Foto: Marta Santos |
—No
sólo mi corazón, todo mi cuerpo lo es. Pero tú no podías saberlo,
así que no te preocupes. No importa— mentí, trazando círculos en
la arena con el dedo.
—Pensé
que tu cuerpo era de algodón y plumas. A veces llevas algunas en la
espalda. Ahora me miraba con curiosidad. Sus ojos tenían luz, a
diferencia de aquella playa en la que sólo existían las tinieblas.
—Hace
mucho tiempo tenía alas. Pero nunca terminé de construirlas, así
que me las arranqué. Si no me deshice de todas las plumas es porque,
en el fondo, sigo queriendo volar.
Él
no dijo nada. Se quedó en silencio, contemplando absorto las llamas
crepitantes de la pequeña hoguera. A veces me daba la impresión de
que él también se había arrancado sus alas.
—¿Te
gusta dibujar? — me preguntó, al cabo de un rato.
—A
mí sí, ¿y a ti?
—Yo
solía dibujar a la luna, pero ella se enfadaba y dejé de hacerlo.
Me
ofreció una destellante sonrisa, que sentí como rota y vacía. Él
era hermoso, aunque actuaba como si no se diera cuenta. Su piel
reflejaba el océano, así que probablemente él también fuera de
cristal.
—¿Puedo
cogerte la mano? — le pregunté con timidez.
—Claro.
La
tomé entre las mías y comencé a acariciarla. Era suave y cálida,
a diferencia de la mía. Me entristeció darme cuenta de que él no
era de cristal. Nunca podría quererme.
—Tengo
que marcharme— anunció, incómodo.
—¿Tan
pronto?
No
me contestó. Se levantó y comenzó a caminar por la orilla,
alejándose de mí entre la niebla. Quise llamarle, pero desistí al
darme cuenta de que no tenía nombre. Entonces eché a correr tras
él, pero tropecé con el viento. "Mierda, eres
desquiciantemente torpe", pensé.
Me
quedé atrapada en la playa para siempre, recordando sus ojos
luminosos e inventándole absurdos nombres. Pero no me importa,
porque sé que él existe.
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