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lunes, 8 de septiembre de 2014

Cementerio de maniquíes



Foto: Marta Santos
El sonido de sus pasos resonaba profundo por la enorme estancia. Elena caminaba con la respiración contenida, como queriendo, al retener su aliento, paralizar también todos los síntomas de vida que pudieran delatarla en aquella rebelión de lo inerme. Los maniquíes cubiertos con sábanas se crecían ante ella como fantasmas de juguete, estáticos y manifiestamente físicos. Elena no les temía. Apenas eran una extraña parte de la decoración de aquel lugar, en sintonía con las grandes lámparas de cristal y metal dorado que colgaban del alto techo, deslucidas por el paso de Cronos. Viejas glorias que prometían haber vivido épocas de esplendor, aunque sus promesas sonaran a derrota.

Lo que verdaderamente inquietaba a Elena eran los cientos de ojos sin vida que la observaban desde sus polvorientas cabezas de plástico. Había demasiados maniquíes sin sábanas, desprotegidos ante el desgaste y el ostracismo. Una marea de humanoides inanimados que le azotaba en plena cara con su despecho. —¿Por qué nos han abandonado?— parecían repetir. Estaban débiles, ajados, pero aun así conservaban una fuerza reservada durante décadas para reclamar, gritando en silencio, los motivos de su entierro en aquel gran sarcófago de paredes pintadas en color ocre.

Sus miradas herían. Elena no sabía cómo defenderse de su ataque. Tampoco quería hacerles daño, ni huir atropelladamente de aquel sitio para cerrar la puerta y dejarles solos durante otros cuarenta años más. Comprendía su desaliento, su indefensión, sus reproches lastimeros. Ellos sólo querían volver a estar entre los vivos, ser vestidos y cuidados, sentirse especiales. De algún modo, su situación no le era ajena. Ella también había vivido algo parecido alguna vez.

Por eso, se armó de valor y deslizó su mano suavemente por el rostro inerte que estaba más cercano a ella. Acariciándolo, tal vez. El maniquí no se resistió. Muy al contrario, parecía palpitar al ritmo de las venas de Elena. Estaba vivo, necesitaba ser salvado, y en ese momento se hizo más evidente que nunca. Puede que fuera una ilusión, pero a la chica le pareció que sus ojos parpadearon para confirmárselo. Entonces no lo dudó. Elena rebuscó en su bolso en busca de un pañuelo, apartando el móvil, el mp3, las llaves… Cuando al fin lo encontró, frotó la suave superficie de tela por encima de su humanoide de plástico. Poco a poco, la nube de polvo que iba levantando al hacerlo se fue precipitando hacia el suelo, como una fina lluvia primaveral.

En apenas diez minutos, estuvo listo. Su amante relucía como si ayer mismo hubiese salido de la fábrica. Elena, antes de llevárselo a hombros, echó un último vistazo al desolado cementerio de maniquíes, inquieto entre tinieblas invisibles para un ser humano. –Volveré a por vosotros, tarde o temprano— les dijo con la mirada. Ellos parecieron comprender, pues no presentaron oposición alguna. Sabían que las resurrecciones colectivas llevaban tiempo, y eso a ellos les sobraba. A fin de cuentas, alguien que no tiene vida no puede morir.

La chica atravesó la gran puerta de madera de caoba minuciosamente decorada. Depositó a su maniquí en el suelo y empleó gran parte de su fuerza en cerrar aquel portal a otro mundo. Entre los lastimeros chirridos de sus bisagras, la puerta fue sellada. Aunque no sería por mucho tiempo.

Los padres de Elena surgieron al poco rato de entre los pasillos de aquella gran mansión. Ambos tenían la mirada extraviada. El padre acarreaba tres bolsas de plástico repletas de objetos diversos sin identificar, y su madre, además de una gran mochila a la espalda, portaba un viejo álbum de fotos en el regazo. Al pasar a su lado, su padre pareció volver a la realidad.

Nos vamos, cariño.

Ella se unió a su paso cuasi imperceptible, formando así una improvisada procesión de cuatro. El maniquí, alojado en los brazos de Elena, respiró por primera vez en mucho tiempo.

¿Volveremos pronto? – inquirió la chica, rompiendo con tijeras un silencio de papel.

Claro. Tenemos que terminar de recoger las cosas de tu abuela— sonrió melancólica su madre—. Por cierto, ¿lo que llevas ahí es un maniquí de los de la tienda vieja?

Elena le dedicó una penetrante mirada de hielo.

No. Es mi novio.


La madre se asustó. En aquel momento, le dio la impresión de que los inertes ojos del muñeco habían parpadeado.

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