Ilustración: Marta Santos |
Es la vida que nunca llegará
a latir, el hijo de la inexistencia. Ha sido creado, pero no nacerá
nunca. Los ojos invisibles de las estrellas lo contemplan a través
del velo de la noche. Contienen la respiración, como si quisieran
acompañarlo en sus últimos estertores. La sinrazón ha vuelto a
vencer. “No puede existir aquello que nunca ha sido amado”, se
escucha tras los árboles del bosque. Parece que hay alguien que se
ríe amargamente, mientras la lluvia termina de acariciar las hojas
muertas de los caminos.
Cuando salga el sol, todo
volverá a empezar. Un embrión surgirá otra vez del fango, y nadie
se inclinará para acunarlo. Resortes mecánicos funcionarán durante
algunos minutos para luego callarse con los últimos bostezos del
sol. Es como si las personas no tuvieran sentimientos. Es como si
fueran sólo sombras, siluetas que vienen y van por las calles y
senderos, afanadas como hormigas en quehaceres tan intrascendentales
como cortas son sus vidas. Es como si las personas no fueran humanas.
¿Habrá alguien en este
mundo que lo sea?
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