Imagen: Marta Santos |
Laura mientras tanto
sonreía. Sonreía y paseaba con Ricardo, su nuevo novio. Cuanto más
paseaba, más sonreía. Y entretanto, él se ahogaba entre tinieblas,
aferrándose a antiguas promesas de amor escritas en humo. ¿A qué
otra cosa podía aferrarse? Se lo había dado todo. Y ella, con
frialdad aterradora, lo había envuelto en desprecio y lo había
tirado al mar. Allí, en las profundidades submarinas, cubiertos por
una fina capa de algas de color ocre, yacían olvidados sus amigos,
su familia, su dinero, su esperanza...
Él caminó durante meses
por las viejas calles de aquella sombría ciudad. Errático,
enajenado, como un vagabundo solitario. Acarició a los perros sin
dueño, pisó la hierba mustia... De vez en cuando, su mirada
exploraba las aceras llenas de colillas, chicles pegajosos y migas de
pan que le tiraban los ancianos a las palomas. Buscaba algo, aunque
no sabía el qué. Sin embargo, nunca dejó de buscar. Fue por su
rebelde insistencia que un día halló lo que anhelaba. En el suelo,
medio oculto por una cajetilla de tabaco vacía, estaba su orgullo.
Era todo lo que necesitaba para empezar otra vez de cero. Se juró a
sí mismo que ninguna otra mujer volvería a destrozarle la vida, y
alzó al fin su cabeza.
Logró trabajo, recuperó a
su familia y a los amigos leales, e hizo otros nuevos.
Pero nunca dejó a otra
mujer el espacio suficiente para hacerle daño.
Por eso nunca dejó que
aquella compañera de trabajo lo amara. Nunca correspondió a sus
cálidas miradas, ni a sus delicadas sonrisas. Rehuyó aquella
dulzura que brotaba de su cuerpo como si de un sorbo de arsénico se
tratase. Al fin y al cabo, ella era una mujer.
Por eso ella nunca fue
feliz, acariciando ilusiones rotas y lanzando oraciones al viento.
Sus alas habían sido quemadas mucho tiempo atrás. Ella no se fiaba
de cualquiera, pero podía percibir que él era diferente. Era capaz
de sentir el olor carbonizado que manaba de su espalda, por eso sabía
que a él también se las habían quemado.Y por eso sabía que sólo
juntos podrían curarse.
Cada tarde conversaba con la
locura, diciéndole cuánto desearía abrazar su espalda deforme y
besar sus monstruosas llagas. La locura era su amiga, por eso recogió
su mensaje y se lo entregó al viento, para que lo susurrase en las
tardes de otoño en el oído de su amado...
Puede
que escuches un grito apagado en la noche lúgubre. También es
posible que sientas una húmeda y fría lágrima deslizarse por tu
piel. Oirás mis susurros en el viento, y entonces sabrás que era
yo. Dibujando tu nombre con mi sangre una vez más. Dime, amor, ¿cómo
es el tacto de lo intangible? ¿Cómo se vive flotando sobre la
superficie del mar? Pruébalo. Está salado, porque es mi llanto el
que te mantiene emergente sobre las aguas.
Yo
soy quien te arropa al dormir para que no te enfríes.
Yo
soy quien vigila tus pasos para que no tropieces.
Yo
soy quien aleja el dolor para que no enfermes.
Vivo
en las sombras, te espío desde la oscuridad. Siempre estoy presente,
aunque no puedas verme. Cada amanecer beso tus párpados cerrados y
me oculto cuando despiertas a la vida. Me avergüenza que me
descubras, desnuda y culpable frente a tu lecho, por eso me disuelvo
en el murmullo del viento... Pero no lo olvides: Siempre, siempre
estaré a tu lado, cuidando de ti. Porque te amo.
0 comentarios:
Publicar un comentario