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lunes, 1 de septiembre de 2014

Las velas seguían susurrando

Foto: Marta Santos
No ves las sombras que arrastras detrás de ti, así que yo no puedo hacer nada.

Él respondió con un nervioso silencio, entremezclando las yemas de sus propios dedos. Su mirada caía en picado, apagada.

Te estás encadenando cada vez más al dolor, y ni siquiera te das cuenta. Sabes que sólo un milagro podrá salvarte, y rezas cada noche para que suceda, y escribes oraciones en silencio cada madrugada, y te postras con lágrimas en los ojos ante santos en los que ni siquiera crees. Y has venido a buscarme, pensando que yo quizás pudiese ayudarte. Pero no puedo, Calixto – sentenció la mujer de ojos parpadeantes, saboreando su nombre entre los dientes—. Ahora es demasiado tarde. La muerte está demasiado cerca.

Nunca he creído en supersticiones baratas –habló el chico de pronto, deshaciendo las telas de araña que comenzaban a tapiar su boca—. La muerte aún está lejos. La luna aún está en cuarto creciente para mí.

¿Ah sí? –Más que irónica, la voz de Teodora sonaba cansada—. Esperaba que dijeras algo así. Y espero que sepas lo que estás diciendo. La muerte no necesita que creas en ella para hacerte daño.

Calixto se levantó de su silla, arrastrándola con un ruido atronador. De pronto, parecía que la conversación ya no era tan íntima como antes. Aunque las velas siguiesen susurrando su luz. Aunque la noche continuase dibujando sombras.

Soy demasiado joven. Y fuerte. –El chico hizo una pausa, acordándose de Toribio—. Y no soy como él.
Sabes que él decía lo mismo –afirmó la mujer que saboreaba nombres.
Lo sé.
Pues entonces sólo me queda recordarte que, hace dos semanas, él dormía en tu cama…
—… y ahora duerme con la tierra y los gusanos. Eso también lo sé –replicó Calixto, altanero—. Pero si fuera así, no tendría por qué regresar y besarme con sus gélidos labios cada noche. A veces consigue que me asuste.

El chico estaba ofendido. La mujer era compasiva. No pudo menos que suspirar sus palabras:

Sigue teniendo miedo. Y sigue estando solo.

Calixto exhaló aire con fuerza, apagando la luz de los ojos de Teodora. No era un muchacho indulgente. La impaciencia se comía sus buenas intenciones como las venas se comían la suave piel de las manos de la mujer.

No tengo por qué aguantarlo, no voy a sufrir su suerte. Así que espero que me libres de su incómoda presencia. Me da igual que sea tu hermano.

Teodora cerró los ojos, agotada. Empezaba a cansarse de las sombras. Necesitaba tiempo para ella misma. Necesitaba respirar.

Está bien –murmuró.

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