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lunes, 5 de septiembre de 2016

Cap lloc

Ningún lugar

Foto: Rafael Ribera Carballo
Volvía para casa.

Sin saber por qué, miró hacia atrás. Nadie le seguía.

El sudor de su frente volvió a aparecer, inflexible. Había pasado demasiado tiempo refugiado en la protección de una biblioteca, y ahora el miedo al mundo lo atenazaba.

No se acordaba de cómo eran los seres humanos.

En su infancia había visto algunos, y creía recordar que estaban dotados de brazos, y de piernas. Y en la mitad de su cabeza tenían ojos. Dos ojos, que siempre lo miraban, pero casi nunca con amor. A veces con frustración, en ocasiones con altanería, algún que otro momento con indiferencia. Pero nunca con amor. Esa calidez confortable solo existía arriba, en el mundo de los sueños y en el de Lo que Realmente Existe.

Cruzó la desértica calle.
En aquel mundo apocalíptico, el único transeúnte que producía sonido al arrastrar los pies sobre la acera, era él mismo. Y las ramas de los árboles murmuraban para acompañarlo, y para que no se sintiese solo.

Pero allí, en realidad, no había nadie.
Solamente estaba él, hasta el día en que descubriese que alguien más había sobrevivido al Gran Silencio.

Entonces se reencontraría con un ser humano, después de tantos años, y ya no sabría cómo comunicarse con él. Se había olvidado.

Tenía la sensación de que tenía que articular algún tipo de sonido, pero no estaba seguro. Al tiempo que meditaba en ello, su miedo se fue transformando en curiosidad. Quería conocer a alguien, hacía mucho tiempo que no sabía cómo era la sensación de mirar frente a frente a un ser como tú mismo.

Acariciaba con los ojos a los pequeños ratones, a los saltamontes, a las arañas. A todo aquel ser que se movía y que tenía vida propia, pero ellos no le respondían. Él se acordaba de que los seres humanos solían hacerlo. Eso era lo que le gustaba de ellos.

Que reaccionaban de un modo imprevisible. Nunca sabías si te iban a atacar, o si se iban a mostrar dóciles y sumisos, o si optaban por una reacción completamente distinta a las dos anteriores. Eso era lo que temía de ellos.

Él negó con la cabeza. No, no quería volver a ver a un ser humano. Pensar profundamente en ellos le había hecho volver a sentir miedo, y no le gustaba.

Aceleró el paso. Se sintió bien, y lo aceleró entonces un poco más. Terminó corriendo, para sentir el aire contra su pecho.


Definitivamente, se sentía bien. Y no quería volver a ver a un ser humano.

lunes, 15 de agosto de 2016

Na scéalta gaoithe inis

El viento contaba historias

Ilustración: Marta Santos

En aquel lugar, el viento siempre contaba una historia con sus susurros. Si estabas atento o atenta, podías discernir sus suaves mensajes rodeándote la oreja y narrando aquello que solicitaste oír desde el fondo de tu corazón. A veces consistía en claves para descifrar los sueños, en ocasiones desvelaba detalles de tu futuro o tu pasado, y en la mayoría de circunstancias se trataba de historias que estaban pasando en otros lugares del planeta.

Al viento le encantaba contar ese tipo de cosas. Disfrutaba conectándonos a unos con otros, y viendo que nos percatábamos de lo que sucedía a nuestro alrededor cuando nos veía dispuestos a escuchar.

El viento y la luz eran lo mismo. A veces el viento traía luz, otras, la luz era la que traía viento. Pero casi nunca venían solos.

“La tierra simboliza la materia, el cuerpo. El agua son las emociones. Yo, como aire, represento a los pensamientos. Y el fuego es el símbolo del espíritu. Este es el secreto que me pediste hoy saber, pequeña niña.”

María se divertía escuchando estos mensajes. Siempre le solicitaba algo nuevo al viento, porque la curiosidad era el alimento de su alma. Además, las historias que contaba el viento solían ser tan maravillosas como reales. El viento nunca contaba la maldad del mundo. Para eso ya estaban los telediarios. El viento prefería desvelar aquello que nunca se desvelaba, el amor, los viajes, las caricias, las risas, las aventuras, las locuras que desembocaban en nuevos avances para la humanidad, la esperanza, la compasión.

El viento recordaba a los olvidados, y también transmitía mensajes. Si alguien quería enviar algún recado a la otra punta del mundo, el viento salía más barato que whatsapp, porque no consumía datos. Además, el viento también era instantáneo. Y la mayor ventaja de todas: el viento te recordaba quién eras de verdad.


Por todo ello, si los habitantes de aquel lugar sentían una leve brisa, siempre se paraban a escuchar.

lunes, 8 de agosto de 2016

Hän

Ella

Foto: Marta Santos

Ella estaba muerta.

