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lunes, 21 de diciembre de 2015

Nieblas y polvo

Ilustración: Marta Santos
Pasó mucho tiempo sin ser reconocido por nadie. Era un extraño mirándose frente a un espejo vacío, absorbido por la inmensidad de las paredes de piedra que lo enclaustraban. Llegó a convertirse en la nada. Una transparencia absurda fue su bandera ondeante. Se dejó hundir en la corriente del tiempo, naufragando entre minutos y días, definiendo con cada suspiro su incapacidad para la resistencia y alejándose cada vez más del último punto en el que hacía pie. Llovió encima de su rostro y apenas se distinguieron sus lágrimas.

Cuando se volvió a mirar al espejo, en su imagen borrosa y gris no distinguió rasgo alguno. Ya no sabía siquiera si era hombre o mujer, o si lo había sido alguna vez. Abrió entonces la boca y sólo un gruñido seco e impersonal emergió de su garganta. Un murmullo atenuado. Polvo auditivo desvaneciéndose encima de aquel cadáver que se movía. Comprobó con desesperación que ya no había vuelta atrás. Salió de aquella habitación y atravesó la puerta de su casa. Se agachó entonces para recoger un palito del jardín, con el que escribió:

“Dejé de amar a la vida y ella también ha dejado de amarme”.

Era un trago amargo tener que marcharse, pero no más que otros por los que había pasado antes. Como silueta que era, avanzó imperturbable entre el manto de niebla que arropaba aquel lugar, y se desvaneció paulatinamente convirtiéndose en una mancha negra menguante. Justo antes de volver a la fuente de toda existencia, comprendió que en la vida lo único que se gana o se pierde es el tiempo, y se prometió a sí mismo no volver a dejarlo correr. 

lunes, 14 de diciembre de 2015

El mundo que nunca existió

Foto: Marta Santos
A veces, Rocío desaparecía de su habitación.

Lo hacía desde que tenía tres años. Al principio, sus padres se asustaban mucho, pues no sabían dónde estaba. Pensaban que alguien la había secuestrado, o que se había escapado de casa, o algo similar. Rebuscaban por toda la casa, llamaban a la policía, a los vecinos, a los bomberos... Montaban toda una revolución, pero no les servía de nada. La niña no aparecía por ningún lado. Sin embargo, al pasar cinco horas, cuando ya todas las batidas de búsqueda habían rastreado el pueblo y los padres volvían a su casa para rezar y descansar un poco sobre el sofá, la niña aparecía en su habitación. Al principio no sabían de dónde venía, pues simplemente arrimaba la puerta del salón donde estaban sus padres y decía, con voz tímida:


—Hola.
Los padres volvían sus cabezas hacia atrás, hacia donde estaba la puerta, y no se creían lo que veían. Rocío, tras buscarla por toda la casa y por todo el pueblo, aparecía ahora inocentemente en su salón, abriendo la puerta como si no pasara nada.
—¿Dónde estabas, hija? —preguntaba su madre.
—Estábamos muy preocupados por ti —añadía su padre.
—Estaba en mi habitación.
—Allí ya te hemos buscado un montón de veces, y no aparecías.
—En la de aquí no, en la otra. La que tiene las paredes de cristal—proseguía la niña, con toda la naturalidad del mundo y un dedo metido en la boca.
Los padres volvían a mirarse mutuamente, sin entender nada.
—No sé qué dice de una habitación con paredes de cristal... ¡Pero si aquí en casa no tenemos ninguna! ¿Y qué otra casa va a conocer ella? ¡Si todavía tiene tres años, y nunca la hemos llevado a dormir fuera! —susurra la madre.
—No sé... Será su imaginación. Ya sabes, los niños a su edad... Lo mejor será que le quitemos importancia —trataba de razonar el padre—. Rocío, hija, de estar tanto tiempo en la habitación de cristal sin comer tendrás hambre, ¿quieres cenar?
—El Hada Madre me ha dado de merendar un montón de sándwiches de nocilla. Pero bueno, vale.
El padre giró el dedo en su sien, indicando que pensaba que su hija se había vuelto loca.
—Esta niña pierde aceite —dijo la madre por lo bajo, mientras salía del salón para preparar la cena.
Con el tiempo, los padres se fueron acostumbrando a aquellas desapariciones repentinas de su hija. No solían durar más de tres o cuatro horas, y al final siempre acababa apareciendo. Probaron a cerrar la puerta de su habitación con un candado, y a ponerle barrotes en la ventana, pero ella desaparecía igual.
—Se meterá debajo de la cama —decía el padre.
—Sí, seguro que es eso... O sino en el armario, o en algún sitio por ahí. Lo único que quiere esta niña es darnos un disgusto. Pero bah, dejémosla. No hace daño a nadie, y mientras no salga de su habitación... no hay nada que temer —contestaba la madre.
Pero Rocío seguía desapareciendo. A los tres años, a los diez, a los quince, e incluso a los veinte. Cada vez espaciaba más sus desapariciones, eso sí. Antes de los siete años, desaparecía prácticamente todos los días. Cuando cumplió diez, acostumbraba a desaparecer cada dos o tres. Luego, a los quince, lo hacía una vez a la semana. Y, cuando llegó a los dieciocho y a los veinte, una o dos veces al mes. Sin embargo, siempre mantuvo la incógnita de adónde iba.
Se acostumbró a callarlo, porque sabía que nadie la iba a creer. Lo fue aprendiendo desde aquella tarde en que apareció en el salón de repente, después de la partida de búsqueda. Cuando les habló del Hada Madre a sus padres, vio las caras que pusieron. Creían que estaba mal. Luego fue cuando la encerraron en su propia habitación, enseñándole que estaba más mal todavía. Por eso hacía tantas visitas al mundo de la habitación de cristal.
Allí, la gente era transparente, y a veces brillaban con luz, si es que les apetecía. Sonaba música a todas horas; en las casas, en las calles, en las tiendas... Vendían alas para volar, incluso. Rocío se había comprado tres, porque no era necesario pagarlas con dinero. Bastaba con tener alguna buena idea que ayudase a los demás. El tiempo climatológico no les preocupaba, pues siempre solía hacer calor. Y, cuando llovía, lo celebraban, porque sabían que era bueno para la tierra y que limpiaba el ambiente. A veces la gente solía sonreírte por la calle, pero lo hacían de verdad.
La manera en la que Rocío entraba era muy sencilla: sólo tenía que mirar a un punto fijo en la habitación de la casa de sus padres, y concentrarse en él durante mucho tiempo. Si lo hacía el tiempo suficiente, entonces, poco a poco, esta habitación comenzaba a cambiar y se transformaba en la de cristal, donde salía a recibirla el Hada Madre. La mayoría de las veces con una deliciosa merienda, y siempre con una cálida sonrisa. Allí no había candado ni barrotes, por lo que podía salir a pasear por el resto de la casa. Además, cuando se cansaba de estar allí metida, podía salir a pasear fuera. Luego sólo tenía que volver a la casa de cristal del Hada Madre, a su habitación, y volver a concentrarse en un punto fijo. Entonces, estaba de vuelta en la casa de sus padres.
Sólo cuando tuvo veinticuatro años y una amiga de verdad, le contó lo del mundo que no existía. Se lo contó una tarde lluviosa, al calor de un café humeante. El tiempo era demasiado tedioso, no había nada que hacer... Y entonces se le ocurrió hablarle de aquel mundo mágico. Por fin abriría las puertas de su corazón. Aunque no le creyese, no le importaba ya. Lo único que quería era poder compartirlo con alguien. Si aquella amiga se iba para siempre, por lo menos se quedaría con la estupenda sensación de haberse liberado.

