Imagen: Marta Santos |
—No llores, preciosa
chiquilla. Tus plegarias ha mucho tiempo que fueron escuchadas. Sólo
es cuestión del destino que se te conceda lo que has pedido.
—¿Y, cómo es el destino?
— sollozó Kalmir.
—Él es justo, y bueno.
Siempre endulza el corazón de las personas para que éste sea capaz
de alcanzar la felicidad. Pero, en ocasiones, algunas almas se quedan
atrapadas en las tormentas huracanadas—. Hizo una pausa silenciosa,
la aflicción empañaba su suave rostro—. El destino contra eso no
puede hacer nada.
—¿Y a mí, podrá
ayudarme? — interrogó la chica, todavía en cuclillas, sujetándole
un extremo del solemne abrigo negro.
—Yo no tengo la respuesta.
Cambiar la naturaleza es un acto de profanación contra Dios. Sólo
puede hacerse bajo una causa sobradamente justificada.
—¡Y la hay! — se
desesperó Kalmir—. Selene me odia. Ya no puedo seguir portando su
pesado manto plateado. Quiero dejar de brillar en el firmamento.
Quiero ser humana.
—Eso no depende de mí,
hija de la luna—. El hombre comenzó a alejarse, marcando la nieve
con delicadas pisadas.
—¡Espera! — gritó la
muchacha. Él se volvió. Su rostro comenzaba a desprender una luz
cegadora, y su cuerpo se mimetizaba cada vez más con el manto blanco
y gélido que cubría el suelo.
—Dime, hermosa dama.
—Cuando sea humana, ¿podré
entonces amar a los ángeles?
Él exhaló una cálida y
envolvente sonrisa.
—No lo sé, mi vida, no lo
sé.
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