No se sabía desde cuándo, pero el hecho es que así era. Nadie se lo había dicho nunca. Ella vagaba por la casa, sola, pensando en sus cosas, y de vez en cuando atravesaba las paredes. Aunque no se daba cuenta.

Mascullaba su tristeza para sus adentros, y desayunaba su melancolía a cucharadas. Gemía lo desgraciada que era, y tan solo los muebles la escuchaban. Cuando alguien entraba por equivocación en el que había sido su hogar, ella ni siquiera lo veía. La puerta, clausurada para siempre por el que había sido su marido, estaba cada vez más desportillada. Su deterioro hacía que cualquiera pudiese entrar a husmear sin pedir permiso, profanando sus recuerdos.

Aunque ella no se daba cuenta.

Los pájaros anidaban entre las tejas descolocadas del tejado. El musgo invadía las grietas más recónditas de las paredes. Las telas de araña acampaban entre cada hueco. El estado de su morada era realmente lamentable, pero ella no se daba cuenta.

Alguna vez, alguien se percató de su presencia. Alguien, con extrema sensibilidad, se apercibió de sus paseos por la vivienda. De su ir y venir errático. De sus suspiros temblorosos. Alguien, alguna vez, supo que ella todavía estaba allí, anclada al pasado por costuras que solo ella podía desatar. Ese alguien intentó susurrarle que todavía tenía una oportunidad para estar viva, si caminaba hacia la luz.


Pero ella, una vez más, no se dio cuenta.

lunes, 1 de agosto de 2016

Ho guardato nel buio negli occhi

He mirado a la oscuridad a los ojos

Foto: Marta Santos
Virginia era exorcista.

Nadie nunca la consideró como tal, porque era una mujer y ni siquiera profesaba la religión católica. Es más, en la Edad Media la habrían quemado por bruja. Pero a mediados del siglo XX, simplemente la marginaban en el pueblo. Esta exclusión tenía lugar de puertas para fuera, ya que dentro de cada casa era la ayuda preferida a la que llamar cuando alguien comenzaba a comportarse de un modo extraño.

Ella hablaba con conocidos y extraños de su profesión, y regalaba su sabiduría a todo aquel que quisiera escuchar. Aunque, todo sea dicho, no había muchos. Quien más la escuchaba era Lucía, la hija de la costurera. A sus siete años, se recorría todas las tardes el camino que separaba su casa de la vivienda de la exorcista, y disfrutaba con atención todas y cada una de las palabras que Virginia le dedicaba.

“La oscuridad no nos hace daño. Es el rechazo a ella lo que nos acobarda, lo que nos hace aovillarnos en un rincón y apagar nuestra luz, escondiéndonos como ratones asustados.
Cuando integramos la oscuridad como una parte de nosotros y la iluminamos, nuestra luz cobra aún más fuerza que antes, y crecemos un poco más. Somos como pequeñas estrellas, como enanas blancas que se convertirán algún día en supernovas, en vez de al revés.

Entonces miraremos a la maldad a los ojos, y será ella quien nos tenga miedo. El fuego en nuestra mirada será ineludible, como el del mismísimo sol. Y el dolor se disolverá. La crueldad se convertirá en una criatura asustadiza. Gritará, golpeará paredes, se rebelará con toda la fuerza que robó durante siglos. Pero el muro de nuestro silencio será infranqueable, y acabará resignándose mientras le atamos las manos. Luego, cuando la encerremos en una celda pequeña y oscura, proferirá algún que otro juramento terrible cuyo eco se perderá en el vacío o rebotará contra ella misma. Entonces comenzará a golpearse su propia cabeza contra la pared con fuerza, intentando escapar o morir en el intento, porque la crueldad no tiene paciencia. Siempre quiere una solución rápida, o la muerte.

Puede que se golpee con tanta fuerza que ella sola se cause el óbito, o puede que sobreviva con las fuerzas ya muy mermadas. Entonces hablará con un hilillo de voz, aunque puede que todavía algún ramalazo de ira vuelva a hacerla proferir terribles rugidos. Pero ya nunca será la misma. En su agotamiento al recibir toda la destrucción que intentaba enviar hacia afuera, se convertirá en una criatura silenciosa.

En ese momento hay que ser fuertes.

No podemos apiadarnos de ella o tenerle compasión, aunque parezca débil, asustada o indefensa. Necesita años de soledad para que la luz vaya transformando muy poco a poco su interior. Si la sacamos inmediatamente por parecernos que ya ha cambiado, encontrará fuerzas renovadas para volver a dañar a quien se encuentre por el camino. El cambio se da primero en la superficie. Hay que dejar esa transformación en pausa para que ella misma vaya profundizando, solidificándose y haciéndose más firme.”


