Foto: Marta Santos |
Lo
que verdaderamente inquietaba a Elena eran los cientos de ojos sin
vida que la observaban desde sus polvorientas cabezas de plástico.
Había demasiados maniquíes sin sábanas, desprotegidos ante el
desgaste y el ostracismo. Una marea de humanoides inanimados que le
azotaba en plena cara con su despecho. —¿Por qué nos han
abandonado?— parecían repetir. Estaban débiles, ajados, pero aun
así conservaban una fuerza reservada durante décadas para reclamar,
gritando en silencio, los motivos de su entierro en aquel gran
sarcófago de paredes pintadas en color ocre.
Sus
miradas herían. Elena no sabía cómo defenderse de su ataque.
Tampoco quería hacerles daño, ni huir atropelladamente de aquel
sitio para cerrar la puerta y dejarles solos durante otros cuarenta
años más. Comprendía su desaliento, su indefensión, sus reproches
lastimeros. Ellos sólo querían volver a estar entre los vivos, ser
vestidos y cuidados, sentirse especiales. De algún modo, su
situación no le era ajena. Ella también había vivido algo parecido
alguna vez.
Por
eso, se armó de valor y deslizó su mano suavemente por el rostro
inerte que estaba más cercano a ella. Acariciándolo, tal vez. El
maniquí no se resistió. Muy al contrario, parecía palpitar al
ritmo de las venas de Elena. Estaba vivo, necesitaba ser salvado, y
en ese momento se hizo más evidente que nunca. Puede que fuera una
ilusión, pero a la chica le pareció que sus ojos parpadearon para
confirmárselo. Entonces no lo dudó. Elena rebuscó en su bolso en
busca de un pañuelo, apartando el móvil, el mp3, las llaves…
Cuando al fin lo encontró, frotó la suave superficie de tela por
encima de su humanoide de plástico. Poco a poco, la nube de polvo
que iba levantando al hacerlo se fue precipitando hacia el suelo,
como una fina lluvia primaveral.
En
apenas diez minutos, estuvo listo. Su amante relucía como si ayer
mismo hubiese salido de la fábrica. Elena, antes de llevárselo a
hombros, echó un último vistazo al desolado cementerio de
maniquíes, inquieto entre tinieblas invisibles para un ser humano.
–Volveré a por vosotros, tarde o temprano— les dijo con la
mirada. Ellos parecieron comprender, pues no presentaron oposición
alguna. Sabían que las resurrecciones colectivas llevaban tiempo, y
eso a ellos les sobraba. A fin de cuentas, alguien que no tiene vida
no puede morir.
La
chica atravesó la gran puerta de madera de caoba minuciosamente
decorada. Depositó a su maniquí en el suelo y empleó gran parte de
su fuerza en cerrar aquel portal a otro mundo. Entre los lastimeros
chirridos de sus bisagras, la puerta fue sellada. Aunque no sería
por mucho tiempo.
Los
padres de Elena surgieron al poco rato de entre los pasillos de
aquella gran mansión. Ambos tenían la mirada extraviada. El padre
acarreaba tres bolsas de plástico repletas de objetos diversos sin
identificar, y su madre, además de una gran mochila a la espalda,
portaba un viejo álbum de fotos en el regazo. Al pasar a su lado, su
padre pareció volver a la realidad.
—Nos
vamos, cariño.
Ella
se unió a su paso cuasi imperceptible, formando así una improvisada
procesión de cuatro. El maniquí, alojado en los brazos de Elena,
respiró por primera vez en mucho tiempo.
—¿Volveremos
pronto? – inquirió la chica, rompiendo con tijeras un silencio de
papel.
—Claro.
Tenemos que terminar de recoger las cosas de tu abuela— sonrió
melancólica su madre—. Por cierto, ¿lo que llevas ahí es un
maniquí de los de la tienda vieja?
Elena
le dedicó una penetrante mirada de hielo.
—No.
Es mi novio.
La
madre se asustó. En aquel momento, le dio la impresión de que los
inertes ojos del muñeco habían parpadeado.
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