su familia y a los amigos leales, e hizo otros nuevos.
Pero nunca dejó a otra mujer el espacio suficiente para hacerle daño.

Por eso nunca dejó que aquella compañera de trabajo lo amara. Nunca correspondió a sus cálidas miradas, ni a sus delicadas sonrisas. Rehuyó aquella dulzura que brotaba de su cuerpo como si de un sorbo de arsénico se tratase. Al fin y al cabo, ella era una mujer.

Por eso ella nunca fue feliz, acariciando ilusiones rotas y lanzando oraciones al viento. Sus alas habían sido quemadas mucho tiempo atrás. Ella no se fiaba de cualquiera, pero podía percibir que él era diferente. Era capaz de sentir el olor carbonizado que manaba de su espalda, por eso sabía que a él también se las habían quemado.Y por eso sabía que sólo juntos podrían curarse.

Cada tarde conversaba con la locura, diciéndole cuánto desearía abrazar su espalda deforme y besar sus monstruosas llagas. La locura era su amiga, por eso recogió su mensaje y se lo entregó al viento, para que lo susurrase en las tardes de otoño en el oído de su amado...

Puede que escuches un grito apagado en la noche lúgubre. También es posible que sientas una húmeda y fría lágrima deslizarse por tu piel. Oirás mis susurros en el viento, y entonces sabrás que era yo. Dibujando tu nombre con mi sangre una vez más. Dime, amor, ¿cómo es el tacto de lo intangible? ¿Cómo se vive flotando sobre la superficie del mar? Pruébalo. Está salado, porque es mi llanto el que te mantiene emergente sobre las aguas.
Yo soy quien te arropa al dormir para que no te enfríes.
Yo soy quien vigila tus pasos para que no tropieces.
Yo soy quien aleja el dolor para que no enfermes.
Vivo en las sombras, te espío desde la oscuridad. Siempre estoy presente, aunque no puedas verme. Cada amanecer beso tus párpados cerrados y me oculto cuando despiertas a la vida. Me avergüenza que me descubras, desnuda y culpable frente a tu lecho, por eso me disuelvo en el murmullo del viento... Pero no lo olvides: Siempre, siempre estaré a tu lado, cuidando de ti. Porque te amo.

lunes, 4 de agosto de 2014

El gusano

El gusano mordisqueaba poco a poco su hoja de lechuga. A menudo se sentía incómodo, inquieto, y algo se revolvía en su interior. No lograba discernir qué era lo que le pasaba, pero sabía que necesitaba un cambio en su vida. Estaba cansado de arrastrarse día y noche sobre la tierra y la hierba sin nada más a lo que aspirar, y cada día era como una losa que se cargaba pesadamente sobre su lomo.

Deberías recolectar granos de arroz, o pipas, o lo que sea. Si dedicases tu tiempo a aprovisionarte de comida, no tendrías tanto tiempo de perderte en pensamientos que no te llevan a ningún lado. Tu problema es la inactividad —le recomendó su amiga la hormiga. El gusano le agradeció el consejo.

Foto: Marta Santos
Sin embargo, él se sentía cómodo comiendo lechugas. No quería acumular montañas y montañas de comida que luego se pudrirían. Prefería coger de la naturaleza sólo lo que necesitaba. Y amaba perderse por sus propios paisajes mentales para poder construir su propia visión de la realidad.

A ti lo que te falta es brillar —opinó en cambio la luciérnaga—. Te entiendo, porque yo por el día soy un insecto vulgar y feo como tú. Pero por la noche me ilumino y soy la envidia de los demás insectos. Ningún otro me hace sombra. Tú eres un gusano especial, deberías encontrar la forma de brillar.

El gusano agradeció también el consejo de la luciérnaga, pero tampoco se sentía cómodo siendo el centro de atención. A él le gustaba arrastrarse libremente por donde quisiera, y percibir toda la riqueza de la naturaleza que se abría a su alrededor. Prefería ser el observador antes que ser el observado.