La pequeña Lucía mordisqueaba entonces con fruición la galleta que Virginia le había ofrecido, y que permanecía intacta desde el comienzo de la disertación. Una luz se encendía en sus ojillos castaños, y se reafirmaba para sus adentros en que de mayor quería ser exorcista.

lunes, 18 de julio de 2016

以心伝心 (Ishin-denshin*)

Lo que la mente piensa, el corazón lo transmite
*Expresión tradicional en Japón, que expresa la capacidad para saber leer el alma de un individuo

Imagen: Marta Santos

“Todas las historias han sido escritas ya en algún lugar. Solo hay que concentrarse, dejar que lleguen. Tu mente solo es un obstáculo, y aun así, sigues pensando que para encontrar la historia perfecta necesitas usarla. A menudo, para evitar algo, acabamos provocando acontecimientos que nos llevan a que suceda”.

Esto dijo aquella musa, y luego se retiró.

Era frecuente que me visitara. Ella siempre estaba ahí, susurrándome lo que debía escribir. Yo nunca pensaba las cosas, pero al final, todas las frases, tramas, personajes y situaciones acababan tomando un rumbo sorprendente. La coherencia del texto resultante parecía imposible de conseguir sin premeditación; y sin embargo, así era.

Por eso me sentía tan extraña cuando leía mis propias historias. Sabía que no eran mías. Salían de algún lugar de mí que no estaba presente siempre. Era un lugar muy profundo. Parecía una pescadora que iba en su barco un día de tormenta y que sacaba peces del fondo del lago, de un lugar que nunca conocía el viento ni la tempestad.

En ese lugar no existía el bien ni el mal. Las cosas simplemente eran, y fluían. Ahora eran de una manera; más tarde se convertían en otra. Juzgarlas implicaba resistencia, detener el ritmo, internarse por los caminos complicados que siempre construye el ego.

“Qué dirán, qué pensarán cuando lean esto. ¿Les gustará? ¿Lo verán?”

Cuando lograba olvidarme de estas preguntas y todo me daba igual, los textos crecían como plantas en primavera. Abrían sus hojas, alargaban su tallo, buscaban el sol y acababan desplegando sus flores. Pero en un descuido, en un caprichoso descuido, podían volver a replegarse sobre sí mismos y meterse bajo tierra. Por eso había que vigilar los pensamientos.

No, escribir no era complicado. Lo complicado comenzaba cuando pensaba más allá. Si me centraba en las teclas, ellas fluían solas. Era la simplicidad y la autenticidad máxima. Cuando el ordenador se convertía en una prolongación de mi cuerpo y conseguía fundirme con él para que reflejara con exactitud lo que yo era.

Desnudaba mi mente, mis complejos, pero no me importaba. Deseaba que alguien me conociera, aunque sabía que era complicado. Si alguien llegaba a leerme, solo acertaría a descifrar su propia alma. Me interpretaría con el lenguaje de su realidad, no con el lenguaje de la mía. Si alguien adora a una figura ensangrentada y clavada en una cruz en España, se considerará normal. En un país musulmán lo considerarán idolatría. Y también hay personas que considerarán tarado a cualquiera de los dos. 

lunes, 11 de julio de 2016

A flor entre as silveiras

Ilustración: Marta Santos
Era unha vez unha flor que medraba no medio da maleza. Medraba pouco, pois as silveiras que todo cubrían roubábanlle o aire, os nutrientes e maila luz do sol.

Mellor dito: non é que llos roubaran, senón que collían máis do que lles correspondía, e logo non quedaba para ela.

Mais a pequena flor non se queixaba. Tiña medo. Naquela fraga, se alguén medraba alto e forte, aínda que fora unha silveira, non se lle podía tusir.

Un día, a flor atopouse a piques de esmorecer. As silveiras coméranlle tanto terreo, e tapábanlle tanta luz, que apenas lle quedaban forzas para manterse con vida.
As dúbidas comezaron a bulir no seu caletre.

–Teño que medrar máis para coller máis luz. Senón, hei morrer. Mais se o fago, as silveiras anoxaranse moito comigo.

A flor mirou cara arriba, e viu as silveiras que eran grandes e fortes. Xamais podería medrar coma elas. Ela non tiña forza. Ela era unha flor pequena e feble. Non tiña máis opción que deixarse morrer...
Esta conclusión deixouna amoucada.

Así e todo, aceptouna. Comezou a murchar e deixouse caer, pouquiño a pouquiño, na terra.
Unha pequena fada que pasaba por alí viuna, e non puido evitar espantarse. Agora ben, como era unha fada, deseguida se repuxo e tomou acción. Colleu unha pequena regadeira e botoulle auga á desfalecida flor. Engadiulle abono á terra que a rodeaba e retirou un pouco as silveiras para lle deixar claridade á plantiña que xa estaba a piques de murchar. As silveiras protestaron un pouco, pero quedaron tranquilas.

A flor, confusa, volveu en si e quedou abraiada ao ver a pequena fada coidando dela.

– Quen es? Por que me coidas? Non te preocupes por min, son unha pequena flor e xa estou a piques de morrer.

