Él
respondió con un nervioso silencio, entremezclando las yemas de sus
propios dedos. Su mirada caía en picado, apagada.
—Te
estás encadenando cada vez más al dolor, y ni siquiera te das
cuenta. Sabes que sólo un milagro podrá salvarte, y rezas cada
noche para que suceda, y escribes oraciones en silencio cada
madrugada, y te postras con lágrimas en los ojos ante santos en los
que ni siquiera crees. Y has venido a buscarme, pensando que yo
quizás pudiese ayudarte. Pero no puedo, Calixto – sentenció la
mujer de ojos parpadeantes, saboreando su nombre entre los dientes—.
Ahora es demasiado tarde. La muerte está demasiado cerca.
—Nunca
he creído en supersticiones baratas –habló el chico de pronto,
deshaciendo las telas de araña que comenzaban a tapiar su boca—.
La muerte aún está lejos. La luna aún está en cuarto creciente
para mí.
—¿Ah
sí? –Más que irónica, la voz de Teodora sonaba cansada—.
Esperaba que dijeras algo así. Y espero que sepas lo que estás
diciendo. La muerte no necesita que creas en ella para hacerte daño.
Calixto
se levantó de su silla, arrastrándola con un ruido atronador. De
pronto, parecía que la conversación ya no era tan íntima como
antes. Aunque las velas siguiesen susurrando su luz. Aunque la noche
continuase dibujando sombras.
—Soy
demasiado joven. Y fuerte. –El chico hizo una pausa, acordándose
de Toribio—. Y no soy como él.
—Sabes
que él decía lo mismo –afirmó la mujer que saboreaba nombres.
—Lo
sé.
—Pues
entonces sólo me queda recordarte que, hace dos semanas, él dormía
en tu cama…
—… y
ahora duerme con la tierra y los gusanos. Eso también lo sé
–replicó Calixto, altanero—. Pero si fuera así, no tendría por
qué regresar y besarme con sus gélidos labios cada noche. A veces
consigue que me asuste.
El
chico estaba ofendido. La mujer era compasiva. No pudo menos que
suspirar sus palabras:
—Sigue
teniendo miedo. Y sigue estando solo.
Calixto
exhaló aire con fuerza, apagando la luz de los ojos de Teodora. No
era un muchacho indulgente. La impaciencia se comía sus buenas
intenciones como las venas se comían la suave piel de las manos de
la mujer.
—No
tengo por qué aguantarlo, no voy a sufrir su suerte. Así que espero
que me libres de su incómoda presencia. Me da igual que sea tu
hermano.
Teodora
cerró los ojos, agotada. Empezaba a cansarse de las sombras.
Necesitaba tiempo para ella misma. Necesitaba respirar.
—Está
bien –murmuró.
0 comentarios:
Publicar un comentario