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lunes, 15 de septiembre de 2014

Despertar

Ilustración: Marta Santos
Sabes que hay esperanza.

Él siguió sonriendo, como había hecho siempre. No había momento en el que él no sonriera.

Sabes que tienes alas –insistió—. Es hora de que por fin las veas. Has de elegir verlas. Has de sentirlas. En realidad, nada cambiará sino lo haces, porque la verdad es la que es y no puede ser cambiada. Pero tú seguirás siendo infeliz. Y ahora ya no quieres seguir ese camino. Lo has probado antes, y has visto que no es el que en realidad deseas.

Vale, ya está bien. Me has estado hablando desde la oscuridad de los tiempos, siguiéndome a cada paso que doy, en cada relato que escribo, en cada sueño que tengo. Ahora ya ha llegado el momento de saberlo de una vez. Es hora de que todas las verdades sean reveladas, pues como tales, no pueden permanecer ocultas por más tiempo. Dime, ¿quién eres tú?

Ella observó la perfección de su piel desnuda y transparente, el brillo que su cuerpo emitía, y esperó una respuesta. Quería saber qué era todo aquello de las alas. Quería saber quién era él, aquel ser tan perfecto, aquel ángel alado que siempre le sonreía.

Yo soy tú.

La sonrisa nunca dejaba de resplandecer. Y ella, por fin, comenzó a dejarse envolver por su brillo.

Soy lo que en realidad eres, tu Yo más profundo, el inconsciente del que hablan todos los psicólogos y el alma del que hablan todas las religiones.

Ella no dijo nada. Debía escucharlo por fin; por fin había decidido hacerlo.

Te he estado hablando continuamente, una y otra vez, porque tu destino es el mío. Tú eres yo, mi mitad femenina, mi mitad física; una parte de lo que he elegido ser. Tú también eres sonrisa, alegría, amor, un ángel. Te lo has estado negando desde lo que tú has llamado “oscuridad de los tiempos”. Pero ya es hora de que comiences a despertar.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Cementerio de maniquíes



Foto: Marta Santos
El sonido de sus pasos resonaba profundo por la enorme estancia. Elena caminaba con la respiración contenida, como queriendo, al retener su aliento, paralizar también todos los síntomas de vida que pudieran delatarla en aquella rebelión de lo inerme. Los maniquíes cubiertos con sábanas se crecían ante ella como fantasmas de juguete, estáticos y manifiestamente físicos. Elena no les temía. Apenas eran una extraña parte de la decoración de aquel lugar, en sintonía con las grandes lámparas de cristal y metal dorado que colgaban del alto techo, deslucidas por el paso de Cronos. Viejas glorias que prometían haber vivido épocas de esplendor, aunque sus promesas sonaran a derrota.

Lo que verdaderamente inquietaba a Elena eran los cientos de ojos sin vida que la observaban desde sus polvorientas cabezas de plástico. Había demasiados maniquíes sin sábanas, desprotegidos ante el desgaste y el ostracismo. Una marea de humanoides inanimados que le azotaba en plena cara con su despecho. —¿Por qué nos han abandonado?— parecían repetir. Estaban débiles, ajados, pero aun así conservaban una fuerza reservada durante décadas para reclamar, gritando en silencio, los motivos de su entierro en aquel gran sarcófago de paredes pintadas en color ocre.

Sus miradas herían. Elena no sabía cómo defenderse de su ataque. Tampoco quería hacerles daño, ni huir atropelladamente de aquel sitio para cerrar la puerta y dejarles solos durante otros cuarenta años más. Comprendía su desaliento, su indefensión, sus reproches lastimeros. Ellos sólo querían volver a estar entre los vivos, ser vestidos y cuidados, sentirse especiales. De algún modo, su situación no le era ajena. Ella también había vivido algo parecido alguna vez.

Por eso, se armó de valor y deslizó su mano suavemente por el rostro inerte que estaba más cercano a ella. Acariciándolo, tal vez. El maniquí no se resistió. Muy al contrario, parecía palpitar al ritmo de las venas de Elena. Estaba vivo, necesitaba ser salvado, y en ese momento se hizo más evidente que nunca. Puede que fuera una ilusión, pero a la chica le pareció que sus ojos parpadearon para confirmárselo. Entonces no lo dudó. Elena rebuscó en su bolso en busca de un pañuelo, apartando el móvil, el mp3, las llaves… Cuando al fin lo encontró, frotó la suave superficie de tela por encima de su humanoide de plástico. Poco a poco, la nube de polvo que iba levantando al hacerlo se fue precipitando hacia el suelo, como una fina lluvia primaveral.