A fada, tristeira ao escoitar as verbas daquela plantiña, replicoulle:

–Non te deixes morrer. Non o fagas nunca. Nesta fraga non medran as flores dende hai séculos. As silveiras chegaron un día de outono de fai moito, moito tempo, e acapararon toda a terra para elas. Dende entón non vin ningunha flor por aquí. Cando te vin, aínda que estabas desfalecida, por primeira vez tiven esperanza. A fraga precisa que medren as flores coma ti para volver a ser a de sempre.

A flor dubidou, pero decatouse de que medrar xa non era unha cuestión dela soa. Que ela medrara era necesario para a fraga. Ela amaba moito aquela fraga que a vira nacer, e o amor que sentía por aquela terra deulle forzas.

–Está ben, medrarei. Non será doado, pero aínda que me teña que enfrontar por primeira vez ás silveiras, fareino.

Dito isto, a flor fixo a fotosíntese aproveitando as forzas que lle deran a auga, o abono e a luz que lle proporcionara a fada. Comezou a medrar moi grande e moi forte, pero lentamente como fan todas as plantas. Por iso as silveiras tardaron moito en decatarse de que a flor estaba medrando. Pero o proceso non se detivo, e chegou o momento no que a flor estaba a piques de ser tan alta coma as silveiras.

Aquel intre era o decisivo.

A flor tería que falar con elas para que a deixasen recibir a luz que lle correspondía. Tería que sacar o valor que nunca tivo para enfrontarse ás silveiras e reclamar o que era seu. Sabía que elas se ían incomodar, sabía que non a ían deixar medrar polas boas porque levaban tantos anos abusando que pensaban que o que roubaban era o xusto. Pero se non llo dicía, tería que renunciar á luz do sol e acabaría murchando de novo.

–Oes, ti, quita do medio que nos estás roubando a luz –comezaron as silveiras.
–A luz do sol é para todas –replicou a flor, que xa non se sentía tan pequena. Non obstante, aínda había un deixe de medo nas súas verbas. Tremíanlle as follas.
–Como dis? –incomodouse a silveira máis grande–. Pero ti quen cres que es?

A flor non se arredou. Notaba o seu talo tremente, mais as palabras da fada xurdiron deseguida na súa cabeza:

“Cando te vin, aínda que estabas desfalecida, por primeira vez tiven esperanza. A fraga precisa que medren as flores coma ti para volver a ser a de sempre.”

Non importaba que tremera. Non importaba que tivera medo. O único importante era que, se non se enfrontaba ás silveiras, ninguén o faría por ela, e a fraga tería menos flores das que xa tiña. Non podía deixar ás silveiras arrasar con todo outra vez. Así que, de corrido e sen respirar sequera, falou.

–Vós non sodes as donas da fraga. Fai moitos, moitos anos, vivíamos nela todas as plantas tranquilamente. Pero un día chegastes vós. E, no canto de respectar o equilibrio e a harmonía da fraga, deixástesvos levar pola vosa cobiza. Xa tiñades dabondo para vivir, pero desexastes máis. Máis luz, máis terra, máis auga que as outras plantas. E comezastes a roubarnos ás demais o que necesitabamos para vivir. Deixastes a fraga sen flores, e non vos importou. Con todo, agora vos digo: a fraga non é vosa. A luz, a terra e a auga son para todas. Se vós non o entendedes, se vós non o respectades, entón as únicas que sobran aquí sodes vós.

As silveiras anoxáronse coma nunca na vida se anoxaran. Comezaron a insultar á flor, incluso trataron de picarlle cos seus pinchos aínda que non lle alcanzaban. A flor aguantou no seu lugar, queda, sen moverse.

As silveiras continuaron alborotadas durante moito tempo, mais cansáronse de berrar e loitar sen que a flor reaccionara violentamente, e o seu enfado foi esmorecendo e converténdose nunha silenciosa hostilidade. Hostilidade que, así a todo, deixaba á flor tranquila e outorgáballe a luz, a terra e a auga que precisaba.

Pois as silveiras, aínda que non o recoñecesen por fóra, sabían que non tiñan dereito a roubarlle toda a luz, toda a terra e toda a auga e fóranse retirando, deixándolle un pequeno espazo á flor que esta aproveitou para medrar todo o que precisaba.

Ela decatouse de que as silveiras só roubaban porque ninguén con forza interior lles dixera nada.

Pasaron os anos, e a fada que animara á flor volveu pola fraga. Agora era un lugar completamente diferente. Moitas plantas de tódalas especies imaxinables volvían darlle vida a aquel lugar, mentres as silveiras permanecían nun recuncho.

A flor protagonista do conto medraba espléndida e feliz, e a fada preguntoulle o por que de tanto cambio.

