Imagen: Marta Santos |
Saraiba
concentraba su congelada mirada en la luna mientras acariciaba a
aquel pájaro extraño y cálido, y se preguntaba qué habría sido
de la belleza del universo. Si la luna se la habría robado toda.
Porque lo cierto era que, cuando se despertaba, la belleza nunca
estaba allí. Parecía como si los rayos del sol la quemasen por la
mañana, al entrar por la ventana. Sólo cuando los cuerpos de los
humanos desaparecían arropados en sus camas, lograba vislumbrar un
poco de lo eterno del universo. El brillo parpadeante que flotaba en
los ojos del pájaro aparecía de entre la oscuridad para protegerla,
y se quedaba con ella todo el tiempo que hiciera falta. Hasta que
dejase de necesitar la presencia de la luna. Hasta que la oscuridad
que siempre reinaba en el corazón de la melancólica Saraiba fuese
lo suficientemente limpia y pura como para acompañarla a dormir.
Ella
sabía que había algo de cruel en la luna, aunque nunca se atrevió
a culparla directamente. A veces, cuando cerraba la puerta de cristal
que separaba su casa de la dictadura de la oscuridad, Saraiba la
maldecía en voz muy baja. Sólo podía hacerlo de espaldas a su
imagen, porque la luna es demasiado bella como para despreciarla. La
luna te absorbe. La luna te obsesiona. La luna se adueña de toda tu
alma y no te deja pensar. Porque sólo ella brilla salvajemente en el
medio del abismo celeste durante las noches lúgubres. Porque sólo
ella puede provocar un eclipse de sol. Porque sólo ella es capaz de
subyugar a los lobos y pasearse insultantemente preciosa por el
cielo, mientras por su cara oculta fluyen las lágrimas que siempre
han estado llorando.
En
cierto modo, Saraiba tenía lástima de ella. Robar toda la belleza
del universo no le había servido de nada. La Luna seguía estando
triste.
Por
eso le hacía compañía.
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