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lunes, 18 de abril de 2016

Disolver las heridas

Foto: Marta Santos

No sabía cómo, pero el cristal que cubría mi piel se había roto. La sangre, el fuego y la vida habían fluido desde aquel lugar en el que hacía mucho que ya no vivía, y lo habían estallado todo en pedazos. Qué desastre. ¡Ahora habría que fregarlo todo!

Pero estaba muy contenta.

Cogí la escoba y comencé a barrer con brío. Por fin parecía que las tinieblas se habían roto, junto con los cristales. Arrastrar los trocitos de cristal del suelo, meterlos en el recogedor. ¡Qué alivio! ¡Qué alegría! Incluso silbaba.

Pero... Algo estaba mal. Unas gotitas de sangre manchaban los cristales. Eran de color rojo intenso, recientes.

Miré mi brazo. Allí estaban. Miré mis piernas. Parecía una plaga. Mi vientre, mi espalda, mi cuero cabelludo. No había lugar donde no estuvieran.

Me eché a llorar. Me tapé la cara con las manos para que nadie me viera, aunque enseguida el dolor acuciante comenzó a reclamarme. Tenía que quitármelas.

Así que comencé a sacarme las agujas, una a una. La sangre brotaba entonces con más fuerza, como ríos bermellones que desembocaban en el suelo. No podía ocuparme de las heridas ahora, tenía que quitar todas las agujas primero.

Crucé aquel desierto agónico en completa soledad.

Cuando terminé, volví a sentir aquella luz. La misma que había roto los cristales, volvía a bañarme otra vez. Bajando desde el cielo con su fulgor dorado, envolviéndolo todo. Ablandando el dolor y disolviéndolo en el aire. Reconfortándome con su abrazo omnipresente. Ella siempre había estado ahí, dándome la fuerza. Fluyendo desde el interior y desde el cielo. Disolviéndome también a mí en la más pura y bella canción de amor.

Solo entonces se cerraron las heridas. Sin tiritas, sin betadine, sin alcohol para limpiar las manchas de sangre reseca. Fueron simplemente desapareciendo. En su lugar, la vida.

Respiré.

Corrí, canté, grité.

Volví a respirar.

Volcanes, terremotos, huracanes, lluvias torrenciales.

El fuego, la tierra, el aire, el agua.

Respiré de nuevo.

Lloré.

NACÍ.

Mi piel era ahora de carne. Notaría cada pinchazo de cada aguja que antes no había notado, gracias al cristal. Pero ahora podría quitarla al momento. Volver a sentir la luz. Era lo único que podría disolver las agujas que clavaban aquellos que se las clavaban a sí y a los demás, aquellos que vivían clavando agujas porque tenían la piel de piedra y nunca las notaban. Qué pena. Ojalá que algún día la pudieran tener al menos de cristal. Era mucho más hermoso.

1 comentarios:

Magamu dijo...

Precioso y poético relato!!!

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