–Despois de enfrontarme ás silveiras, e de ver que conseguira medrar, moitas flores pequenas que estaban esmorecendo coma min e que case non se vían, decidiron imitarme. As flores creceron e creceron por toda a fraga, mentres as silveiras volveron ó recuncho que lles correspondía.

lunes, 4 de julio de 2016

Ήλιος - Helios

Ilustración: Marta Santos

—Siempre llevo el sol aquí, en este remolque, por si hace falta alumbrar —aseveró la niña con rotundidad. Su mirada hablaba con el suelo. Era como si yo no estuviese a su lado.
—¿Y si se apaga? —susurré, intentando ser amable.
—No seas ingenua. También llevo cerillas para volverlo a encender.

Me callé. Aquella verdad era incuestionable, no había nada más que decir. Entonces levanté mi cuerpo y observé que la hierba había teñido de verde mi vestido. Suspiré, resignada. Vivir lavando manchas comenzaba a cansarme.

Paseé durante un rato con pasitos cortos, observándola. Su vestido blanco parecía volverse rosa con cada soplo de viento; pero solo era una impresión mía. De lo que estaba segura era que su cuerpo era pequeño y que se hallaba sentado en la orilla de aquel lago, sosteniendo con los dedos  una fina cuerda que terminaba en un cajón de plástico con ruedas. Allí no había ningún sol, pero no sería yo quien lo negase. Era bonito imaginarlo.

De repente, ella se levantó.

—Tengo que irme. Mamá me espera.

La pregunta bombardeó mi cabeza otra vez. La contención y las ganas de hablar volvieron a luchar dentro de mi cráneo, en la épica y eterna batalla que se vuelve a librar cada día ante cada situación. Esta vez ganaron las ganas de hablar.

—¿Conoces al Principito?

Ella no dudó.

—Pues claro. Y a su rosa también. Pero ahora no puedo contártelo, me tengo que marchar.

Aquella afirmación no podía quedarse ahí. Necesitaba más. Así que me aferré a su cajón de plástico vacío.

—Espera, por favor. Solo una cosa.
—¡Mi madre me espera!
—Sólo… Solo dime si es verdad que vive entre las estrellas.

Ella sonrió, y le dio un tirón a su cajón de plástico para soltarlo de mis manos.

— ¿Acaso no vivo yo allí también?
—Pero el Principito… A lo mejor podía haber muerto. Se quedó en el desierto de noche, solo, con una serpiente, y luego desapareció.

Esta vez le provoqué una sonora carcajada.

— ¡Qué cosas tienes! ¿Cómo iba a morir? Nadie se muere de verdad. Esto sólo es un juego.

Dicho esto, levantó el cajón de plástico del suelo y lo sostuvo entre sus brazos. Comenzó a caminar hacia el bosque arropándolo como a un niño pequeño. Poco a poco, desapareció entre los árboles. Cuando se fue, todo quedó un poco más oscuro.

Entonces comprobé que tenía razón. En el cajón había un sol, pero yo no lo veía.

lunes, 20 de junio de 2016

Sie wollte den Meer zu sehen

Ella quería ver el mar

Imagen: Marta Santos
Había una vez una anciana que nunca había visto el mar. Desde niña, había vivido en una aldea a 100 km de la costa. No es que fuera una distancia muy grande, pero en su juventud todos los niños se veían obligados a trabajar de sol a sol, en el campo o en la casa, para poder mantener a su familia. Era una aldea muy pobre.

Los tiempos fueron cambiando, y algunos de sus vecinos habían podido prosperar. Los hijos, que se habían marchado a la ciudad en busca de un porvenir, habían reunido el dinero suficiente para mejorar el nivel de vida de sus padres. Muchos de ellos habían llevado a sus progenitores a conocer la ciudad, el mar y el mundo que se abría más allá de la aldea.

Sin embargo, esta anciana nunca pudo salir de allí. Su marido se había muerto muy joven, y ella sola había tenido que sacar adelante a sus dos hijos. Trabajó de costurera, limpiando casas y cobrando por lavar la ropa en el río cuando todavía no existían lavadoras. Lo que sacaba apenas le llegaba para mantenerse los tres, pues es sabido que los trabajos de las mujeres no estaban muy bien pagados. Después de trabajar durante toda la jornada, todavía le quedaban por hacer las tareas de su hogar.  Sus hijos nunca habían sido muy exigentes, y enseguida empezaron a ayudar a su madre en cuanto tuvieron uso de razón. Pero aun así, la carga era muy grande.

La situación se volvió crítica cuando la madre tropezó en unas escaleras y se volvió parapléjica. Ana y Manuel, sus hijos, tenían entonces 14 y 13 años, respectivamente. Tuvieron que sustituir a la madre en sus trabajos y en el hogar, y no pudieron estudiar. El dinero que lograron reunir se esfumó en alimentos, medicinas y en las pequeñas necesidades básicas del día a día. Jamás pudieron ahorrar para marcharse a la ciudad, en una época de bonanza económica donde todo aquel que llegaba a ella podía trabajar en cualquier cosa y volver con los bolsillos llenos.

