lunes, 18 de abril de 2016
lunes, 11 de abril de 2016
Las cuatro pintoras
Publicado por Marta Santos en 1:43Foto: Marta Santos |
Había
una vez cuatro chicas a las que les gustaba pintar.
Las cuatro iban a la misma academia de pintura todos los viernes por la tarde. Las cuatro tenían una forma de pintar propia de un ángel, aunque sus cuatro estilos eran diferentes.
Lidia pintaba retratos, y era una especialista plasmando las expresiones faciales de la gente. Era capaz de pintar el alma de cada persona retratando tan solo su cara, y necesitaba apenas cinco minutos para dibujar con cuatro líneas la personalidad que desprendía una mirada.
María era un portento pintando bodegones. Era maravillosa captando la atmósfera que rodeaba a los objetos y copiando el brillo de la luz que incidía sobre ellos. Además, componía sus naturalezas muertas de una manera tan armónica que parecían cobrar vida propia.
Ana tenía una habilidad excepcional para pintar paisajes naturales. Sabía trasladar a cualquiera que contemplase sus cuadros al lugar que retrataba, ya fuese una playa, un río, un bosque, un prado o una montaña. Ningún espacio de la naturaleza se resistía a su pincel.
Por último, Sonia poseía un don para pintar pájaros, flores y mariposas. Sus cuadros solo trataban estos temas, pero lo hacía tan bien que parecían absolutamente reales. Sus pájaros parecían estar a punto de echar a volar en cualquier momento, sus flores semejaban brillar con la luz del sol y sus mariposas presentaban una riqueza de colorido asombrosa.
Pero, además de sus preferencias al pintar y de sus dones, había otra cosa que las diferenciaba.
Una se consideraba mejor que las demás. Esto siempre le acababa acarreando discusiones con el resto de sus compañeras, pues cualquiera que estuviera a su lado sentía que no tenía talento y que no valía para pintar. Por ello, muchas veces la evitaban, y esto hacía que ella se enfadase y se sintiese a menudo sola y triste.
Otra se consideraba peor que las demás. Esto hacía que las demás se sintiesen muy bien a su lado, puesto que les daba la impresión de que eran mejores artistas y nunca tenían discusiones. Sin embargo, a ella esto la hacía sufrir porque le parecía que no tenía talento. Además, a menudo se sentía sola y le daba la impresión de que las otras no la comprendían.
Por último, dos de ellas se consideraban iguales a sus otras compañeras, aunque la experiencia que vivía cada una era completamente distinta.
Una de ellas hacía que las demás se sintiesen peores artistas a su lado y también se hacía sufrir a si misma, puesto que consideraba que las cuatro tenían muy poco talento y que no valían para pintar. Pensaba que, al estar en una academia, eran unas simples aprendices que no tenían ni idea de pintura. Esto la hacía discutir constantemente, cada vez que menospreciaba los trabajos de sus compañeras. También se enfadaba, se sentía sola y triste, sufría porque le parecía que ella misma no tenía talento y creía que las otras no la comprendían.
La otra, en cambio, hacía que las demás se sintiesen mejores artistas a su lado y disfrutaba recreándose en la belleza de las cosas que ella misma pintaba. Esto era porque consideraba que las cuatro tenían muchísimo talento, y que eran unas pintoras estupendas. Admiraba las obras de las demás, y no perdía ocasión de recordarles lo buenas artistas que eran. También admiraba sus propias obras, y si alguien en alguna ocasión le hacía sentir poco valiosa, entonces se recordaba a sí misma que era una pintora excelente.
No voy a indicar aquí quién era cada una, porque eso carece de importancia. Podéis atribuirle a cada personaje el nombre que queráis, y no cambiaría nada. Lo verdaderamente interesante en esta historia era cómo sentía cada una su propia realidad.
