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lunes, 20 de octubre de 2014

Sentada en un banco

Foto: Marta Santos
Sentada en un banco de aquel parque siente cómo el sol comienza a despedirse de la ciudad, lamiendo con lengua naranja las grises paredes de los edificios. Nadie parece apreciar su despedida. Sólo ella y las ramas de los árboles, que comienzan a tiritar. Aunque el viento también sabe que se va a hacer de noche, por eso sopla más frío que nunca.

Inma lleva horas en la misma posición, ya casi se ha convertido en una estatua humana. No es más que una parte del decorado, una pieza del paisaje. Sabe que su inmovilismo es feroz, y le hace daño por dentro. Pero nadie aceptaría que se pusiera de pie en el banco. No obstante, le gustaría hacerlo. Una sonrisa emerge de sus labios con tan sólo pensar en los rostros que pondrían, al verla de pie, aquellas otras piezas del paisaje que terminan de pasear a su perro, de hacer footing o de besarse con su pareja.

Serían sólo unos minutos. Erguirse, sacudirse el polvo y apoyar el pie en el banco. El pie derecho. Luego vendría el izquierdo, y ya habría acabado. Inma de pie sobre un banco del parque. Lo recorrería de un lado a otro, y se sentiría viva. Palparía esa emocionante sensación que supone el hallarse por encima de las cabezas de los demás. Observar desde arriba la raya en blanco de la que les nace el pelo, interpretar las ideas invisibles que se les caen al pasar. Ser ella quien mira al mundo, no el mundo quien la mira a ella.

Pero no es así. Inma no está de pie en el banco. Continúa sentada, como ha estado siempre. Como han estado muchos otros antes que ella. Como se supone que se debe de estar. Nada especial. Sólo una pieza más del decorado; una parte del paisaje.


La noche ya ha caído, y los árboles susurran. Hoy parece que lo hacen más fuerte que nunca, quizás tratando de silenciar el llanto de la luna.

lunes, 13 de octubre de 2014

El reencuentro

Foto: Marta Santos

Buenos días, doctor. Lo estábamos esperando.

El médico esbozó una sonrisa. Aunque más bien se diría que ya la llevaba puesta de casa. Resguardado en una gabardina gris oscuro y con un maletín negro en la mano derecha, se introdujo en el recibidor, invitado amablemente por la mano de aquella señora alta y delgada de semblante preocupado.

—La tía Rosario está cada vez peor, ya no puede ni tragar el alimento. Esperamos que usted dé con el mal que nos la está consumiendo poco a poco, porque francamente, también nos está consumiendo a nosotros.

Mientras seguía a aquella mujer por el pasillo, y sin terminar de extinguir su templada sonrisa, dedujo que el “nosotros” se refería a ella y a su marido, que hacía guardia al lado de la puerta que no tardaron en cruzar. En aquel caserón lóbrego y antiguo no había niños. No respiraba su esencia, sólo humedad y nostalgia.

—Éste es el dormitorio donde se encuentra ella.

El médico tampoco respondió esta vez. Tan sólo se adentró en aquella enorme habitación de paredes granates y posó sus ojos sobre un bulto que yacía inmóvil debajo de una desmesurada manta verde.

—Les dejo solos, doctor – murmuró la mujer con gesto circunspecto, no carente de cierto recelo. Cerró la puerta tras de sí, y entonces, el bulto se movió.

—Javier…

El médico se acercó con paso calmado hasta Rosario y se sentó en la cama, a su lado. Con delicadeza, y sin perder la sonrisa, comenzó a acariciarle los blancos cabellos mientras pronunciaba sus primeras palabras en aquella casa inmensa:

—Ahora ya no me llaman así.

Los pequeños ojos de la anciana asomaron de entre aquel mar de mantas para escrutar con atención a su interlocutor.

—Ya. Lo suponía.

El silencio reinaba entre ellos sin tiranía. La ausencia de palabras provocaba en los dos una calma y una dulzura difíciles de describir si no se sienten. Hablaban con los ojos, y se reconocían con el corazón.

—Has tardado cuarenta años en volver—. El tono de la anciana no era de reproche; más bien de melancolía.

—Tardé diez años en volver a nacer, pero no he parado de buscarte desde entonces.

