Lo
que la mente piensa, el corazón lo transmite
*Expresión
tradicional en Japón, que expresa la capacidad para saber leer el
alma de un individuo
Imagen: Marta Santos |
“Todas las historias han sido
escritas ya en algún lugar. Solo hay que concentrarse, dejar que lleguen. Tu
mente solo es un obstáculo, y aun así, sigues pensando que para encontrar la
historia perfecta necesitas usarla. A menudo, para evitar algo, acabamos
provocando acontecimientos que nos llevan a que suceda”.
Esto dijo aquella musa, y luego
se retiró.
Era frecuente que me visitara.
Ella siempre estaba ahí, susurrándome lo que debía escribir. Yo nunca pensaba
las cosas, pero al final, todas las frases, tramas, personajes y situaciones
acababan tomando un rumbo sorprendente. La coherencia del texto resultante
parecía imposible de conseguir sin premeditación; y sin embargo, así era.
Por eso me sentía tan extraña
cuando leía mis propias historias. Sabía que no eran mías. Salían de algún
lugar de mí que no estaba presente siempre. Era un lugar muy profundo. Parecía
una pescadora que iba en su barco un día de tormenta y que sacaba peces del
fondo del lago, de un lugar que nunca conocía el viento ni la tempestad.
En ese lugar no existía el bien
ni el mal. Las cosas simplemente eran, y fluían. Ahora eran de una manera; más
tarde se convertían en otra. Juzgarlas implicaba resistencia, detener el ritmo,
internarse por los caminos complicados que siempre construye el ego.
“Qué dirán, qué pensarán cuando
lean esto. ¿Les gustará? ¿Lo verán?”
Cuando lograba olvidarme de
estas preguntas y todo me daba igual, los textos crecían como plantas en
primavera. Abrían sus hojas, alargaban su tallo, buscaban el sol y acababan
desplegando sus flores. Pero en un descuido, en un caprichoso descuido, podían
volver a replegarse sobre sí mismos y meterse bajo tierra. Por eso había que
vigilar los pensamientos.
No, escribir no era complicado.
Lo complicado comenzaba cuando pensaba más allá. Si me centraba en las teclas,
ellas fluían solas. Era la simplicidad y la autenticidad máxima. Cuando el
ordenador se convertía en una prolongación de mi cuerpo y conseguía fundirme
con él para que reflejara con exactitud lo que yo era.
Desnudaba mi mente, mis
complejos, pero no me importaba. Deseaba que alguien me conociera, aunque sabía
que era complicado. Si alguien llegaba a leerme, solo acertaría a descifrar su
propia alma. Me interpretaría con el lenguaje de su realidad, no con el
lenguaje de la mía. Si alguien adora a una figura ensangrentada y clavada en
una cruz en España, se considerará normal. En un país musulmán lo considerarán
idolatría. Y también hay personas que considerarán tarado a cualquiera de los
dos.
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