Lara
quería mucho a su osito: jugaba con él, lo peinaba, lo vestía...
Un
día, su madre decidió que el osito estaba muy sucio y necesitaba
una limpieza a fondo, así que lo metió en la lavadora. Pero cuando
lo sacó... ¡el osito se había roto! Sus costuras habían saltado
por los aires, la pluma que lo rellenaba estaba desbordada y los
botones que le servían de ojos habían desaparecido. La niña
sollozaba al verlo. “¡Nunca tendré otro osito tan bonito!”, se
lamentaba.
Sin
embargo, a pesar de lo difícil que fue al principio, Lara se fue
acostumbrando poco a poco a la falta de su osito. Jugaba también con
otros muñecos, iba con sus amigos al parque y, poco a poco, acabó
olvidándose del percance.
Así
pasaron algunas semanas, hasta que llegó la Navidad. La noche de
Reyes, Lara se fue a dormir muy temprano. Cuando se levantó, fue
corriendo al árbol para ver si los Reyes Magos le habían traído
algo... y efectivamente, al pie del abeto artificial se encontraba un
hermoso regalo envuelto en papel de colores. Al desempaquetarlo, los
ojos de la chiquilla brillaron con ilusión: ¡Un osito de peluche
nuevo!
No era
exactamente igual que el que se le había roto, pero su aspecto era
muy similar. Tenia botones en los ojos, el mismo color marrón para
su pelaje y unas orejitas muy monas. Lara lo abrazó, y luego se fue
corriendo a junto sus padres para contárselo:
—¡Los
Reyes Magos me han traído un osito de peluche! —exclamó.
Los
padres la felicitaron y la animaron a jugar con él. Lara entonces se
dio cuenta de que se había equivocado cuando pensó que nunca podría
tener otro osito tan bonito como el que se había roto.
La
pequeña volvió a estar tan feliz como cuando tenía el primer
osito, y disfrutó mucho de aquellas navidades. Sin embargo, llegó
el momento de volver al cole y Lara tuvo que dejar al osito en casa
para asistir a su escuela.
El
primer día después de las vacaciones se sorprendió al ver que una
niña nueva había llegado a su clase. Era una niña morena, de
largas trenzas castañas. Parecía que todavía no había hecho
nuevos amigos, porque se encontraba sola en un rincón. Lara entonces
decidió ir a hablarle e invitarla a jugar con ella.
—Hola,
¿eres nueva? —le preguntó.
—Sí.
Mi familia acaba de venir a la ciudad, y todavía no tengo amigos
aquí —respondió la niña de las trenzas.
—No
te preocupes, puedes venir a jugar conmigo. Yo te presentaré a los
demás. Por cierto ¿cómo te llamas?
—Andrea
—contestó la niña nueva.
—Bien,
Andrea, ¡pues vamos a jugar! —La invitó Lara. Sin embargo, se dio
cuenta de algo—. ¡Vaya, he olvidado la cuerda en casa! ¿Tienes
comba para saltar?
—No,
la verdad es que no —negó la niña nueva.
—¿Y
goma elástica?
—Tampoco.
—¿Y
algún muñeco?
—No
he traído ningún juguete —contestó Andrea—. Mi familia es muy
pobre y no puede comprarme ninguno.
Lara
se entristeció.
—¿No
tienes ningún juguete? ¿Ninguno, ninguno?
Andrea
negó con la cabeza.
—¿Y
los Reyes Magos? ¿No te han traído nada?
—Los
Reyes Magos nunca vienen a mi casa —explicó, con voz muy bajita,
la niña de largas trenzas.
Lara
sintió mucha pena por aquella niña. Ella se había puesto muy
triste cuando se le había roto su osito de peluche, pero tenía más
juguetes con los que divertirse. En cambio, esta niña no tenía
ninguno. Entonces se dio cuenta de que había cosas mucho más
importantes que un muñeco roto en una lavadora.
Ese
día, Lara volvió a casa muy seria y muy callada. Los padres no
pudieron averiguar qué le sucedía. La pequeña se limitó a coger
el osito nuevo que le habían regalado los Reyes Magos y meterlo en
la mochila.
Al día
siguiente, la cara de Andrea se encendió de ilusión.
—¿Es
para mí? —le preguntó a Lara cuando esta le ofreció su osito de
peluche. Lara asintió con la cabeza—. ¡Gracias!
Cuando
el corazón se rompe, es porque está creciendo y el pijama que
vestía se le ha quedado pequeño.
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