La autoestima del alma une en la excelencia; la autoestima del ego separa.
lunes, 4 de abril de 2016
La alfarera
Publicado por Marta Santos en 1:39
Vivía
en un pueblo pequeñito, al lado de una montaña. Sus vecinos
gustaban de adquirir sus preciosos cántaros; pero aquella aldea era
tan minúscula que, por muchos que vendiese, jamás alcanzaría a
ganar lo suficiente para vivir. Así que, un día, una vecina suya le
dio la solución:
—Múdate
a la ciudad —le dijo—. Allí se venden decenas de vasijas todos
los días. Eso sí, tendrás que fabricarlas con un estilo más
moderno, ya que allí no compran el tipo de cántaros que usamos
aquí.
La
alfarera le dio las gracias, y se puso a pensar. Era cierto que
necesitaba muchos más ingresos y que allí podría obtenerlos, pero
tendría que dejar atrás muchas cosas: su familia, su pareja, su
casa... Además, allí no conocía a nadie.
La
alfarera pensó, y pensó, y pensó. Y al final el miedo le pudo, y
se quedó en la aldea.
Pasaron
dos otoños, dos inviernos, dos primaveras y dos veranos. Y la
alfarera se sentía cada vez más desilusionada: vendía tan poquitas
vasijas, que el dinero no le alcanzaba ni para pagar el barro cocido
que usaba para moldearlas.
Un
día, su marido se despertó y no la encontró en casa. Buscó por el
jardín, por la cocina, por el taller, y al no verla, se sentó junto
al horno donde ella terminaba sus obras. Entonces, algo le llamó
poderosamente la atención: un montón de trozos de vasijas rotas
sembraba el suelo, y en las estanterías donde solían estar
guardadas, se abría el vacío.
“¿Por
qué habrá destrozado todas sus piezas?”, se preguntó. Se levantó
y, apenado, comenzó a recorrer con su mano derecha las estanterías
vacías. Gracias a ello, encontró un sobre cerrado dirigido a él y
firmado por su mujer. Al abrirlo, vio una carta.
“Cuando
leas esto, ya no estaré aquí. Me voy a la ciudad. Debería haberme
marchado hace tiempo, pero fui cobarde para irme entonces y soy
cobarde ahora al no decírtelo en persona. He de dejar atrás a mis
amigos, a mi familia y a ti. No puedo quedarme más en este lugar en
el que no encuentro un futuro para mí. Lo siento.”
Mientras
su marido leía la carta, la alfarera posaba una de sus dos maletas
sobre la cama de un hotel. En ella llevaba algo de ropa y unos
cuantos enseres personales. En la otra maleta, que reposaba en el
suelo, siete vasijas modernas que deberían darle el dinero
suficiente para comprar más barro cocido y alquilar un horno por
algunas horas. El resto del equipaje eran solo recuerdos en su
cabeza: la imagen de sus antiguas vasijas chocando contra el suelo, y
cientos de trozos y esquirlas saltando por los aires. Aquellas piezas
de estilo antiguo ya no le valdrían de nada en su nueva vida.
A la
mañana siguiente, se dirigió al principal mercado de la urbe. Se
estableció en una esquina, dispuesta a pasar las horas que hicieran
falta para vender sus siete modernas vasijas . No necesitó demasiado
tiempo, puesto que los transeúntes se paralizaban al observar la
belleza de aquellas piezas. En pocos minutos, se arremolinó una
turba que no paraba de preguntar cuánto valían y dónde se podían
adquirir más. Enseguida se vendieron las siete. La gente se disipó
al ver que se habían agotado, así que la alfarera se dispuso a
abandonar aquel mercado. Al hacerlo, una señora de mediana edad la
abordó.
—He
visto el éxito de tus piezas. ¿De dónde las has sacado?
—Las
he hecho yo misma. Tenía un taller en mi pueblo, pero he decidido
venir a trabajar a la ciudad. El dinero que ganaba con ellas apenas
podía mantenerme.
—¡Qué
casualidad! —exclamó la señora—. Precisamente hoy se acaba de
jubilar uno de los alfareros que tenía en mi taller, y estoy
buscándole sustituto. ¿Querrías venir a trabajar con nosotros?
La
alfarera accedió, y terminó convirtiéndose en una de las
fabricantes de vasijas más apreciadas del país.
Para
brillar suele ser más difícil quitar lo que sobra, que añadir lo
que falta.
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