Afortunadamente, no fue así, y aunque a su amiga al principio le costaba asimilar todo lo que Rocío le estaba contando, pronto ató cabos. Y lo más maravilloso, fue cuando las dos juntas viajaron hasta allí.


lunes, 7 de diciembre de 2015

El aeropuerto internacional

Foto: Marta Santos
Todos pensamos que un aeropuerto internacional tiene que ser grande.

Su misión, como aeropuerto internacional, es acoger en su seno vuelos de todas las naciones, ciudadanos y viajeros de todos los puntos del planeta con destino a cualquier lugar, y por todo ello el espacio para acoger a los aviones y a los ciudadanos ha de ser grande.

Sin embargo, existía un aeropuerto internacional que cabía en un armario. Estaba en el campo, al lado de las raíces de un gran nogal de cincuenta años. Lo único que lo diferenciaba del resto de aeropuertos internacionales era que los viajeros no eran personas humanas. Eran piojos.

Muy poca gente se lo ha preguntado, pero los piojos no son sólo esos bichos molestos que saltan de cabeza en cabeza y que escapan a riadas cuando uno les echa una loción antipiojos. Los piojos, aparte de vivir en el pelo, construyen sociedades complejas.

Han evolucionado tanto, que cuentan con sus propios sistemas de transporte, como los apiojones, que son sus aviones particulares. Un apiojón del tamaño de un bote de pegamento en barra es capaz de transportas hasta quinientos pasajeros. Pero muy pocos humanos se dan cuenta verdaderamente de cuándo se trata de un apiojón, puesto que se camuflan muy bien tanto en forma, como en tamaño y color, con las hojas de los árboles. De hecho, el aeropuerto internacional de los piojos estaba al lado del nogal para aprovechar sus ramas como amplias pistas de aterrizaje.

Los piojos, en realidad, suelen alimentarse de los minerales presentes en la tierra y de las plantas. Sólo saltan a las cabezas humanas cuando pretenden utilizarlas como parques de atracciones. El pelo humano les sirve de tobogán, de lianas con las que pueden desplazarse brincando de un lugar a otro, de trampolines, e incluso de escondite cuando quieren jugar muchos, puesto que es como un intrincado bosque donde los piojos desaparecen enseguida al internarse entre los “árboles”.

Por eso saltan tanto de una cabeza a otra. En realidad, los piojos que saltan al pelo humano son los que más brincan, los más saltarines. La mayoría prefiere quedarse en sus ciudades, tranquilos, alimentándose de la tierra o de las plantas. Los que conocemos nosotros son los que más se hacen notar.

Hay pocas ciudades-piojo, pero las que hay, están bien abastecidas. Son diez en todo el mundo, cinco repartidas por cada hemisferio, y todas cuentan con su aeropuerto internacional.

El que nos incumbe está situado en España, al norte. Más concretamente, en Galicia. Allí hay uno de los aeropuertos internacionales de piojos mejor comunicados. Una vez me encontré con él, pero fue por accidente. Caminaba absorta en mis propios pensamientos, con un libro en la mano, cuando de repente me topé con un nogal.

Me di un golpe de narices contra el mismo, y digo golpe de narices porque realmente mi tabique nasal se quedó dolorido al topar con la corteza del tronco de ese árbol. El dolor hizo que me sentara un rato a descansar, sobre la más gruesa de sus raíces, hasta sentirme con fuerzas para reanudar la marcha. Como no tenía nada más que hacer, mientras el dolor se iba mitigando, observaba con ojos fijos el suelo.

No me di cuenta. Al menos, a primera vista. Pero al seguir observando, la maraña negra hormigueante se hizo más evidente ante mi vista. Un montón de puntos negros correteaba sin parar delante de mí, a un ritmo frenético.

Pero, ¿qué diantres es esto? ¡Me acabo de sentar delante de un hormiguero! ¡Qué horror! —exclamé, sin darme cuenta.
¡Oye, tú! ¡Un respeto! ¡Que somos piojos, y a mucha honra! —exclamó uno de los puntos negros. Me costó reconocer que era él, porque al principio tan sólo era capaz de distinguir una leve vocecilla aguda que provenía del suelo. Aguzando el oído fue como pude distinguir de dónde provenía aquella voz. O, más exactamente, de quién.
La hormigas a la larga son cansinas —comenzó a razonar el piojo—. Dicen que tienen una estructura social muy compleja, pero eso también lo tienen las abejas, y nosotros los piojos. Lo que pasa es que nosotros no nos hacemos notar, sólo aquellos que empiezan a saltar sobre vuestras cabelleras. Pero en realidad nuestra sociedad está muy organizada.

Francamente, no podía creer aquello que estaba oyendo. Pero, muerta de curiosidad, no pude menos que aprovechar el momento para trabar conversación con aquel pequeño parásito que comenzaba a darme una información muy reveladora.

¿De verdad tenéis una sociedad muy organizada? ¿Esto que tengo delante es una ciudad vuestra, entonces?
¡Claro! Podría enseñártela ligeramente. Mira, ven, agacha la cabeza —me ordenó el piojillo, a lo que obedecí casi inconscientemente.

Al agachar la cabeza, pude distinguir áreas muy diferenciadas en aquella “ciudad”.

Aquel montículo de tierra que está a tu derecha es en realidad un almacén alimenticio. Debajo guardamos pedacitos de plantas, ya preparados para el consumo piojil. Más adelante, en aquel charco, están los baños públicos. Cuando los rayos de sol inciden sobre él y calientan el agua lo utilizamos a modo de aguas termales. Si no, simplemente lo usamos como bañera comunitaria. Aquel bosque de tallos de hierba es la zona residencial. Entre los tallos construimos nuestras cabañas, que son muy finas y están adaptadas a la planta, puesto que al ampararnos en ella nos sirve como protección para el frío, el viento y la lluvia. Las raíces que rodean toda la ciudad son utilizadas a modo de murallas, y aquella explanada gigante que está como un poco apartada del resto, es lo que nos sirve como aeropuerto internacional.

Al llegar a ese punto, sí que se me hacía realmente difícil creer sus palabras.

¿Aeropuerto internacional, dices? —cuestioné—. ¿De verdad tenéis los piojos un aeropuerto internacional?

¡Claro! ¿Por qué lo dudas? ¿Acaso no ves todas esas hojas que no paran de salir volando? Pues en realidad son apiojones, el equivalente en piojo de los aviones humanos.

Me fijé en aquella zona que me indicaba mi amigo piojo. Al observar minuciosamente, pude comprobar que en efecto no paraban de salir volando hojas de aquella planicie sin hierba. Salían de una zona muy concreta, y riadas de piojos se dirigían en caminitos hacia unas hojas u otras.

