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Ilustración: Marta Santos |
—Siempre llevo el sol aquí, en
este remolque, por si hace falta alumbrar —aseveró la niña con rotundidad. Su
mirada hablaba con el suelo. Era como si yo no estuviese a su lado.
—¿Y si se apaga? —susurré,
intentando ser amable.
—No seas ingenua. También llevo
cerillas para volverlo a encender.
Me callé. Aquella verdad era
incuestionable, no había nada más que decir. Entonces levanté mi cuerpo y
observé que la hierba había teñido de verde mi vestido. Suspiré, resignada.
Vivir lavando manchas comenzaba a cansarme.
Paseé durante un rato con
pasitos cortos, observándola. Su vestido blanco parecía volverse rosa con cada
soplo de viento; pero solo era una impresión mía. De lo que estaba segura era
que su cuerpo era pequeño y que se hallaba sentado en la orilla de aquel lago,
sosteniendo con los dedos una fina
cuerda que terminaba en un cajón de plástico con ruedas. Allí no había ningún
sol, pero no sería yo quien lo negase. Era bonito imaginarlo.
De repente, ella se levantó.
—Tengo que irme. Mamá me espera.
La pregunta bombardeó mi cabeza
otra vez. La contención y las ganas de hablar volvieron a luchar dentro de mi
cráneo, en la épica y eterna batalla que se vuelve a librar cada día ante cada
situación. Esta vez ganaron las ganas de hablar.
—¿Conoces al Principito?
Ella no dudó.
—Pues claro. Y a su rosa
también. Pero ahora no puedo contártelo, me tengo que marchar.
Aquella afirmación no podía
quedarse ahí. Necesitaba más. Así que me aferré a su cajón de plástico vacío.
—Espera, por favor. Solo una
cosa.
—¡Mi madre me espera!
—Sólo… Solo dime si es verdad
que vive entre las estrellas.
Ella sonrió, y le dio un tirón
a su cajón de plástico para soltarlo de mis manos.
— ¿Acaso no vivo yo allí
también?
—Pero el Principito… A lo mejor
podía haber muerto. Se quedó en el desierto de noche, solo, con una serpiente,
y luego desapareció.
Esta vez le provoqué una sonora
carcajada.
— ¡Qué cosas tienes! ¿Cómo iba
a morir? Nadie se muere de verdad. Esto sólo es un juego.
Dicho esto, levantó el cajón de
plástico del suelo y lo sostuvo entre sus brazos. Comenzó a caminar hacia el
bosque arropándolo como a un niño pequeño. Poco a poco, desapareció entre los
árboles. Cuando se fue, todo quedó un poco más oscuro.
Entonces comprobé que tenía
razón. En el cajón había un sol, pero yo no lo veía.
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