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lunes, 16 de mayo de 2016

الناسك

El ermitaño

Foto: Marta Santos
Había una vez un ermitaño sentado en un cruce de caminos.

Era un hombre no muy mayor; lo suficientemente anciano como para tener un cabello y una barba encanecidos, pero lo suficientemente joven como para poder cargar sobre su espalda una gran roca que lo acompañaba día y noche.

El ermitaño miraba al camino de la derecha al rompiente; y suspiraba. Al poniente, observaba con melancólicos ojos el camino de su izquierda, y volvía a suspirar.

Una lechuza y un caracol que habitaban el lugar lo llevaban contemplando varias semanas, hasta que se decidieron a hablarle.

Una noche oscura, en la que la luna había huido del horizonte, la lechuza inició una conversación con aquel hombre. Eligió el momento en el que él parecía haberse perdido por completo entre las estrellas que observaba con melancolía.

Hace treinta noches que moras por estos parajes. ¿Qué te hace aguantar las gélidas noches de este lugar, y soportar la lluvia y el calor asfixiante sin moverte de aquí? ¿Hay algo que estés buscando?

El hombre, acostado sobre la hierba, retiró ligeramente la capa que lo envolvía y que le tapaba la boca.

Hacía tiempo, buscaba algo. Pero creo que me he olvidado de lo que era.

El ermitaño, todavía recostado, se dio la vuelta para dar por finalizada su respuesta. Mas la lechuza, perpleja, prosiguió con la conversación.

¿Cómo se va a olvidar uno de lo que busca?

El hombre permaneció en silencio unos instantes, dubitativo. Luego, se decidió a pronunciar sus pensamientos.

Es difícil de explicar. Era algo que me importaba mucho. De hecho atravesé campiñas y desiertos para poder encontrarlo. Pero un día, sin saber por qué, apareció esta piedra sobre mi espalda —el ermitaño señaló hacia la roca que reposaba a su lado—. Desde entonces, se me hizo más difícil caminar. Cada día se tornó una lucha sin tregua para poder avanzar, y poco a poco, mis pasos se fueron enlenteciendo. Hasta que llegué a este cruce de caminos, y no supe elegir por cuál proseguir mi búsqueda. El peso de la roca se tornó insoportable, y tuve que sentarme a descansar. Desde entonces estoy reflexionando por dónde debo continuar.

La lechuza ladeó su plumosa cabeza.

¿Y todavía no lo has decidido?

El hombre suspiró.

Cada mañana vuelvo a cargar la pesada roca sobre mi espalda. Entonces miro hacia el camino de la derecha, y considero que es una mala idea seguir por ahí. Luego contemplo el camino de la izquierda, y se me antoja una locura internarme por él. La roca entonces se vuelve más y más pesada, y solo espero a que retorne la oscura noche para poder descargarla de mi espalda y depositarla en el suelo, a mi lado mientras duermo.

¿Por qué no te deshaces de esa roca? Déjala en este lugar, y prosigue tu búsqueda. Elijas el camino de la izquierda o el de la derecha, ambos te llevarán a algún lugar. Pero si no te decides por ninguno, te quedarás aquí para siempre, inmerso en dudas.

Aquel ermitaño se incorporó. Sentado en el suelo, comenzó a acariciar aquella pétrea mole.

Hace mucho que la llevo conmigo. Se ha convertido en mi compañera de camino. Ya no sé lo que es vivir sin ella. Si no la llevo, creo que no podré llegar a ninguna parte.

Nunca llegarás a ninguna parte si la sigues llevando contigo —musitó la lechuza, más para ella misma que para el ermitaño, que permanecía abstraído contemplando a su pesada compañera de piedra.

La lechuza se alejó volando, y llegó el día varias horas después. Con él, surgió de entre la hierba el pequeño caracol, que había estado escuchando en silencio la nocturna conversación del ave y el hombre.

Quizás yo pueda ayudarte —susurró el diminuto gasterópodo. El ermitaño, ya con la piedra cargada a sus lomos, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para discernir de dónde provenía aquella voz.

¿Por qué dices eso? —le preguntó.

He estado escuchando tu conversación con la lechuza. Yo también llevo mi casa a cuestas—prosiguió el molusco—. Pero mi caso es diferente. He elegido una casa ligera, que me sirve para guarecerme cuando el tiempo no acompaña, que me protege y que me ayuda en mi camino. Pero tú soportas una piedra que no te ayuda para nada. Te destroza la espalda cada día con mayor crueldad, te impide caminar y no evita que la lluvia, la nieve o el calor fatigue tus entrañas. Dime, ¿qué es lo que has conseguido desde que portas esa pesada carga sobre tus hombros?