Cuando volví a casa, me guardé todo aquello. No podía contarle a mi madre que había visto una ciudad de piojos con su propio aeropuerto internacional, puesto que no me creería y me tomaría por loca. Sin embargo, aquella noche tuve sueños muy agradables en los que me embarcaba en una hoja a volar por el mundo, acompañada de un montón de humanos del tamaño de un piojo.

lunes, 16 de noviembre de 2015

El país de la nieve que calentaba

Foto: Marta Santos
Sólo algunos ancianos lo recuerdan.

Como la mayoría de las maravillas del mundo antiguo, su existencia ha quedado relegada a meros mitos que se cuentan en las frías noches de invierno, al calor de una fogata. Pero lo cierto es que existió.

Hace muchos, muchos años, en un país que hoy se recuerda con el nombre de Serenuo, la nieve comenzó a calentar.

Corría el ocaso de la última glaciación. Las tribus de supervivientes recorrían el país de arriba abajo, en busca de un lugar abrigado que los protegiera del hielo atenazador que lo cubría todo. Las cuevas cada vez se hallaban más cubiertas de nieve y hielo, por lo que era muy difícil localizar sus entradas.

Las tribus fueron desapareciendo, una por una, en una lenta y vana lucha por la supervivencia que acabaron perdiendo. Algunas por la escasez de alimentos. Otras por la debilidad y el cansancio que hacía mella en sus músculos. Unas pocas, ante la imposibilidad de encontrar cuevas en las que abrigarse de noche y protegerse de los gélidos vientos que soplaban después del atardecer.

Llegó un momento en el que sólo quedaban tres clanes de supervivientes en toda la región de Serenuo. Éstos, presagiando su trágico e inminente fin, decidieron dejar de combatir contra los elementos y aceptar la situación. Estaban perdidos. Decidieron, cada uno en su lugar, realizar una ofrenda ritual en un claro del bosque, que preparara sus almas para el más allá.

Como si un imán los hubiera magnetizado, las tres tribus llegaron de un punto cardinal diferente a reunirse en el mismo claro del bosque a la misma hora. Las tres se sorprendieron al encontrar a los otros allí.

En otra circunstancia, su reacción hubiera sido pelearse por el territorio. Pero estaban demasiado cansados, agotados, al límite de sus fuerzas. Así que simplemente se observaron, y se dedicaron unos cuantos gruñidos amables, que significaban “te acepto”.

Allí, en ese claro del bosque donde se erigía un majestuoso y solitario dolmen de piedra, los tres chamanes se reunieron para levantar los brazos con los huesos de los últimos animales que habían comido. Oraban al dios de la abundancia, que los había abandonado, pero al que le ofrecían los restos de sus últimos dones como agradecimiento y como muestra de que aceptaban su destino de partir hacia el más allá.

Sus máscaras grotescas eran lo único que destacaba entre la impoluta nieve y los cuerpos desnutridos de sus familiares.

Cuando hubieron rematado el ritual y la oración siguiente, se tumbaron entre la nieve. Así era como pensaban morir: dejando de luchar, y permitiendo al frío que calase poco a poco sus ya frágiles cuerpos. Los niños estaban asustados. Se pegaban al pecho de sus madres, que los rodeaban entre sus brazos y los apretaban contra sí. Ellas habían aceptado estoicamente su destino. Los hombres también aparentaban entereza, pero por dentro estaban más asustados todavía que los niños.

El trágico final flotaba en el ambiente. El frío penetraba por doquier, y no había solución posible. Las glaciaciones habían durado tanto tiempo que habían borrado la esperanza. Ante los ojos de aquellos desprotegidos humanos, el mundo estaba condenado ya para siempre jamás a la oscuridad permanente y al hielo perpetuo.

Pasó una media hora. Los cuerpos de aquellos valientes permanecían completamente aletargados ya. El sopor los invadía, la inconsciencia no les permitía darse cuenta del alcance del momento en el que estaban metidos. El hielo había dormido hasta sus corazones. Por eso no se dieron cuenta del momento en el que el frío hielo comenzó a invertir su polaridad para convertirse en calor.

Fue un cambio gradual, muy lento, casi imperceptible. De los grados negativos se fue subiendo hasta alcanzar los 0° C. De ahí se fue aumentando paulatinamente: primero 1° C, luego 2° C, luego 3° C, más tarde 5° C, 10° C... Y así hasta llegar hasta los 37° C. El sopor que los había llevado a la inconsciencia continuó, pero esta vez para dormirlos. El calorcito que comenzó a templar sus músculos los llevó a un sueño de dos horas aproximadamente, en el que sus cansados cuerpos repusieron fuerzas antes de volver a despertar.

El primero en abrir los ojos fue un niño. Sorprendido, agitó el cuerpo de su madre, la cual respondió al poco rato abriendo también los ojos. Lo primero que hizo ella fue contemplar al resto de humanos que dormían a su alrededor. Un presentimiento se adueñó de ella: si ella y su hijo estaban vivos, los demás también debían estarlo. Así que le hizo señas a su retoño, y entre los dos comenzaron a zarandear al resto de sus congéneres.

Poco a poco, todos se fueron despertando. Cuando todos hubieron abierto los ojos, algunos comenzaron a aprisionar puñados de nieve entre sus manos, soltándolos después. Se habían dado cuenta de que la nieve ya no era un enemigo gélido que los paralizaría y contra el que debían luchar, sino que se había convertido en un manto acogedor capaz de proporcionarles el calor y abrigo necesarios para protegerse de los helados vientos.

Poco tardaría Serenuo en volver a estar habitado. Las familias de los supervivientes encontraban fácilmente abrigo y cobijo, por lo que sus fuerzas se reponían con éxito después de las cacerías, que cada vez eran más exitosas puesto que los animales también comenzaron a proliferar bajo la protección de la nieve cálida.
Con alimento y calor, las poblaciones humanas se multiplicaron. Además, Serenuo también comenzó a llenarse de otras tribus nómadas que emigraban huyendo del frío de sus respectivos países.

Aquel lugar se convirtió en un oasis de vida, que permanecería activo hasta que la última glaciación cesó y los hielos volvieron a retirarse a las montañas. Al contrario de lo que los más negros pronósticos auguraban, las glaciaciones tendrían su final al igual que habían tenido su principio.


La esperanza bajó de nuevo al planeta Tierra, y comenzó una nueva primavera. Una primavera que duraría miles de años.


lunes, 9 de noviembre de 2015

Memories of nobody (Yerai Feijoo)

El relato de hoy es una colaboración de Yerai Feijoo.

Foto: Marta Santos
No tuve una vida fácil.

Nunca nada lo ha sido para mí. Una noche más, tumbada boca arriba en la cama, con los ojos abiertos como platos. No es que me preocupara demasiado no poder conciliar el sueño, pues era algo a lo que ya me había acostumbrado. Más bien me preocupaba que todo me preocupara.

Cuando era pequeña, mi padre y madre se separaron. No fue un divorcio fácil y yo tan solo tenía cuatro años. Mi madre lo pasó mal y yo pude sentir cómo se sentía ella misma, pese a haber sido tan pequeña. Recuerdo perfectamente aquellos días.

Mis padres discutían a menudo, tarde o temprano tendría que pasar. Mi padre, al parecer, se fue con otra mujer. Mi madre tardó mucho más en reconstruir su vida. Por suerte, el piso estaba a nombre de mi madre, pero el coche se lo llevó él. Si lo piensas, habíamos salido ganando al menos en cuanto a bienes materiales se refiere. En cuanto a daños sentimentales, probablemente mamá lo haya pasado peor.