Ella suspiró. Había pasado demasiado tiempo haciéndose preguntas, estancada en la incertidumbre de si él volvería alguna vez, tal como le había prometido justo antes de morir. Sin embargo, él también le había exigido algo a cambio de volver. Le había ordenado que fuera feliz.

—Debiste haber rehecho tu vida, Rosario. Debiste haber amado a otro hombre, haber tenido hijos, haber sido feliz.

El médico había dejado de sonreír. Pero ella ya no lo miraba. Sus ojos, cansados y abatidos, se centraban en algún punto incierto de la pared.

—¿Crees que habría podido?

Esta vez, el silencio comenzó a hacer daño.

—¿Crees que habría podido tener algún niño y haberlo amado, sin ver en sus ojos un verde tan puro como el que tienen los tuyos?



El silencio siguió haciendo más daño.

—Podrías haberlo intentado… — la voz del doctor era queda, apenas un ruego.

—Desde el momento en el que había acabado tu vida, yo sólo podía esperar el fin de la mía. Y eso hice, con la esperanza de que cuando llegase el momento, tal como yo te había acompañado, tú me acompañarías a mí.

El hombre que se había llamado Javier en otra vida volvió a sonreír, esta vez con amargura.

—Está bien. He vuelto a nacer, te he buscado y te he encontrado. Dime qué es lo que debo hacer ahora, porque no lo sé.

Rosario comenzó a llorar débilmente, tiñendo sus palabras de ligeros temblores.

—Sólo acompáñame.

Él la abrazó como nunca había abrazado a nadie, por lo menos en esa vida. Sintió su miedo, pero también sintió su esperanza.

—Vuelve a tocarla, Javier. Vuelve a tocarla una vez más.

Y él se perdió entre las teclas del piano que lo esperaba en una esquina de la amplia estancia. Aquel piano que conocía tan bien.




lunes, 6 de octubre de 2014

Sonata nocturna

Imagen: Marta Santos
De vez en cuando, solía sentarse a mirar la luna. Cuando todos dormían para olvidarse de los defectos del mundo, Saraiba cogía su suave manta granate y salía al balcón envuelta en ella. La reina de la noche nunca la saludaba, pero no hacía falta. Simplemente la acompañaba otra noche más, ofreciéndole su compañía envuelta en el más reconfortante de los silencios. Y así era como Saraiba soñaba despierta, sintiendo cómo el dolor se convertía en un pequeño pájaro negro que acababa por ganarse su amor. Ella nunca se preguntó cómo ese pájaro la había encontrado, pero le daba igual.

Saraiba concentraba su congelada mirada en la luna mientras acariciaba a aquel pájaro extraño y cálido, y se preguntaba qué habría sido de la belleza del universo. Si la luna se la habría robado toda. Porque lo cierto era que, cuando se despertaba, la belleza nunca estaba allí. Parecía como si los rayos del sol la quemasen por la mañana, al entrar por la ventana. Sólo cuando los cuerpos de los humanos desaparecían arropados en sus camas, lograba vislumbrar un poco de lo eterno del universo. El brillo parpadeante que flotaba en los ojos del pájaro aparecía de entre la oscuridad para protegerla, y se quedaba con ella todo el tiempo que hiciera falta. Hasta que dejase de necesitar la presencia de la luna. Hasta que la oscuridad que siempre reinaba en el corazón de la melancólica Saraiba fuese lo suficientemente limpia y pura como para acompañarla a dormir.

Ella sabía que había algo de cruel en la luna, aunque nunca se atrevió a culparla directamente. A veces, cuando cerraba la puerta de cristal que separaba su casa de la dictadura de la oscuridad, Saraiba la maldecía en voz muy baja. Sólo podía hacerlo de espaldas a su imagen, porque la luna es demasiado bella como para despreciarla. La luna te absorbe. La luna te obsesiona. La luna se adueña de toda tu alma y no te deja pensar. Porque sólo ella brilla salvajemente en el medio del abismo celeste durante las noches lúgubres. Porque sólo ella puede provocar un eclipse de sol. Porque sólo ella es capaz de subyugar a los lobos y pasearse insultantemente preciosa por el cielo, mientras por su cara oculta fluyen las lágrimas que siempre han estado llorando.

En cierto modo, Saraiba tenía lástima de ella. Robar toda la belleza del universo no le había servido de nada. La Luna seguía estando triste.

Por eso le hacía compañía.

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