Foto: Marta Santos |
Llovía
como si nunca fuera a haber un final. Era una lluvia densa, fuerte;
casi una cortina de agua. La mayoría de los habitantes del pueblo
observaban el espectáculo resguardados bajo los soportales de la
plaza, pero él no. Él quería verlo de cerca. No le importaba que
aquella cascada celestial lo calara hasta las entrañas.
Dio
un paso al frente, y se acercó más. El agua fluía a borbotones por
su pelo, escurriéndose por las puntas y empapándole la espalda por
completo. Todo el mundo lo miraba, pero a él no le importaba
demasiado. Tenía el rostro tan mojado que era imposible distinguir
la lluvia de sus lágrimas. Su expresión era imperturbable y,
francamente, era muy difícil darse cuenta de que estaba llorando.
Más bien era imposible, porque casi no había signos de vida en
aquel rostro pétreo: tan sólo unos ojos fríos y abiertos que
miraban fijamente al piano que se deshacía en el medio de la plaza.
Era
un piano de cola precioso. Se diría que solamente el sonido que
producían sus teclas era capaz de superar la elegancia de su
aspecto. Sin embargo, la gente sonreía mientras éste se derretía
como mantequilla bajo el repiqueteo de las gotas de lluvia. Éstas lo
herían y lo destrozaban, tiñendo de gris todas sus teclas y
deshaciéndolo con su insistencia como si fuera un cartón mojado. La
gente lo miraba con curiosidad, con morbo. Aquello les divertía. Las
ejecuciones públicas siempre han mantenido al pueblo contento. El
alcalde lo sabía, por eso asentía complacido, mientras el piano se
desmoronaba por completo bajo la fuerza destructora de la lluvia.
Sólo
él lloraba por el gran piano de cola, con la mirada fija y
contrariada. Aquel instrumento era su
vida, y con su muerte también moría él; o mejor dicho, su alma. Su
cuerpo permanecía en pie, inmóvil y empapado, con la impotencia de
quien contempla su propio suicidio.
Aquel
pueblo era triste. Aquel pueblo era gris. Nadie hablaba en
Villasilencio, sus calles siempre estaban mudas. La melodía que
aquel instrumento cantaba bajo sus dedos era lo único que le
confirmaba que estaba vivo en las largas mañanas, las largas tardes.
Las largas noches. Ahora ya siempre sería invierno. Aquellos finos y
largos dedos lo sabían muy bien, por eso se contraían con fuerza en
un puño. No volvería a salir el sol para ellos, aunque dejase de
llover.
Los
lánguidos y atontados habitantes de Villasilencio comenzaron a
abandonar la plaza poco a poco en cuanto el piano se deshizo por
completo. Como marionetas sin hilos, como sombras con cara, fueron
retirándose hacia sus casas grises. En aquella lluviosa tarde de
noviembre, sólo un hombre se quedó en el centro de la plaza del
pueblo empapándose bajo la lluvia.
Su
nombre era David, pero lo llamaban “el loco”.
Nadie
entendía que se negara a hacer otra cosa que no fuera pasarse horas
y días enfrente de aquella cosa a la que él llamaba piano, pulsando
aquella especie de dientes blancos y negros una y otra vez; a veces
muy despacio, a veces con tanta rapidez que sus manos parecían
desaparecer sobre las teclas.
Él
no solía trabajar la tierra, no se emborrachaba en la taberna y no
salía con los muchachos del pueblo a robar manzanas o espiar a las
chicas cuando se bañaban en el río.
Era
como un extraterrestre. Aquel “piano” parecía sorberle el alma,
y no había manera de que se divirtiese como los demás. Fue por ello
que los vecinos del pueblo hablaron con el alcalde, y se acordó en
conjunto condenar al piano a desaparecer bajo la lluvia.
Fue
por ello que aquella fría y gris tarde de noviembre, David se quedó
sin alma.
Nadie
echó en falta la prodigiosa melodía que envolvía al pueblo verano
e invierno. Nadie extrañó la música celestial que bailaba por
entre las hojas de los árboles de Villasilencio. A nadie le apenó que
el viento ya no sonara con blancas y corcheas.
No
hubo lástima ni tristeza aquella tarde fría y gris, porque todos
los habitantes de Villasilencio eran sordos.
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