Pasaron tres años, y me enteré de que mi madre se estaba viendo con un hombre. De alguna manera, había vuelto a recuperar su sincera sonrisa y parecía volver a ser la misma que era. Podía notar cómo su actitud y su estado cambiaban enormemente para bien. La relación les iba viento en popa y a los pocos meses el nuevo amor de mi madre se asentó en nuestro piso. Y no venía precisamente sólo. Tenía un hijo de la misma edad que yo. Su nombre era Eduardo.

Le odiaba. Era un criajo estúpido, repelente y malcriado al que le encantaba picarme y vaya si lo conseguía. Muchas veces me enfadaba con él e intentaba pegarle, pero él o bien se escapaba o conseguía hacerme rabiar más, y entonces la que acababa llorando era yo. Teníamos también algunos días buenos en los que nos llevábamos más o menos bien, pero tarde o temprano teníamos que enfadarnos y discutir, y normalmente él llevaba las de ganar. Harta de esta situación, le dije a mi madre que su nuevo novio no me gustaba, con el lenguaje que puede tener una niña pequeña de siete años, pero mi madre enseguida notó la verdadera razón por la que le decía eso. No soportaba a Eduardo. Mi madre me prometió que hablarían ella y su nuevo novio con Eduardo y que intentarían que se portara mejor conmigo.

Parece que la charla dio sus resultados. O más bien, dio algunos resultados. El chico seguía metiéndose conmigo, sin embargo lo hacía en menos ocasiones e incluso a veces me pedía un, no muy sincero, perdón. Un pequeño capullo, que se suele decir. Un pequeño capullo al que le estaba empezando a coger cariño de aquella manera.

Los años pasaron y la relación entre nosotros seguía con sus constantes tira y aflojas. Eduardo iba a un colegio y yo iba a otro completamente distinto. En ese sentido, cada uno tenía su vida formada y sólo nos veíamos en casa y poco más. Cada uno con sus amigos y su propia vida.

Fue entonces cuando empecé a oír hablar un poco de uno de los mejores amigos de Edu, un tal Pablo. Por lo poco que hablaba Eduardo, parecía que se llevaban muy bien y de vez en cuando venían a casa a jugar a la consola. Mis amigas y yo, en cambio, preferíamos salir a dar una vuelta y cotillear un poco. Más o menos lo que hacen las chicas a esa edad.

Cuando llegamos a 4º de E.S.O, nuestras riñas infantiles fueron desapareciendo dejando paso a los típicos piques entre hermanos. Bueno, hermanastros. Que si ahora me tocaba a mí ducharme, que si Eduardo ha cambiado el canal de la tele, que si Noelia ocupa todo el sofá… las típicas riñas entre hermanos.

Por aquel entonces, yo había empezado a salir con un chico de mi clase llamado Javier. No nos iba nada mal, pese a que mis amigas en el colegio me decían que era un macarra y no era buena compañía. Yo me preguntaba cuán macarra podía ser un niñato de 4º de la ESO, y pasé un poco de los consejos de mis amigos.

No tardé en aprender que tenían razón. Javier me hacía regalitos, me invitaba al cine y fingía que le importaba, cuando lo único que le importaba en este mundo era perder su virginidad, y yo era lo que tenía más a mano. Poco después me enteré de que lo realmente había hecho Javier era una apuesta con sus amigos para ver quien perdía antes la virginidad. Despreciable. Pero me di cuenta tarde.

Una noche, fingiendo cortesía y amabilidad, Javi me acompañó hasta el portal de casa. Era tarde y ya apenas había gente por la calle. Javier me cogió del brazo y yo, ingenua de mi, creí que estaba siendo romántico. No. Forzó mi brazo contra la pared e hizo lo propio con el otro. Empezó a besarme ferozmente y yo luchaba por apartarle la cara. Incluso empezó a manosearme groseramente. No podía gritar, pues tampoco me apetecía que todo el vecindario supiera qué pasaba, así que forcejeaba e intentaba empujarlo, pero su fuerza me podía. Por suerte, e inesperadamente, algo golpeó a Javier por la espalda. Cuando Javier se cayó al suelo, lastimado, pude ver que se trataba de Edu. A continuación, cogió a Javier, que apenas podía erguirse, y le echó fuera del portal, cuando éste ya se sostenía en pie. Quería agradecerle a Edu lo que había hecho, pero me cortó con un lacónico:

No me des las gracias.

Cuando estaba subiendo la escalera a casa, añadió:

Y ten cuidado con qué clase de tíos te juntas, que pareces tonta.

¿He dicho que ya no lo odiaba tanto? Lo corrijo. A veces era odioso. Era como volver al pasado y reencontrarse con aquel niño asqueroso y repelente que me sacaba de mis casillas. Sí, me había ayudado, pero no entendía sus comentarios.

Al día siguiente corté con Javier. No pareció importarle mucho, pero al menos sé que no consiguió su desagradable objetivo.

Al cabo de unos meses, las malas noticias volvieron a casa. La boda entre mi madre y su nuevo compañero sentimental se acercaba. A mi madre le había costado mucho tomar la decisión de volver a casarse, dado el fracaso que supuso su anterior matrimonio, pero finalmente se había convencido y estaba dispuesta a dar ese importante paso.

Días antes de la boda, al compañero de mi madre le diagnosticaron cáncer. Era demasiado tarde, y murió. Sumida en la tristeza nuevamente, mi madre cayó en la depresión. Yo intenté apoyarla en todo lo que pude. Ella iba al psicólogo, yo intentaba ser fuerte y luchar por las dos, al fin y al cabo ya era mayorcita para entender estas situaciones. He de confesar que me habría resultado imposible aguantar todo sin la ayuda de Edu. Nos apoyó a las dos, pese a que era él el que peor lo estaba pasado. Su padre había muerto, y aun así no sé de donde sacaba las fuerzas para darnos apoyo a mi madre y a mí. Quizá…no era tan insoportable como parecía.

Una noche, en que la situación me sobrepasó, tuve una interesante charla con Edu. Sentada en mi cama, mirando al suelo con la mirada perdida, Edu se acercó a mi cuarto y me preguntó qué me pasaba. Yo le dije que mi vida era un caos. Los tíos guarros se acercaban a mí, mi madre siempre recibía palos con los hombres, sea de una forma u otra… Le conté lo del divorcio de mis padres y todo. Él me tranquilizo, me abrazó. Me dio todo su apoyo. Es algo por lo que nunca le estaré lo suficientemente agradecida. Puede que fuera mi hermanastro, pero para mí eso solo era una palabreja, yo le quería como a un hermano. O quizá como más que a un hermano.

Cuando terminé mis estudios en la ESO, le propuse a mi madre cambiarme de colegio. Me confesó que ella también se estaba planteando esa posibilidad. Estaba pensando en inscribirme en el mismo colegio que Edu. Al fin y al cabo, ya nada me ataba a mi anterior colegio, sólo un ex novio cabrón. En cambio, mi mejor amiga permanecía en ese colegio, y eso sí que me dolía. Le prometí que seguiríamos quedando y viéndonos. Al fin y al cabo, no me iba de la ciudad ni nada. Tan sólo me cambiaba de colegio. Eduardo recibió la noticia con alegría y yo me sentía mucho más aliviada. Sabía que podía contar con él y tenerlo en el colegio era un seguro a todo riesgo.