Vístete con bonitos colores —terció la mariquita—. Trabaja un andar refinado y no te arrastres, y conseguirás ser precioso y perfecto.

El gusano, cómo no, le dio las gracias a la mariquita por su consejo. Ella parecía feliz, al igual que parecían felices la hormiga y la luciérnaga. No obstante, su aspecto no era lo que más le preocupaba. Sabía que trabajar en él no lo aliviaría. Y aunque no quería arrastrarse, tampoco se sentía cómodo copiando los andares de la grácil mariquita. Él ansiaba volar, pero sabía que era un gusano y jamás podría hacerlo.

La pesadez en su estómago y en su alma se iba acumulando en el ánimo del gusano. Su apetito disminuía alarmantemente y los días transcurrían sin hallar una solución a su malestar. Sufría en silencio porque le daba la sensación de que nadie lo comprendía, así que comenzó a alejarse de sus amigos insectos poco a poco. Hasta que un día, llegó una mantis religiosa.

Tu actitud es indolente y vergonzosa. Te arrastras como el más ridículo de los bichos, y tu aspecto es asqueroso. Contemplar tu inmundicia me da hasta pena. Si quieres, te haré el favor te copular contigo y devorarte después. Deberías hasta agradecérmelo, porque no creo que nadie más se preste a hacerlo.

El gusano cayó en una profunda depresión. Se aisló completamente del resto de insectos y se construyó un caparazón que lo protegiese del exterior, de la saturación de ruido e insensibles opiniones de los demás. El gusano pasó días y noches en completa soledad. Quería ser él mismo y se aceptaba tal y como era. Incluso se creía capaz de llegar a ser mejor todavía.

Al otro lado del caparazón, escuchaba los comentarios que sobre él vertían los demás insectos. En ese momento comprendió más que nunca lo tangible y denso de su aislamiento.

Ese gusano es raro y antisocial — decían—. Después de lo inmundo de su carácter y aspecto, no sé cómo se permite el lujo de alejarse de nosotros, que somos los únicos que lo hemos querido a pesar de la repugnancia que suscita. En fin. Dejadlo que ya vendrá arrastrándose a nosotros, por la cuenta que le trae.

El gusano se topó de bruces con la cruel realidad: los demás insectos nunca lo habían entendido porque nunca habían tenido la pretensión de hacerlo. En realidad, sólo querían que los imitara y adulara, que reconociese que su condición de gusano era horrible y que le convendría adoptar el camino que ellos habían elegido para sus propias vidas. Querían demostrarle su superioridad, y nunca habían estado dispuestos a aceptarlo tal y como era.

La soledad, en ese entonces más que nunca, se convirtió en su mejor amiga y en su mayor aliada. Ella le mostró con claridad que no estaba mal ser un gusano, que mordisquear hojas de lechuga y observar la naturaleza eran auténticos momentos de felicidad. Comprendió entonces que la vida se esconde en los pequeños detalles, y que él, por sí mismo, podía decidir lo que quería hacer con ella.

Un día, los insectos escucharon unos ruidos extraños que provenían del caparazón del gusano. Habían pasado semanas elucubrando teorías y especulando acerca de qué era lo que pasaba por la mente del gusano, así que la inminencia de noticias nuevas sobre él produjo una gran expectación.

Allí congregados, aquellos insectos observaron lo imposible. De la crisálida surgió un maravilloso y arrebatador insecto alado, provisto de los más brillantes y espectaculares colores que hasta la fecha habían podido contemplar.

Sin mediar palabra, la recién nacida mariposa se alzó majestuosamente ante sus ojos y se alejó volando hacia las copas de los árboles.

Del gusano nunca más supieron.


Sé siempre tú mismo elevado a la máxima potencia, independientemente de lo que los demás te digan. Y piensa que cuando pisas a un gusano, pisas a una mariposa.

Template by:
Free Blog Templates