Foto: Marta Santos |
Fdo.:
Etanael”
Úrsula
suspiró. Dobló con sus finos y arrugados dedos el maltratado papel
que ya comenzaba a amarillear, y lo guardó en el bolsillo derecho de
su bata azul marino. Luego sujetó la empuñadura del oscuro bastón
de madera de caoba y comenzó a caminar trabajosamente. El Parkinson
que agitaba sus extremidades no era de gran ayuda. Pero el alma le
temblaba más que los brazos.
Bajó
la primera tanda de escaleras entre respiraciones irregulares. Al
llegar al primer rellano saludó al señor Esteban, quien a sus
setenta y dos años no tenía demasiadas limitaciones físicas como
para estar en aquella residencia. Ni siquiera usaba bastón. El señor
Esteban acompañó su saludo de un dinámico gesto con la mano
derecha, acción que la anciana enferma evitó contemplar. Cuando se
vive en un sótano lóbrego, un rayo de sol quema los ojos. Úrsula
continuó esforzándose para llegar al comedor, bajando un escalón
detrás de otro. Despacito. Uno, dos. Uno, dos. Otro. Otro más.
Su
enjuto y mortificado cuerpo resonó como una caja de cartón llena de
libros al estamparse contra el suelo. La sabiduría se derramó de su
cabeza en forma de apagados regueros granates que se extendieron por
los azulejos. No pasó demasiado tiempo hasta que las agonizantes
llamas que aún flameaban lánguidas en sus ojos se extinguieran al
fin. Si llegara a conservar algo de su aliento, Úrsula respiraría
aliviada. Por fin estaba muerta.
Aquel
funeral fue sobrio, como su vida. Carente de lágrimas, escaso en
flores, limitado en expresiones de dolor. Sólo sus hijos y ella,
unas caras enfrente de un féretro combatiendo en una lucha sin
sentido por superarse en inmutabilidad. El viento sopló entre las
hojas de los cipreses, meciéndolos entre sus poderosos brazos sin
ahogarlos. El cabello de los tres descendientes de Úrsula comenzó a
bailar una extraña danza a su compás, mientras los pájaros
guardaban silencio. Hasta las nubes eran lúgubres ese día, vestidas
de un gris oscuro estremecedor, avanzando lastimosamente por el
cielo. Los presentes tenían los ojos apagados. Y en la mente, un
recuerdo. Los jirones de una historia que ya nadie podría volverles
a contar. La historia de alguien que se enamoró de un ángel.
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