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lunes, 20 de junio de 2016

Sie wollte den Meer zu sehen

Ella quería ver el mar

Imagen: Marta Santos
Había una vez una anciana que nunca había visto el mar. Desde niña, había vivido en una aldea a 100 km de la costa. No es que fuera una distancia muy grande, pero en su juventud todos los niños se veían obligados a trabajar de sol a sol, en el campo o en la casa, para poder mantener a su familia. Era una aldea muy pobre.

Los tiempos fueron cambiando, y algunos de sus vecinos habían podido prosperar. Los hijos, que se habían marchado a la ciudad en busca de un porvenir, habían reunido el dinero suficiente para mejorar el nivel de vida de sus padres. Muchos de ellos habían llevado a sus progenitores a conocer la ciudad, el mar y el mundo que se abría más allá de la aldea.

Sin embargo, esta anciana nunca pudo salir de allí. Su marido se había muerto muy joven, y ella sola había tenido que sacar adelante a sus dos hijos. Trabajó de costurera, limpiando casas y cobrando por lavar la ropa en el río cuando todavía no existían lavadoras. Lo que sacaba apenas le llegaba para mantenerse los tres, pues es sabido que los trabajos de las mujeres no estaban muy bien pagados. Después de trabajar durante toda la jornada, todavía le quedaban por hacer las tareas de su hogar.  Sus hijos nunca habían sido muy exigentes, y enseguida empezaron a ayudar a su madre en cuanto tuvieron uso de razón. Pero aun así, la carga era muy grande.

La situación se volvió crítica cuando la madre tropezó en unas escaleras y se volvió parapléjica. Ana y Manuel, sus hijos, tenían entonces 14 y 13 años, respectivamente. Tuvieron que sustituir a la madre en sus trabajos y en el hogar, y no pudieron estudiar. El dinero que lograron reunir se esfumó en alimentos, medicinas y en las pequeñas necesidades básicas del día a día. Jamás pudieron ahorrar para marcharse a la ciudad, en una época de bonanza económica donde todo aquel que llegaba a ella podía trabajar en cualquier cosa y volver con los bolsillos llenos.

Aquellos niños se convirtieron en adultos de cincuenta años que seguían cuidando de su madre. Esta mujer, ya anciana, tan solo había tenido un anhelo en la vida: quería ver el mar. Sus vecinos contaban cosas maravillosas sobre él, y a ella le encantaba escucharlos sentada en la silla de ruedas en la que sus hijos la sacaban a la calle las tardes de verano. Los vecinos, bajo la sombra de las casas y acomodados en los bancos de piedra de las fachadas, le describían cómo era el color del agua con las algas transparentándose por debajo, y le explicaban que con la arena mojada que quedaba al retirarse las olas se podían construir castillos. Le decían que el mar tenía un olor especial, y que siempre emitía un rumor con el vaivén de las olas que tranquilizaba el corazón.

Un día, la anciana supo que se iba a morir muy pronto. Recordó todas esas historias con las que tanto disfrutaba, y decidió pedirles a los hijos lo que nunca se había atrevido a pedir.

—Hijos, quiero ver el mar.

Los hijos no tenían dinero ni para ir a verlo ellos, y el transporte de la madre en la silla de ruedas se salía a todas luces de su capacidad económica. Así que decidieron armar un pequeño teatro. Le dijeron a la madre que la iban a llevar al apartamento que una vecina se había comprado junto al mar, y la metieron en una furgoneta con las ventanillas tapadas durante dos horas. La furgoneta se la había prestado el mecánico del pueblo, y el apartamento de la vecina era la casa donde vivía ella todos los días, pero con unos posters de vistas a playas paradisíacas que habían pegado en las ventanas. El dueño del bar les había dejado un radiocasete con una cinta que reproducía ininterrumpidamente sonidos marinos durante sesenta minutos, y que fue la banda sonora que la anciana escuchó de fondo cuando la introdujeron en la casa de la vecina.

—Mira, mamá, mira qué blanca es la arena, y mira qué inmensidad. Ni siquiera se ve la tierra que hay al otro lado, porque el mar es enorme.

Los hijos señalaban todo lo que se veía en las ventanas, explicándole a la madre cada detalle que se podía ver en las fotografías.

—Esos palos blancos que se ven al fondo son los barcos amarrados en el puerto. La mayoría son barcos de pesca o pequeños yates de recreo, pero de vez en cuando viene algún que otro trasatlántico. ¡A ver si podemos ver alguno hoy, son gigantes!

—¿Y esa pequeña mancha verde que se ve en el horizonte? —Quería saber la madre.

—¡Es una isla! —exclamaba la hija, levantando los brazos con pasión—. Es un pedazo de tierra en medio del mar, esta está muy cerca de la costa y por eso puede verse tanto.

La anciana callaba, asentía con la cabeza y sonreía con deleite. Estaba complacida.

Así pasaron cincuenta de los sesenta minutos que sonaba la cinta del dueño del bar. Cuando la volvieron a meter en la furgoneta para otras dos horas de un hipotético viaje de vuelta, la anciana tenía lágrimas de felicidad en los ojos.

Cuando llegó el día de su muerte, los hijos, los demás familiares y algunos vecinos cercanos aguardaban al lado de la cama de la señora, acompañándola en sus últimos estertores. Los últimos minutos ya no se veía muy lúcida. Comenzaba a hablar de sus padres muertos que venían a recogerla, y de vez en cuando dejaba los ojos en blanco. Fue en estas cuando Manuel le susurró a Ana:

—La verdad es que me siento culpable de haberla engañado. Debimos decirle la verdad, que no teníamos dinero para llevarla a ver el mar.

La anciana entonces volvió en sí, y lo miró fijamente. Muy bajito, muy bajito, y con una sonrisa que brillaba en sus ojos más que en su boca, susurró:

—Ya sabía que era mentira.

Y envuelta en un halo de paz, apretó el rosario entre sus manos y se dejó ir.

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