Foto: Marta Santos |
—Sonia, me gustaría que
me hablaras de tu familia.
De repente, los delicados
brazos de la mujer se sorprendieron llenando de hipnóticas ondas la
superficie del agua. Su rostro se tensó en una sonrisa, pero ella en
realidad no estaba sonriendo.
—Pues... Mi padre y mi
madre viven en el bosque, son muy buena gente. Tengo dos hermanas,
Irene y Luz, mayores que yo. Ellas se marcharon hace algunos años.
Son inteligentes, y agradables. Mis abuelos también lo son. Ellos
viven con mis padres.
Armando trataba de deshilar
cada palabra, absorbiéndola con auténtico candor.
—¿Y dónde están ahora
tus hermanas?
Sonia vaciló.
—Ellas... Están en otro
pueblo. Molching, creo que se llama...
—Vaya, eso no está muy
lejos de aquí. ¿Y están casadas, o tienen hijos?
Aquello a Sonia ya le
pareció demasiado.
—Armando, creo que eso no
es de tu incumbencia...
El pescadero se sonrojó.
—Oh, lo siento.
El silencio volvió a
abrazarlos y a sumirlos en un anestesiante estado de quietud. Pasaron
algunos minutos de cristal antes de que Sonia decidiera evitar ese
estado de vulnerabilidad ante preguntas incómodas y se levantase de
la bañera.
—¿Adónde vas? —
preguntó Armando.
—Creo que me acostaré
ya... Estoy muy cansada. —Repuso antes de elevarse grácilmente
sobre las aguas, como un cisne amable.
—¿No vas a cenar nada?
—Gracias, pero no tengo
hambre. — Sonrió, esta vez de verdad.
Armando se quedó
comtemplándola, de nuevo sumido en un paralizante silencio. Esta vez
la analizó sin pudor, recorriendo cada centímetro de su piel.
Realmente no se arrepentía de hacerlo hasta que la mandíbula le
empezó a temblar, el corazón se le desbocó y los ojos se le
congelaron, incrédulos.
—Sonia... — Musitó.
—¿Qué?
—No tienes ombligo.
Esta vez fue ella la que
tuvo que controlar su miedo.
—Armando...
Él se echó hacia atrás,
con el cuerpo todavía dentro de la blanca bañera de porcelana. A
pesar de estar asustado, su voz fue capaz de pronunciar:
—¿Pero qué clase de
monstruo eres tú?
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