El ermitaño miró hacia el horizonte con los ojos vacíos. Sabía que, desde que la piedra lo acompañaba, no había conseguido nada. Solo mirar hacia el camino de la derecha al alba, y mirar hacia el camino de la derecha durante el ocaso. Y suspirar.

Nada cambiaría aunque la depositara en el suelo y la abandonase aquí. No sé por cuál de estos dos caminos debo seguir.

Prueba.

¿Qué?

Que pruebes —insistió el caracol—. Deja la roca sobre la hierba, y prueba entonces a elegir tu camino.

El hombre dudó. Miró a la piedra, y el apego que sentía por ella le dificultó soltarla. Miró al caracol, y la curiosidad por ver hacia dónde conducían sus palabras pudo más.

Entonces la depositó en el suelo.

La liberación y el alivio que sintió en ese momento fueron descomunales. Observó los dos caminos, y los dos le parecieron maravillosos. Eligió el de la izquierda, y comenzó a caminar. Si algún día descubría que no llevaba a ninguna parte, entonces volvería a aquel cruce de caminos y elegiría el de la derecha.


Si la culpa que portamos es ligera, quizás nos ayude a continuar el camino en época de tempestad.
Pero la culpa, cuando es pesada, se convierte en una losa que nubla el entendimiento y nos impide avanzar.

lunes, 9 de mayo de 2016

Taşkınlık yapan suçlu illa

El rebelde siempre es el culpable

Ilustración: Marta Santos
Había una vez un país donde todo el mundo tenía una herida en el cuello.

Era una herida pequeñita, formada por dos pinchacitos, unos centímetros al lado de la arteria carótida derecha.

La tradición mandaba que todos los niños, desde los tres años, se autolesionasen clavándose un pequeño aparatito con dos agujas en dicha zona. Debían hacerlo todos los días antes de acostarse. Durante el resto de su vida.

Cualquier ciudadano de pro hablaba abiertamente de cómo se había herido desde antes incluso de la edad estipulada, presumiendo de no haber fallado un solo día en ejecutar los pinchazos. Además, en este país, era todo un honor haber sufrido desmayos y dolores por seguir la costumbre. Los más ejemplares alababan la tradición con ímpetu y determinación, conociendo sus orígenes con fechas exactas y difundiendo las historias de aquellos ciudadanos ilustres y respetados que habían contribuido a perpetuarla.

Al principio, los punzamientos se ejecutaban manualmente, con dos agujas de coser que se clavaban una después de la otra. La ausencia de condiciones higiénicas hacía que a muchos se les infectasen las heridas, y, al tener que seguirse clavando a pesar de la infección, la zona acababa engangrenándose. Las muertes entonces no eran infrecuentes.

Sin embargo, los tiempos habían avanzado, y ya nadie se clavaba agujas usadas para la costura. Ahora todo el mundo tenía en su casa un pequeño aparatito con dos agujas retráctiles que se sacaban sólo en el momento de los pinchazos. Dichas agujas se esterilizaban antes y después de su cometido con una solución muy barata y eficaz que se vendía en todas las farmacias. Las muertes ahora sí eran infrecuentes.

Lo que no había cambiado desde el inicio de los tiempos era el código de honor.

Nunca, jamás, bajo ningún concepto, la herida podría ser vista por otra persona. Ni siquiera de la propia familia.

Para ello discurrían las más variadas estrategias. Las mujeres usaban pañuelos y fulares. Los hombres, corbatas anchas y cuellos de camisa altos. Hombres y mujeres también acudían a bufandas en invierno, bragas cuando hacían deporte, joyas suntuosas, jerseys y camisetas de cuello vuelto... Asimismo, habían inventado una tira fina de tela de algodón que rodeaba al cuello y se usaba cuando uno estaba en pijama o hacía mucho calor.
Ni siquiera durante las relaciones sexuales las personas podían descubrirse esa zona.
Sería una vergüenza.

La herida se consideraba monstruosa, desagradable, antiestética, horrenda. Enseñársela a otra persona era una agresión.

Pero todos se la seguían haciendo cada día antes de ir a dormir.

Un día, hubo un niño que fue a la escuela con el cuello descubierto.
Los profesores tomaron cartas en el asunto, y se le aplicaron los castigos pertinentes.

Sin embargo, la cosa no quedó ahí.
Un mes de mayo, en el que las temperaturas eran suaves y la brisa cantaba canciones con las hojas de los árboles, un chico se presentó en medio de la plaza principal de la capital del país. Exhibía su cuello completamente descubierto, y en él... ninguna herida.

Al poco de pararse en mitad de aquella plaza, sus padres se abalanzaron sobre él. Llevaban con ellos el pequeño aparatito de los pinchazos, e intentaron infructuosamente clavárselo a su hijo en el cuello.
No fueron capaces, pues el chico era grueso y corpulento, y revolviéndose desesperadamente fue capaz de zafarse de ellos.