Pocos días después de ingresar en mi nuevo centro escolar, me enteré de que Edu se estaba viendo con una chica. A decir verdad, no sólo se estaban viendo, sino que en los recreos estaban muy acaramelados, juntitos y besándose. Por alguna razón, no me gustaba nada la chica con la que iba Edu. No eran exactamente celos. Simplemente esa chica me daba mala espina.

Esa misma tarde, quedé con mi mejor amiga (al fin y al cabo cumplía mis promesas) y dimos una vuelta para contarnos las últimas noticias. Ella me contó que mi ex ya estaba otra vez con otra pobre incauta. Yo le dije que en mi nuevo colegio todo estaba bien por el momento y le conté lo del noviazgo de Edu.

¿Tu hermano sale con una tía?—preguntó, curiosa.
¡No es mi hermano! ¡Hermanastro, hermanastro!—corregí ya, harta de tener que hacer esa puntualización.
Lo que sea, Noe. ¿Tiene novia?
Eso parece. Al menos en los recreos se les ve muy apegados.
Y a ti eso te jode, claro.
No me jode solo por el hecho en sí, sino porque creo que la chica con la que está no es una buena persona.
¿Te has dado cuenta de lo que has dicho, Noe? “No me jode sólo por el hecho en sí…”—repitió recalcando la palabra sólo.
Vale…lo admito…puede que sienta algo por Edu.

Mi amiga empezó a sonreír pícaramente. Bajé la cabeza, roja como un tomate.

Cuando llegamos al centro comercial, vimos a una chica que a mí particularmente me sonaba mucho. Y estaba jugueteando con un chico, y no precisamente al escondite. La chica era la supuesta novia de Edu. El chico iba en mi clase, pero no recordaba su nombre. Le dije a mi amiga que esa era la novia de Edu y ella rápidamente dijo:

Vaya, vaya….interesante. Espera que saque el móvil.
¿Vas a sacarles una foto?
¡Claro, tonta! Así, si Edu no se cree que su querida amada es una guarra del tres al cuarto, tendrás una prueba.

Callé. Tenía razón. Sacó la foto y decidimos alejarnos del centro comercial.

No pude esperar ni veinticuatro horas. Esa misma noche, en cuanto Edu llegó a casa tras haber estado con su novia, le dije que tenía que hablar con él.

Fuimos a su cuarto, y a decir verdad, apenas hablé. Simplemente dejé el móvil tirado en la cama, con la foto puesta. Me apoyé contra la pared y le dije:

Ten cuidado con que clase de tías te juntas, que pareces tonto.

Sin más, me fui de su cuarto. Dejé que él mismo se diera cuenta de las evidencias. No tardó en venir a mi cuarto a contarme qué había pasado. Le expliqué que la habíamos visto en el centro comercial y que le habíamos sacado la foto para que vieras con que clase de gente se arrejuntaba. Me dio las gracias y me dijo que estábamos empatados.

La verdad es que no somos muy buenos en las relaciones, ¿eh?

Se rió.
No, deberían darnos un cursillo acelerado.
O quizá es que la persona con la que deberías estar está tan cerca que te cuesta verla.—dije, cabizbaja.

Eduardo no dijo nada. Y antes de que pudiera articular palabra, le dije:
Edu, desde hace tiempo…
¡No acabes la frase, Noelia!—me interrumpió.
Pero…
¡Que no, joder!
¿Qué te pasa? ¿Por qué?
¡Somos hermanos!
¡Que somos hermanastros, leches! ¡No hay vínculos de sangre!
Me dan igual los vínculos, Noe. Yo a ti te veo como una hermana a la que adoro, pero simplemente una hermana. No tengo atracción física por ti. Puede que no haya vínculos sanguíneos, pero sí emocionales, y muy fuertes.
Es decir…—empecé a hablar, cortada, llegando por mí misma a una clara y desafortunada conclusión.
Es decir, que sólo eso. Hermanos. Nada más.

Tras esas palabras, se marchó de mi cuarto. No sabría decir porqué, pero no le veía muy convencido de lo que decía.

Pese a todo, Edu se siguió portando igual de bien conmigo. Hacíamos coñas, reíamos, quedábamos con sus amigos, que me caían muy bien, y nos divertíamos mucho. A veces incluso se venía mi mejor amiga con nosotros.

Pero en el fondo de mi alma, no podía evitar pensar que el chico de mi vida se me había escapado por un estúpido vínculo no sanguíneo, llamado “cariño de hermano”. O, mejor dicho, “cariño de hermanastro”.

No iba a olvidarle fácilmente, ni quería. Y es difícil olvidar a alguien cuando lo tienes en casa todo el día y convives con él. El curso avanzó y, días después, ocurrió el accidente. El resto, como se suele decir, es historia.”

lunes, 2 de noviembre de 2015

El gato que brincaba por los tejados

Foto: Marta Santos
Se hace de noche en la ciudad.

Las farolas iluminan el suelo con círculos de luz a su alrededor, y el viento comienza a levantarse, frío. La mayoría de la gente se refugia en sus casas, al calor de su calefacción. Se ven algunos individuos corretear despistados, apretándose la gabardina contra el pecho para protegerse del aire. Sólo algunos locos se quedarían al frío en esta gélida noche invernal. Y ese es el caso de nuestro gato.


