Foto: Marta Santos |
Inma lleva horas en la misma
posición, ya casi se ha convertido en una estatua humana. No es más
que una parte del decorado, una pieza del paisaje. Sabe que su
inmovilismo es feroz, y le hace daño por dentro. Pero nadie
aceptaría que se pusiera de pie en el banco. No obstante, le
gustaría hacerlo. Una sonrisa emerge de sus labios con tan sólo
pensar en los rostros que pondrían, al verla de pie, aquellas otras
piezas del paisaje que terminan de pasear a su perro, de hacer
footing o de besarse con su pareja.
Serían sólo unos minutos.
Erguirse, sacudirse el polvo y apoyar el pie en el banco. El pie
derecho. Luego vendría el izquierdo, y ya habría acabado. Inma de
pie sobre un banco del parque. Lo recorrería de un lado a otro, y se
sentiría viva. Palparía esa emocionante sensación que supone el
hallarse por encima de las cabezas de los demás. Observar desde
arriba la raya en blanco de la que les nace el pelo, interpretar las
ideas invisibles que se les caen al pasar. Ser ella quien mira al
mundo, no el mundo quien la mira a ella.
Pero no es así. Inma no
está de pie en el banco. Continúa sentada, como ha estado siempre.
Como han estado muchos otros antes que ella. Como se supone que se
debe de estar. Nada especial. Sólo una pieza más del decorado; una
parte del paisaje.
La noche ya ha caído, y los
árboles susurran. Hoy parece que lo hacen más fuerte que nunca,
quizás tratando de silenciar el llanto de la luna.
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