Ella quería ver el mar
Imagen: Marta Santos |
Había una vez una anciana que
nunca había visto el mar. Desde niña, había vivido en una aldea a 100 km de la
costa. No es que fuera una distancia muy grande, pero en su juventud todos los
niños se veían obligados a trabajar de sol a sol, en el
campo o en la casa, para poder mantener a su familia. Era una aldea muy pobre.
Los tiempos fueron cambiando, y
algunos de sus vecinos habían podido prosperar. Los hijos, que se habían
marchado a la ciudad en busca de un porvenir, habían reunido el dinero
suficiente para mejorar el nivel de vida de sus padres. Muchos de ellos habían
llevado a sus progenitores a conocer la ciudad, el mar y el mundo que se abría
más allá de la aldea.
Sin embargo, esta anciana nunca
pudo salir de allí. Su marido se había muerto muy joven, y ella sola había
tenido que sacar adelante a sus dos hijos. Trabajó de costurera, limpiando
casas y cobrando por lavar la ropa en el río cuando todavía no existían
lavadoras. Lo que sacaba apenas le llegaba para mantenerse los tres, pues es
sabido que los trabajos de las mujeres no estaban muy bien pagados. Después de
trabajar durante toda la jornada, todavía le quedaban por hacer las tareas de
su hogar. Sus hijos nunca habían sido
muy exigentes, y enseguida empezaron a ayudar a su madre en cuanto tuvieron uso
de razón. Pero aun así, la carga era muy grande.
La situación se volvió crítica
cuando la madre tropezó en unas escaleras y se volvió parapléjica. Ana y
Manuel, sus hijos, tenían entonces 14 y 13 años, respectivamente. Tuvieron que
sustituir a la madre en sus trabajos y en el hogar, y no pudieron estudiar. El
dinero que lograron reunir se esfumó en alimentos, medicinas y en las pequeñas
necesidades básicas del día a día. Jamás pudieron ahorrar para marcharse a la
ciudad, en una época de bonanza económica donde todo aquel que llegaba a ella
podía trabajar en cualquier cosa y volver con los bolsillos llenos.
Aquellos niños se convirtieron
en adultos de cincuenta años que seguían cuidando de su madre. Esta mujer, ya
anciana, tan solo había tenido un anhelo en la vida: quería ver el mar. Sus
vecinos contaban cosas maravillosas sobre él, y a ella le encantaba escucharlos
sentada en la silla de ruedas en la que sus hijos la sacaban a la calle las
tardes de verano. Los vecinos, bajo la sombra de las casas y acomodados en los
bancos de piedra de las fachadas, le describían cómo era el color del agua con
las algas transparentándose por debajo, y le explicaban que con la arena mojada
que quedaba al retirarse las olas se podían construir castillos. Le decían que
el mar tenía un olor especial, y que siempre emitía un rumor con el vaivén de
las olas que tranquilizaba el corazón.
Un día, la anciana supo que se
iba a morir muy pronto. Recordó todas esas historias con las que tanto
disfrutaba, y decidió pedirles a los hijos lo que nunca se había atrevido a
pedir.
—Hijos, quiero ver el mar.
Los hijos no tenían dinero ni
para ir a verlo ellos, y el transporte de la madre en la silla de ruedas se
salía a todas luces de su capacidad económica. Así que decidieron armar un
pequeño teatro. Le dijeron a la madre que la iban a llevar al apartamento que
una vecina se había comprado junto al mar, y la metieron en una furgoneta con
las ventanillas tapadas durante dos horas. La furgoneta se la había prestado el
mecánico del pueblo, y el apartamento de la vecina era la casa donde vivía ella
todos los días, pero con unos posters de vistas a playas paradisíacas que
habían pegado en las ventanas. El dueño del bar les había dejado un radiocasete
con una cinta que reproducía ininterrumpidamente sonidos marinos durante sesenta
minutos, y que fue la banda sonora que la anciana escuchó de fondo cuando la
introdujeron en la casa de la vecina.
—Mira, mamá, mira qué blanca es
la arena, y mira qué inmensidad. Ni siquiera se ve la tierra que hay al otro
lado, porque el mar es enorme.
Los hijos señalaban todo lo que
se veía en las ventanas, explicándole a la madre cada detalle que se podía ver
en las fotografías.
—Esos palos blancos que se ven
al fondo son los barcos amarrados en el puerto. La mayoría son barcos de pesca
o pequeños yates de recreo, pero de vez en cuando viene algún que otro
trasatlántico. ¡A ver si podemos ver alguno hoy, son gigantes!
—¿Y esa pequeña mancha verde
que se ve en el horizonte? —Quería saber la madre.
—¡Es una isla! —exclamaba la
hija, levantando los brazos con pasión—. Es un pedazo de tierra en medio del
mar, esta está muy cerca de la costa y por eso puede verse tanto.
La anciana callaba, asentía con
la cabeza y sonreía con deleite. Estaba complacida.
Así pasaron cincuenta de los
sesenta minutos que sonaba la cinta del dueño del bar. Cuando la volvieron a
meter en la furgoneta para otras dos horas de un hipotético viaje de vuelta, la
anciana tenía lágrimas de felicidad en los ojos.
Cuando llegó el día de su
muerte, los hijos, los demás familiares y algunos vecinos cercanos aguardaban
al lado de la cama de la señora, acompañándola en sus últimos estertores. Los
últimos minutos ya no se veía muy lúcida. Comenzaba a hablar de sus padres
muertos que venían a recogerla, y de vez en cuando dejaba los ojos en blanco.
Fue en estas cuando Manuel le susurró a Ana:
—La verdad es que me siento
culpable de haberla engañado. Debimos decirle la verdad, que no teníamos dinero
para llevarla a ver el mar.
La anciana entonces volvió en
sí, y lo miró fijamente. Muy bajito, muy bajito, y con una sonrisa que brillaba
en sus ojos más que en su boca, susurró:
—Ya sabía que era mentira.
Y envuelta en un halo de paz,
apretó el rosario entre sus manos y se dejó ir.
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