Micifuci era un gato valiente, intrépido. Ni la lluvia ni el frío conseguían amilanarlo. Era un as consiguiendo refugios cálidos, cartones para taparse, mantas raídas o ropa vieja de los contenedores. En las noches muy frías, como la de hoy, se confeccionaba un cálido abrigo con los trapos que recogía del suelo, y luego salía corriendo a darse un garbeo por los tejados, que era lo que más le gustaba.
 Su afición favorita era competir contra otros gatos callejeros por ver quién era el más rápido, el que más alto saltaba y el más hábil a la hora de realizar cabriolas y piruetas. Solía ganar por goleada, porque se pasaba los días ensayando, hasta que llegaba la noche. Sólo dormía al amanecer y al atardecer. No era un gato que necesitase dormir mucho.
Esta noche pocos gatos compiten. El frío ha desanimado a muchos, ya que sólo los más calurosos, los que tienen mucho pelo o los que se abrigan, como Micifuci, logran soportarlo.
Hoy voy a realizar una cabriola como nunca habéis visto —se jacta Micifuci, cuando empiezan a llegar sus compañeros.
A ver, a ver, que siempre nos dices eso y al final... —comienza a quejarse Bigotillos.
Al final... ¿qué?
Nada, nada, que al final siempre acabas ganando —reconoce el gato de los grandes bigotes.
Bien, así me gusta —.Micifuci sonríe—. Pues bien, ¿empezamos?
Hay que esperar a que llegue Tornado —interviene un gato blanco que contempla la escena sentado al lado de un contenedor.
¿Tornado? ¿No decían que estaba enfermo? —pregunta Micifuci.
Sí, eso decían. Pero se ha recuperado enseguida.
A Micifuci le recorre un escalofrío de arriba abajo. Con eso sí que no cuenta. Tornado es el único gato en toda la ciudad que puede competir contra su “Doble vuelta mortal” con un sólo giro de zarpas y dejarle en ridículo. Sin embargo, no se amilana. No ha ensayado esa pirueta los últimos siete días para nada. Es su secreto más espectacular, y ha estado pensando en desplegarlo toda la semana hasta hoy, así que lo hará. Cueste lo que cueste, se presente quien se presente. Incluso delante del mismísimo Tornado, si hace falta.
Micifuci empieza a hacer los estiramientos de patas y de lomo mientras los gatos que han decidido venir hoy esperan la llegada de Tornado. El viento sopla, cada vez más implacable. Parece que las condiciones atmosféricas no van a ser las ideales.
No importa, Micifuci, ¡tú dalo todo! Van a ver de lo que eres capaz. La cabriola de hoy te va a salir espectacular. La tienes completamente dominada, nada puede fallar, así que tú solamente concéntrate en hacerla bien —se anima a sí mismo.
Vaya, vaya... A quién tenemos aquí. Al gato debilucho y enclenque de las patitas finas. Me han dicho que hoy vas a sorprendernos a todos. A ver con qué saltito nos animas hoy, pequeñín. Luego, cuando acabes, déjale hacer a los mayores —. La mole grisácea rayada de Tornado proyecta su sombra sobre un nervioso Micifuci. Afortunadamente, los nervios sólo los guarda en el interior.
Guárdate tu chulería, Tornado. Yo hoy sólo he venido a saltar. Así que, por favor, déjame pasar.
Dicho esto, Micifuci se encarama de un salto a la barandilla de la terraza más cercana. No mira hacia atrás. Todas las caras de los gatos que han venido hoy están ávidos de verlo dudar, de verlo caer, y no puede dejarse arrastrar por el miedo. Camina con paso firme sobre la barandilla, y cuando llega al final, se decide rápidamente a saltar al tejado realizando una “Vuelta de zarpa con zarandeo circular de rabo”. 
El grupo de gatos lanza un “¡Ohhhhh!” de admiración, pero es el ritual. Están acostumbrados a la destreza de Micifuci, pero hay que darle emoción. Además, ese paso es el previo a aquellos pasos increíbles e inesperados que prepara a conciencia cuando no le ve nadie, y con los que luego se dedica a sorprender al personal. Ahora mismo está en la antesala de uno. Probablemente, el que ha anunciado al inicio del espectáculo. El paso que, de salirle bien, haría frente al mismísimo Tornado. Y en caso contrario, firmaría su derrota aplastante y humillante.
Venga Micifuci. Concéntrate. Sólo tienes que saltar. Un, dos, un, dos. Como siempre. Luego, al llegar al borde del tejado, juntar las cuatro patas debajo del estómago y dar la “Media vuelta tirabuzón” un poco más alargada de lo normal. Es como siempre, pero juntando las patas y durando un poco más. No pasa nada. Lo dominas. Adelante, ¡hale hop! —. Después de volver a tranquilizarse a sí mismo, Micifuci procede a saltar, de una manera casi inconsciente. 
Sólo dejándose llevar por la inercia del giro inicial y dejándose a merced del viento.
Sintiendo la caída, poco a poco, hasta ver acercarse las tejas del tejado de enfrente. 
Entonces, posa sus patas. En ese momento, ha terminado su ejecución. Micifuci se gira hacia su público, hace una reverencia y luego se hace a un lado. Trata de escrutar las caras de los asistentes, procurando descifrar en su expresión qué les ha parecido aquella pirueta. Los ve mantener los ojos muy abiertos.

Algunos incluso dejan que alguna pequeña lagrimilla se derrame y caiga de sus ojos al suelo. Micifuci sonríe. Sabe entonces que ha estado bien.
Bueno, bueno. Vale ya de contemplar a niñatos. Dejadme a mí —. Tornado trata de restarle importancia al asunto, y se sube a la barandilla para comenzar él también. Debe empezar lo antes posible su ejecución, para que los gatos asistentes olviden rápidamente la impactante pirueta de Micifuci. Sigue caminando por la misma barandilla por la que el anterior gato ha comenzado su espectáculo. Se balancea ligeramente de un lado a otro, demostrando la gracia y la elegancia de sus movimientos. A pesar de su enorme tamaño, Tornado es un gato grácil.
Salta hacia el borde del tejado con una “Media vuelta mortal”, lo cual lo hace granjearse la admiración de todos aquellos gatos que antes lloraban, emocionados por la destreza de Micifuci. Cuando se posa sobre las tejas, trata de enlazar el anterior salto con un “Triple mortal”, su paso especial y el más espectacular de todos los pasos que hayan podido ensayar alguna vez los gatos de aquella ciudad. 
Es entonces cuando pierde pie, y se cae. El golpe suena terrible. Una teja se ha roto. Tornado se retuerce sobre su espalda, gritando de dolor. Micifuci no lo piensa más. Acude en su ayuda, y lo carga sobre su delgado lomo.
¡Rápido, llamad a una ambulancia! ¡Puede haberse roto algo!
Micifuci, con Tornado a su espalda, salta del tejado abajo. Todos los gatos lo miran, estupefactos, pues Tornado es mucho más grande que Micifuci. Sin embargo, él no parece darse cuenta. Sus ganas de ayudar a su competidor le hacen olvidarse de todos sus males. Cuando llega abajo, el resto de gatos lo ayuda a cargarlo, aunque no por mucho trayecto porque la ambulancia se da prisa en llegar.

Querido amigo, has ganado tú —dice Tornado en la camilla del hospital unos días después, ya recuperado.


lunes, 19 de octubre de 2015

Verduralandia

Foto: Marta Santos
Verduralandia era el país favorito de todos los niños.

Sólo tenía verduras y frutas frescas para comer, pero las había de tantos tamaños, texturas y sabores diferentes, que sus sentidos se perdían entre tamaña y deliciosa oferta. Por si fuera poco, también muchas de estas verduras tenían sabor a chocolate. Era tan sumamente fácil comer sano allí, que ninguno de sus habitantes tenía que someterse a dieta ni tenía niveles altos de colesterol.