Aquellos niños se convirtieron en adultos de cincuenta años que seguían cuidando de su madre. Esta mujer, ya anciana, tan solo había tenido un anhelo en la vida: quería ver el mar. Sus vecinos contaban cosas maravillosas sobre él, y a ella le encantaba escucharlos sentada en la silla de ruedas en la que sus hijos la sacaban a la calle las tardes de verano. Los vecinos, bajo la sombra de las casas y acomodados en los bancos de piedra de las fachadas, le describían cómo era el color del agua con las algas transparentándose por debajo, y le explicaban que con la arena mojada que quedaba al retirarse las olas se podían construir castillos. Le decían que el mar tenía un olor especial, y que siempre emitía un rumor con el vaivén de las olas que tranquilizaba el corazón.

Un día, la anciana supo que se iba a morir muy pronto. Recordó todas esas historias con las que tanto disfrutaba, y decidió pedirles a los hijos lo que nunca se había atrevido a pedir.

—Hijos, quiero ver el mar.

Los hijos no tenían dinero ni para ir a verlo ellos, y el transporte de la madre en la silla de ruedas se salía a todas luces de su capacidad económica. Así que decidieron armar un pequeño teatro. Le dijeron a la madre que la iban a llevar al apartamento que una vecina se había comprado junto al mar, y la metieron en una furgoneta con las ventanillas tapadas durante dos horas. La furgoneta se la había prestado el mecánico del pueblo, y el apartamento de la vecina era la casa donde vivía ella todos los días, pero con unos posters de vistas a playas paradisíacas que habían pegado en las ventanas. El dueño del bar les había dejado un radiocasete con una cinta que reproducía ininterrumpidamente sonidos marinos durante sesenta minutos, y que fue la banda sonora que la anciana escuchó de fondo cuando la introdujeron en la casa de la vecina.

—Mira, mamá, mira qué blanca es la arena, y mira qué inmensidad. Ni siquiera se ve la tierra que hay al otro lado, porque el mar es enorme.

Los hijos señalaban todo lo que se veía en las ventanas, explicándole a la madre cada detalle que se podía ver en las fotografías.

—Esos palos blancos que se ven al fondo son los barcos amarrados en el puerto. La mayoría son barcos de pesca o pequeños yates de recreo, pero de vez en cuando viene algún que otro trasatlántico. ¡A ver si podemos ver alguno hoy, son gigantes!

—¿Y esa pequeña mancha verde que se ve en el horizonte? —Quería saber la madre.

—¡Es una isla! —exclamaba la hija, levantando los brazos con pasión—. Es un pedazo de tierra en medio del mar, esta está muy cerca de la costa y por eso puede verse tanto.

La anciana callaba, asentía con la cabeza y sonreía con deleite. Estaba complacida.

Así pasaron cincuenta de los sesenta minutos que sonaba la cinta del dueño del bar. Cuando la volvieron a meter en la furgoneta para otras dos horas de un hipotético viaje de vuelta, la anciana tenía lágrimas de felicidad en los ojos.

Cuando llegó el día de su muerte, los hijos, los demás familiares y algunos vecinos cercanos aguardaban al lado de la cama de la señora, acompañándola en sus últimos estertores. Los últimos minutos ya no se veía muy lúcida. Comenzaba a hablar de sus padres muertos que venían a recogerla, y de vez en cuando dejaba los ojos en blanco. Fue en estas cuando Manuel le susurró a Ana:

—La verdad es que me siento culpable de haberla engañado. Debimos decirle la verdad, que no teníamos dinero para llevarla a ver el mar.

La anciana entonces volvió en sí, y lo miró fijamente. Muy bajito, muy bajito, y con una sonrisa que brillaba en sus ojos más que en su boca, susurró:

—Ya sabía que era mentira.

Y envuelta en un halo de paz, apretó el rosario entre sus manos y se dejó ir.

lunes, 13 de junio de 2016

El vestido (microrrelato)

(c) Marta Santos
Aquel día de verano de 1945 mamá y papá estaban contentos. Decían que habíamos ganado la guerra. Los aliados habían venido a Reims a rescatarnos hacía dos meses, y por eso mamá me había comprado este vestido para celebrarlo. Por fin podíamos olvidarnos de las necesidades y de la angustia que habíamos pasado. Habían ganado los buenos.

Así que salí a estrenar mi vestido. Los cadáveres alemanes se amontonaban en las aceras, algunos con la frente abierta. El olor a descomposición se acentuaba con el calor. Los niños les tiraban piedras. Las mujeres les escupían. Los hombres los pateaban, y se reían. Habían ganado los buenos.

lunes, 6 de junio de 2016

иностранец

El extraterrestre


«HABITANTES DEL PLANETA TIERRA:

Vuestros dirigentes os engañan. Sí, es algo que sospecháis, pero no sabéis cuánto. A los que os descubren las más grandes mentiras de vuestra humanidad les llamáis conspiranoicos, y yo os digo: los conspiranoicos son vuestros gobiernos, los directivos de las multinacionales, los jefes de los bancos, los que dirigen las campañas de publicidad. Os venden protección para que tengáis miedo y accedáis a instalaros el virus. Pero os ocultan que en realidad no hay amenaza de la que esconderse, que la única amenaza sois vosotros mismos.