En apenas diez minutos, estuvo listo. Su amante relucía como si ayer mismo hubiese salido de la fábrica. Elena, antes de llevárselo a hombros, echó un último vistazo al desolado cementerio de maniquíes, inquieto entre tinieblas invisibles para un ser humano. –Volveré a por vosotros, tarde o temprano— les dijo con la mirada. Ellos parecieron comprender, pues no presentaron oposición alguna. Sabían que las resurrecciones colectivas llevaban tiempo, y eso a ellos les sobraba. A fin de cuentas, alguien que no tiene vida no puede morir.

La chica atravesó la gran puerta de madera de caoba minuciosamente decorada. Depositó a su maniquí en el suelo y empleó gran parte de su fuerza en cerrar aquel portal a otro mundo. Entre los lastimeros chirridos de sus bisagras, la puerta fue sellada. Aunque no sería por mucho tiempo.

Los padres de Elena surgieron al poco rato de entre los pasillos de aquella gran mansión. Ambos tenían la mirada extraviada. El padre acarreaba tres bolsas de plástico repletas de objetos diversos sin identificar, y su madre, además de una gran mochila a la espalda, portaba un viejo álbum de fotos en el regazo. Al pasar a su lado, su padre pareció volver a la realidad.

Nos vamos, cariño.

Ella se unió a su paso cuasi imperceptible, formando así una improvisada procesión de cuatro. El maniquí, alojado en los brazos de Elena, respiró por primera vez en mucho tiempo.

¿Volveremos pronto? – inquirió la chica, rompiendo con tijeras un silencio de papel.

Claro. Tenemos que terminar de recoger las cosas de tu abuela— sonrió melancólica su madre—. Por cierto, ¿lo que llevas ahí es un maniquí de los de la tienda vieja?

Elena le dedicó una penetrante mirada de hielo.

No. Es mi novio.


La madre se asustó. En aquel momento, le dio la impresión de que los inertes ojos del muñeco habían parpadeado.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Las velas seguían susurrando

Foto: Marta Santos
No ves las sombras que arrastras detrás de ti, así que yo no puedo hacer nada.

Él respondió con un nervioso silencio, entremezclando las yemas de sus propios dedos. Su mirada caía en picado, apagada.

Te estás encadenando cada vez más al dolor, y ni siquiera te das cuenta. Sabes que sólo un milagro podrá salvarte, y rezas cada noche para que suceda, y escribes oraciones en silencio cada madrugada, y te postras con lágrimas en los ojos ante santos en los que ni siquiera crees. Y has venido a buscarme, pensando que yo quizás pudiese ayudarte. Pero no puedo, Calixto – sentenció la mujer de ojos parpadeantes, saboreando su nombre entre los dientes—. Ahora es demasiado tarde. La muerte está demasiado cerca.

Nunca he creído en supersticiones baratas –habló el chico de pronto, deshaciendo las telas de araña que comenzaban a tapiar su boca—. La muerte aún está lejos. La luna aún está en cuarto creciente para mí.

¿Ah sí? –Más que irónica, la voz de Teodora sonaba cansada—. Esperaba que dijeras algo así. Y espero que sepas lo que estás diciendo. La muerte no necesita que creas en ella para hacerte daño.

Calixto se levantó de su silla, arrastrándola con un ruido atronador. De pronto, parecía que la conversación ya no era tan íntima como antes. Aunque las velas siguiesen susurrando su luz. Aunque la noche continuase dibujando sombras.

Soy demasiado joven. Y fuerte. –El chico hizo una pausa, acordándose de Toribio—. Y no soy como él.
Sabes que él decía lo mismo –afirmó la mujer que saboreaba nombres.
Lo sé.
Pues entonces sólo me queda recordarte que, hace dos semanas, él dormía en tu cama…
—… y ahora duerme con la tierra y los gusanos. Eso también lo sé –replicó Calixto, altanero—. Pero si fuera así, no tendría por qué regresar y besarme con sus gélidos labios cada noche. A veces consigue que me asuste.

El chico estaba ofendido. La mujer era compasiva. No pudo menos que suspirar sus palabras:

Sigue teniendo miedo. Y sigue estando solo.

Calixto exhaló aire con fuerza, apagando la luz de los ojos de Teodora. No era un muchacho indulgente. La impaciencia se comía sus buenas intenciones como las venas se comían la suave piel de las manos de la mujer.

No tengo por qué aguantarlo, no voy a sufrir su suerte. Así que espero que me libres de su incómoda presencia. Me da igual que sea tu hermano.

Teodora cerró los ojos, agotada. Empezaba a cansarse de las sombras. Necesitaba tiempo para ella misma. Necesitaba respirar.

Está bien –murmuró.