En los estantes de los supermercados se almacenaban las verduras, frescas y etiquetadas por sabores. La tarta de verdura con sabor a vainilla era de las más solicitadas, aunque la de sabor a chocolate seguía siendo la reina.
Los niños rara vez se ponían enfermos, pero cuando lo hacían, tres o cuatro días de reposo acompañados por un caldito de verduras caliente eran suficientes para sanar todos sus males.
Había tantísimas frutas y verduras en aquel país, que cuando sobraban se hacían concursos. Uno de ellos era el de la talla del tomate. 
Como podréis suponer, el concurso de la talla del tomate consistía en realizar complejas figuras y estatuas, utilizando para ello tomates a los que daban las formas más caprichosas. Había esculturas realmente grandes, puesto que también se podían aglomerar los tomates para formar una mole tan grande como se quisiese. 
De todos los concursos anuales que se celebraran aquel país, el de la talla de tomates era el más famoso. Reunía cada año a escultores venidos de todas las puntas del país, que se dirigían con sus cuchillos hábiles a Ciudad Verdura, la capital del país y sede del campeonato. A veces se admitían incluso a ciudadanos de otros países. Aunque los franceses, todo hay que decirlo, no eran muy bien recibidos en el concurso de la talla del tomate.
En el año del que vamos a hablar, la plaza en la que se exponían los trabajos finalistas se hallaba muy concurrida. En el centro se había colocado la escultura del ganador del año pasado, que consistía en un barco gigante con un montón de velas y cañones, todo ello esculpido con tomates. Había sido conservado en un enorme congelador para poder ser mostrado de nuevo este año. Los niños que más se acercaban a ver el barco podían incluso discernir algunas figuras encaramadas a los mástiles o asomadas a cubierta, realizadas también con la hortaliza roja.
Además de esta escultura, que era la que más gente atraía, se encontraban las obras que entraban a concurso este año. Estaban colocadas alrededor de la escultura del barco, formando dos anillos concéntricos entre los cuales se desplazaba la multitud.
¡Mamá, mamá! ¡Mira aquella estatua! ¡Es un señor que hace pan!
En efecto, una de las piezas consistía en la representación de un panadero, con sus barras, sus baguettes e inclusive el horno donde cocía el pan. También había una escultura de un frutero, con sus cajas de frutas todas ordenadas; otra de un niño en monopatín; otra que  consistía en un decorado del fondo del mar, con algas, peces, medusas y otros seres marinos... Y había una muy pequeña, casi invisible para los regueros de personas que merodeaban por la plaza, que consistía en una pequeña mariposa encima de una flor. Al lado de las otras obras quedaba ciertamente deslucida, y casi no llamaba la atención. Se escondía entre la estatua de un marinero y otra muy original que representaba a una moto. Su autor era un niño de diez años que padecía síndrome de Down. Sus padres no lo habían dejado presentarse, pero él, a escondidas, había rellenado la ficha de inscripción.
No ganarás —le decía su padre—. Piensa que a ese concurso se presenta gente mucho más mayor y más preparada que tú, y por mucho que te guste esculpir los tomates, no puedes hacer nada contra ello. Pero tómalo como un pasatiempo —continuó, dándole una palmada en la espalda.
El niño se puso a llorar desconsoladamente.
No te preocupes, cariño. —Su madre trataba de animarlo—. Ya verás cómo cuando te vayas haciendo mayor vas esculpiendo mejor, y vas cogiendo práctica para presentarte al concurso. Algún día, serás capaz de hacer una estatua tan bonita, tan bonita, que sea la envidia de todas. Y seguro que consigues ganar, ya lo verás. —Al verlo más consolado, su madre terminó por darle una palmadita en la espalda también. En el fondo, tenía la esperanza de que el niño abandonara su loca idea para el año siguiente.
Sin embargo, él no dejó de darle vueltas a la idea. A escondidas de sus padres, sin que le vieran, se fue a la frutería a comprar un kilo de tomates, que guardó en su habitación. Lo hizo el día anterior al concurso, por la mañana, y se pasó toda la tarde dándole forma a su mariposa y a su flor. Él creía que era una escultura bonita, y, si no podía conseguir ganar, al menos lograría exponerla y que alguien la viera al pasar por entre las otras magníficas obras.
Esa tarde en que la llevó a la plaza, el sol ofrecía un brillo especial. Todas las estatuas de tomates brillaban, relucientes. El niño se acercó hasta la mesa central, donde repartían las acreditaciones, y allí le indicaron varias opciones donde podría colocar su pequeña estatua. Eligió un reducido espacio entre una estatua de un marinero y la de una moto, porque siempre le había atraído la idea de convertirse en un surcador de mares, o de tener su propia motocicleta.
Se pasó toda la tarde sentado al lado de su obra, viendo cómo la gente iba y venía, observando todas las piezas presentadas a concurso. Algunas suscitaban mayor interés que otras, pero, en general, la gente parecía bastante indiferente. Llevaban un montón de años viendo el concurso de las estatuas de tomates, y aunque para un primerizo era algo sin duda espectacular, para los habitantes de Ciudad Verdura pocas cosas podían llamarles ya la atención. Sin embargo, al pasar por delante de la pequeña estatua del niño, las reacciones diferían ligeramente con respecto a las mostradas al ver el resto de las piezas.
Caramba, qué cutre. Ahora ya ni se esfuerzan en hacer algo decente —murmuró una señora—. Hay que tener cara para presentar algo así.
Pues a mí me gusta —le respondió su hijo pequeño, que iba agarrado de la mano—. Las mariposas me parecen muy bonitas.
No me parece digna de este concurso —comentó otro señor.
Podrían al menos haberla hecho más grande — observó un chico.
Más gente fue pasando y pasando, cada cual haciendo sus comentarios. La verdad es que al niño lo habían puesto bastante triste.
Pequeño, ¿sabes quién ha hecho esta escultura? —le preguntó un señor.
El niño tardó un rato en contestar. Una pequeña lágrima surcó su mejilla, mientras apretaba los dientes. Luego movió la cabeza de lado a lado, nervioso, como mostrando una negación. Sin embargo, cuando terminó, lo reconoció:
La he hecho yo.
El señor miró al niño de arriba abajo, atónito. Luego, sin mediar palabra, se alejó en dirección al centro de la plaza. Allí se unió a un grupo de hombres y mujeres que charlaban animadamente. Al cabo de un rato, se subió al palco de color verde que habían instalado para la entrega de premios, y comenzó a hablar por el micrófono:
Queridos ciudadanos de Ciudad Verdura —comenzó—. Llevamos ya veintisiete ediciones de nuestro famoso y mundialmente conocido concurso de talla de tomates. En estos veintisiete años hemos premiado de todo: la originalidad, la espectacularidad, la grandeza, el detallismo, el mensaje... Pero hoy me gustaría que el premio fuera diferente. Nos gustaría premiar, tanto a mí que soy vuestro alcalde como al comité de entrega de premios, a la escultura realizada por el pequeño joven Rubén García, autor de la obra “la mariposa en el rosal”. Lo vamos a premiar por su tesón, por su valentía, y por su hermosa simplicidad. Rubén, por favor, sube al palco a recibir tu premio.
El niño, atónito, no se creía lo que estaba escuchando. Pero la mirada que el señor le dirigía directamente a él no dejaba lugar a dudas: ese año había ganado el premio.
Subió vacilante al palco, y cuando lo hizo, pudo ver a sus dos padres observándolo emocionados. Lo miraban y lloraban. Se habían acercado aquella tarde a pasar el rato observando las esculturas participantes, pero no podían imaginarse que su hijo les hubiera desobedecido y se hubiera presentado al premio. Y menos aún, que fuera a ganarlo.
Hola —dijo Rubén, sosteniendo su recién conseguida copa en la mano—, me llamo Rubén. Me he presentado a este concurso porque me gustaba mucho esculpir los tomates. No me esperaba ganarlo, y menos aún cuando escuché a la gente decir que mi mariposa no les gustaba. Pero no importa, estoy muy agradecido al alcalde por haberme dado el premio, y a todos vosotros por venir a ver las esculturas. ¡Ah! Y también quería darles las gracias a mis padres, que son los que me cuidan, me visten, me dan de comer y juegan conmigo.

Toda la plaza estalló en una gran ovación, llena de aplausos y vítores. La gente estaba de acuerdo en que Rubén hubiera ganado el premio.



lunes, 12 de octubre de 2015

El tiovivo y la tienda de pájaros

Foto: Marta Santos
No todos los feriantes son iguales.