Usan vuestro miedo. Lo hacen para que os parezca normal lo antinatural. Y allí crean el engendro. Hacen del paraíso el infierno, y piden vuestra colaboración. Saben que sin vosotros no pueden hacerlo. Por eso están muertos de miedo. Tienen miedo a que vosotros no lo tengáis, y entonces no les quede forma de seguiros manipulando.

Sois invencibles, pero no lo sabéis.
Vosotros tenéis el poder, siempre lo habéis tenido. Vuestra es la última palabra. Vosotros decidís por quién apostáis: por la muerte, o por la Vida.

Por las pastillas para la depresión, o por sanar vuestras emociones.
Por odiar, o por amar.
Por fumar, o por vuestros pulmones.
Por el alcohol, o por vuestro hígado.
Por la cafeína, o por vuestro cerebro.
Por coches propulsados con petróleo, o por el aire que respiráis.
Por reciclar vuestra basura, o por contaminar la naturaleza.
Por herir al que no se puede defender, o por defender al que todos atacan.
Por ahogaros en costumbres consumistas, o por ahorrar vuestro dinero y valorar vuestra libertad.
Por seguir las modas, o por brillar enseñando lo que os hace diferentes.
Por callar ante el abuso, o por denunciarlo.
Por usar a las mujeres, o por amarlas.
Por crear mascotas, o por dejar a los animales vivir en libertad.
Por adoctrinar a vuestros hijos con disciplina, o por escuchar con amor lo que os han venido a decir.
Por crear negocios cárnicos de matanza en serie de vuestros hermanos menores creyéndoos vuestros propios mitos como dogmas, o por alimentaros con los recursos que os da la Tierra.
Por despreciar al que dice algo que no os gusta, o por intentar escuchar sus razones.
Por usar la lógica sin más, o por usar la lógica que sale del corazón.

Amigos, os hemos venido observando desde hace eones. Os hemos acompañado en vuestro proceso, y siempre os hemos amado. Somos extraterrestres de un planeta muy lejano; y aunque vosotros no sabéis quiénes somos, nosotros sí sabemos quiénes sois vosotros. No nos hemos olvidado de vuestra grandeza. Ahora es tarea vuestra el recordarla. Con amor, vuestro hermano


¼±ÞÿÕЮ°ðŬ»

Ilustración: Marta Santos
El director de la CIA masculló unos cuantos exabruptos para sí, y escupió con furia al suelo.

Asquerosos bichos extraterrestres —se quejó—. Piensan que pueden venir aquí y decir sus sandeces cuando les dé la real gana. Pues ahora no van a intervenir. Bastante nos ha costado ya mantener a raya a sus compañeros verdes. Escoria intergaláctica… —El indignado hombre arrugó la carta con fuerza, se sacó el habano de la boca y lo arrimó a una esquina del papel, depositándolo en un cenicero de cristal. La misiva de ¼±ÞÿÕЮ°ðŬ prendió fuego y se volatilizó en apenas unos minutos.

Luego, descolgó el teléfono de su despacho.

Avisen a nuestro presidente, a Rocafeliz, a Anguila Mercader, a Su Majestad la Reina de Inglesterrestres y al pelele del Yunque ese. Ah, y no se olviden del Pudin y de los chinos. Los apestosos violáceos tratan de comunicarse otra vez con los humanos. —Sacó una pistola del cajón, la observó complacido y esbozó una sardónica sonrisa—. Esta vez van a ver quiénes son los Estados Unidos de América.

lunes, 16 de mayo de 2016

الناسك

El ermitaño

Foto: Marta Santos
Había una vez un ermitaño sentado en un cruce de caminos.

Era un hombre no muy mayor; lo suficientemente anciano como para tener un cabello y una barba encanecidos, pero lo suficientemente joven como para poder cargar sobre su espalda una gran roca que lo acompañaba día y noche.

El ermitaño miraba al camino de la derecha al rompiente; y suspiraba. Al poniente, observaba con melancólicos ojos el camino de su izquierda, y volvía a suspirar.

Una lechuza y un caracol que habitaban el lugar lo llevaban contemplando varias semanas, hasta que se decidieron a hablarle.

Una noche oscura, en la que la luna había huido del horizonte, la lechuza inició una conversación con aquel hombre. Eligió el momento en el que él parecía haberse perdido por completo entre las estrellas que observaba con melancolía.

Hace treinta noches que moras por estos parajes. ¿Qué te hace aguantar las gélidas noches de este lugar, y soportar la lluvia y el calor asfixiante sin moverte de aquí? ¿Hay algo que estés buscando?