Álvaro, por ejemplo, era un feriante fuera de lo común. Vivía siempre en la misma ciudad, y sólo sacaba su atracción cuando llegaban las fiestas de ésta, una vez al año. Él, además, tenía una tienda de pájaros. No vendía ninguna otra mascota, pues ningún otro animal le gustaba lo suficiente como para tenerlo en su tienda.

Es por esto que aquella tienda, poco a poco, se convirtió en el referente de toda aquella persona que quería comprar un pájaro, pues Álvaro sabía muchísimo de estos. Tenía un montón de pájaros, y de todas las especies imaginables: colibrís, canarios, ruiseñores, loros, golondrinas, estorninos... y hasta un quetzal.

El quetzal era un ave de Sudamérica, a la cual era realmente difícil ver volar en libertad. Los antiguos aztecas le llamaron “quetzal” de la palabra “quetzalli”, que significa “sagrado o precioso”. Sólo se juntaba con otros quetzales en época de cría, y decía la leyenda que moriría si alguien lo capturaba y lo privaba de su libertad. Sin embargo, el quetzal de Álvaro llevaba ya cinco años con él en su tienda.
 Era realmente precioso, con el pecho y las alas verdes y un vientre de color rojo encendido; aunque lo que más llamaba la atención de su fisionomía era la larga cola verde que salía de su pequeño cuerpo. Álvaro lo había encontrado en una expedición por la selva, resguardado en el hueco de un árbol. Nadie más se daba cuenta de su presencia, aunque el pequeño quetzal miraba fijamente a Álvaro, como si lo conociera. En ese momento, el chico se quedó embobado mirándolo.
Avanzó ligeramente, dando un paso hacia adelante, procurando hacerlo despacio y en la dirección contraria a la del viento, para que la pequeña ave no se asustase. Sin embargo, la pequeña criatura no parecía dispuesta a moverse de allí, pasase lo que pasase. Incluso tras un pequeño resbalón de Álvaro producido al pisar una piedra, el quetzal se quedó inmóvil en su árbol, con la mirada continuamente fija en el chico. Aquello era lo que en el lenguaje del amor se llamaría “un flechazo”. Él no lo dudó más, y cuando llegó a la altura del quetzal, lo invitó a posarse sobre su dedo, cosa que el ave hizo con gusto.
Continuaron así hasta terminar la expedición y llegar al hotel, y entonces Álvaro se buscó una manera adecuada de transportarlo. El quetzal aguantó todo el viaje de vuelta a España, y es más: cada vez parecía estar más vivo. El chico procuraba cuidarlo bien y alimentarlo de aguacatillos y moscas, tal como haría el mismo pájaro de encontrarse en libertad.
Aquel ejemplar de quetzal que podía estar vivo en cautividad no tardó en llamar la atención de los naturalistas, lo que atrajo a un montón de gente a aquella tienda y la llenó de una fama que, a día de hoy, cinco años después, todavía perduraba.
Álvaro sabía que no podía despegarse demasiado de aquella maravillosa ave, pues podría morir y él se sentiría muy culpable. Así que, poco a poco, dejó de pasear su tiovivo por todas las fiestas de la comarca, y empezó a sacarlo cada vez menos. Hasta ese momento, Álvaro había sido uno de los feriantes más activos y que más se movían, pero la cercanía del quetzal y el éxito cada vez mayor de su tienda de pájaros hicieron que tuviera que pasar más tiempo pendiente de estos.
Sin embargo, el tiovivo que habitaba en su corazón nunca dejaba de girar, y es por eso que, aunque fuera sólo una vez al año, Álvaro montaba su tiovivo y lo sacaba a la calle para que los niños pudieran montarse en él y divertirse. Las caras de los pequeños divirtiéndose en su atracción eran algo que lo llenaba de vida y que se quedaba grabado en su retina hasta el año siguiente. Además, cuando algunas personas iban a comprar sus pájaros acompañadas de sus hijos pequeños, sucedía en ocasiones que uno de ellos lo miraba y sonreía. En ese momento, Álvaro sabía que aquel niño o aquella niña habían estado montados en su tiovivo.
El quetzal, volando libre por la parte delantera de su tienda, era lo que más les llamaba la atención, tanto a los niños como a cualquier visitante. El dueño de la tienda no quería enjaularlo, pues, a pesar de que su especie no aguanta la cautividad, este ejemplar había acudido a él y se había adaptado perfectamente a su espacio. Así que quería agradecérselo dejándolo disfrutar de una libertad que los otros pájaros no tenían.
Nunca nadie quiso comprarlo, a pesar de estar a la vista de todos y ser el pájaro que más llamaba la atención. La simbiosis entre él y Álvaro era tan perfecta que cualquier persona entendía que no podría privar al quetzal de su dueño actual, puesto que estaban hechos el uno para el otro. El destino los había unido en la selva, y permanecerían juntos hasta que alguno de los dos muriese. Álvaro trataba de cuidar mucho al quetzal para que el momento de la separación no llegase en su vida.
Tanto era el aprecio que sentía Álvaro por aquel pájaro, y tanta la confianza en que jamás se le perdería, que comenzó a llevarlo a las fiestas de la ciudad, para estar con él mientras su tiovivo giraba, alegrando al gentío. Lo llevaba suelto, como siempre, pero posado en su hombro, como un capitán pirata llevaría a su loro.
Aquella figura del dueño del tiovivo con su quetzal descansando en su hombro se hizo tan mítica que mucha gente comenzó a coger como tradición acercarse a ese tiovivo o dar una vuelta en él, sólo para verle.

Sin embargo, los años fueron pasando, y desgraciadamente una extraña e invasiva enfermedad se hizo presa de la salud de Álvaro en pocos días. Él procuraba cuidarse e irla sobrellevando, pero llegó un momento en el que tuvo que ser ingresado en el hospital. Aquello era a lo que más temía en el mundo, pues al ingresarlo en una habitación de ese lugar tendrían que separarlo de su preciado quetzal.
La hermana de Álvaro le insistió a las enfermeras, a los médicos y a todo el personal de aquel hospital: tenían que dejar entrar al pájaro en la habitación de Álvaro. El enorme amor que sentía por él sería un incentivo realmente valioso para luchar por su propia recuperación. Debido a su insistencia, su entusiasmo y su seguridad, la mujer consiguió que aquella gente le hiciera caso, y a las dos semanas, dejaron entrar al pájaro en la habitación.
Álvaro, que se encontraba ya agonizante y en los estertores de la muerte, tuvo una súbita recuperación. Durante dos días fue capaz de comer y hablar con absoluta normalidad, e incluso fue capaz de levantarse de la cama un rato.
Sin embargo, esa mejoría duró poco, y al tercer día volvía a encontrarse acostado sobre la cama, exánime. El quetzal, entonces, se posó sobre su pecho. Y, como si en ese momento hubiera adivinado el estado de su dueño, Álvaro murió.
La hermana, entonces, se hizo cargo del quetzal.

Cuando hubo pasado el momento doloroso de aceptar aquella muerte, la mujer comenzó a habituarse a cuidar del animal. Comenzó a sentirse mejor en parte gracias a aquel animal, que la seguía fiel, como si quisiera que continuara su vida feliz. Y realmente ésa debía de ser su intención, pues, cuando ya la hermana se hubo recuperado de la muerte de Álvaro y retomó con serenidad y alegría su vida normal, el quetzal murió.