El hombre, acostado sobre la hierba, retiró ligeramente la capa que lo envolvía y que le tapaba la boca.

Hacía tiempo, buscaba algo. Pero creo que me he olvidado de lo que era.

El ermitaño, todavía recostado, se dio la vuelta para dar por finalizada su respuesta. Mas la lechuza, perpleja, prosiguió con la conversación.

¿Cómo se va a olvidar uno de lo que busca?

El hombre permaneció en silencio unos instantes, dubitativo. Luego, se decidió a pronunciar sus pensamientos.

Es difícil de explicar. Era algo que me importaba mucho. De hecho atravesé campiñas y desiertos para poder encontrarlo. Pero un día, sin saber por qué, apareció esta piedra sobre mi espalda —el ermitaño señaló hacia la roca que reposaba a su lado—. Desde entonces, se me hizo más difícil caminar. Cada día se tornó una lucha sin tregua para poder avanzar, y poco a poco, mis pasos se fueron enlenteciendo. Hasta que llegué a este cruce de caminos, y no supe elegir por cuál proseguir mi búsqueda. El peso de la roca se tornó insoportable, y tuve que sentarme a descansar. Desde entonces estoy reflexionando por dónde debo continuar.

La lechuza ladeó su plumosa cabeza.

¿Y todavía no lo has decidido?

El hombre suspiró.

Cada mañana vuelvo a cargar la pesada roca sobre mi espalda. Entonces miro hacia el camino de la derecha, y considero que es una mala idea seguir por ahí. Luego contemplo el camino de la izquierda, y se me antoja una locura internarme por él. La roca entonces se vuelve más y más pesada, y solo espero a que retorne la oscura noche para poder descargarla de mi espalda y depositarla en el suelo, a mi lado mientras duermo.

¿Por qué no te deshaces de esa roca? Déjala en este lugar, y prosigue tu búsqueda. Elijas el camino de la izquierda o el de la derecha, ambos te llevarán a algún lugar. Pero si no te decides por ninguno, te quedarás aquí para siempre, inmerso en dudas.

Aquel ermitaño se incorporó. Sentado en el suelo, comenzó a acariciar aquella pétrea mole.

Hace mucho que la llevo conmigo. Se ha convertido en mi compañera de camino. Ya no sé lo que es vivir sin ella. Si no la llevo, creo que no podré llegar a ninguna parte.

Nunca llegarás a ninguna parte si la sigues llevando contigo —musitó la lechuza, más para ella misma que para el ermitaño, que permanecía abstraído contemplando a su pesada compañera de piedra.

La lechuza se alejó volando, y llegó el día varias horas después. Con él, surgió de entre la hierba el pequeño caracol, que había estado escuchando en silencio la nocturna conversación del ave y el hombre.

Quizás yo pueda ayudarte —susurró el diminuto gasterópodo. El ermitaño, ya con la piedra cargada a sus lomos, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para discernir de dónde provenía aquella voz.

¿Por qué dices eso? —le preguntó.

He estado escuchando tu conversación con la lechuza. Yo también llevo mi casa a cuestas—prosiguió el molusco—. Pero mi caso es diferente. He elegido una casa ligera, que me sirve para guarecerme cuando el tiempo no acompaña, que me protege y que me ayuda en mi camino. Pero tú soportas una piedra que no te ayuda para nada. Te destroza la espalda cada día con mayor crueldad, te impide caminar y no evita que la lluvia, la nieve o el calor fatigue tus entrañas. Dime, ¿qué es lo que has conseguido desde que portas esa pesada carga sobre tus hombros?

El ermitaño miró hacia el horizonte con los ojos vacíos. Sabía que, desde que la piedra lo acompañaba, no había conseguido nada. Solo mirar hacia el camino de la derecha al alba, y mirar hacia el camino de la derecha durante el ocaso. Y suspirar.

Nada cambiaría aunque la depositara en el suelo y la abandonase aquí. No sé por cuál de estos dos caminos debo seguir.

Prueba.

¿Qué?

Que pruebes —insistió el caracol—. Deja la roca sobre la hierba, y prueba entonces a elegir tu camino.

El hombre dudó. Miró a la piedra, y el apego que sentía por ella le dificultó soltarla. Miró al caracol, y la curiosidad por ver hacia dónde conducían sus palabras pudo más.

Entonces la depositó en el suelo.

La liberación y el alivio que sintió en ese momento fueron descomunales. Observó los dos caminos, y los dos le parecieron maravillosos. Eligió el de la izquierda, y comenzó a caminar. Si algún día descubría que no llevaba a ninguna parte, entonces volvería a aquel cruce de caminos y elegiría el de la derecha.


Si la culpa que portamos es ligera, quizás nos ayude a continuar el camino en época de tempestad.
Pero la culpa, cuando es pesada, se convierte en una losa que nubla el entendimiento y nos impide avanzar.