No obstante, la policía llegó en pocos minutos y, entre cuatro oficiales, lo introdujeron dentro de un furgón blindado.

¡No lleven a nuestro hijo! ¡Cumplirá con la tradición, se lo prometo! —gritaba la madre desesperada. Braceando al aire trataba de deshacerse de su marido, quien le impedía agarrar a los oficiales—. ¡Tengo el pinchador aquí! ¡Si nos lo deja unos minutos, nosotros lo convenceremos!

El hijo, ya esposado y sentado dentro del furgón, dejaba caer una lágrima por su mejilla izquierda.


Jamás me convencerás, mamá —musitó—. Jamás.

lunes, 2 de mayo de 2016

Au moment du printemps

Durante la primavera

Foto: Mar...  ta Santos
Quieren prostituir el arte.
Quieren comprar las palabras, vender las emociones, subastar la conciencia.
Ofrecen como una oportunidad el perdón de tu vida.
Porque ellos tienen las redes, y tú eres el pescado.
Juegan con el pescado, y juegan con aquellos a quien se lo venden.
El mar les pertenece, dicen ellos. Sólo porque lo han encontrado primero y lo han escrito en un papel. Y las ballenas, los corales y los delfines callan. Y quien calla, otorga.”

Aquel mensaje llegó a sus manos, metido en una botella. Ella, paseando por la playa, descalza y con algunas gotas de lluvia en su blanco vestido, lo recogió y lo llevó a su casa.
¿Quién lo había escrito? ¿De qué extraño mundo venía aquel agónico y desesperado mensaje? Y lo más importante, ¿quiénes eran aquellos a los que se refería?
Ella entró en su pequeña cabaña de madera. Se limpió la arena de los pies, se cambió de ropa y sacudió las gotas de agua que salpicaban sus cortos y rubios cabellos. Ya calzada y con su manta verde protegiéndola del frío que comenzaba a despertar, prendió la lámpara y analizó en detalle aquella nota. La lluvia, insistente, repiqueteaba cada vez con más fuerza contra la ventana.

Ofrecen como una oportunidad el perdón de tu vida.”
El mar les pertenece, dicen ellos.”

¿Quiénes? ¿Quiénes podían ser tan retorcidos como para hacer algo así?
Por más que le daba vueltas, no podía comprenderlo.

Se le hizo muy tarde con aquellas cavilaciones. La luna comenzaba ya a adornar el cielo, y las estrellas le hacían compañía. Aquella chica decidió dormir. Mañana sería otro día.

Al despertar, un sudor húmedo bañaba su frente. Había tenido una pesadilla horrible. No quería siquiera recordarla. Salió entonces fuera, otra vez a pasear por la playa, para olvidar aquella terrorífica visión con la que se había despertado.

Un pájaro se posó entonces sobre su hombro. Decidió acariciarlo, suavemente y con amor, y aquel pájaro se transformó en un anciano.

Espantada, dio un respingo hacia atrás.

No temas —sonrió aquel anciano de larga barba y largos cabellos encanecidos. En sus ojos, lagos azules—. Vengo a traerte la respuesta que buscabas. Estaba en tu corazón, pero yo la haré visible ante tus ojos.

Entonces, el hombre sabio se agachó y comenzó a dibujar en la arena.

Ésta era la Tierra que has visto. Se trataba de un planeta que existió hace millones de años. Hoy ni siquiera se llama así. Sus playas, su arena, eran limpias como todo el Universo. Sus criaturas, hermosas. Pero alguien decidió sumirla en las tinieblas, y todos ellos se olvidaron de quiénes habían sido. La prostitución del arte a la que se refiere el texto define la codicia, el egoísmo que empañaba los corazones de todos ellos y que no les dejaba ver con los ojos que realmente ven. Hubo un tiempo, sí, hubo un tiempo en que se manipulaban los unos a los otros, siempre con la excusa de estar obedeciendo órdenes de alguien a quien consideraban más importante —el anciano hizo una pausa y añadió—: Sí, también se habían olvidado de que todos eran igual de importantes.

Pero... Qué horror. ¿Eso que me cuenta, de verdad existió alguna vez? ¿Cómo no podían ver que la Fuente es amor y que los conectaba a todos?

Ni siquiera creían en la Fuente. —La sonrisa de aquel hombre anciano era amarga—. Ya te dije que las tinieblas les tapaban los ojos que realmente ven.

Estaban ciegos —concluyó la chica. El anciano asintió con la cabeza—. ¿Y qué pasó entonces?

Hoy ese planeta ya no existe de esa manera. Solo los seres más puros de corazón, los que realmente querían salir de las tinieblas, recibieron ayuda de la Fuente para evolucionar y salir de aquella oscuridad. El planeta entonces se transformó en un lugar hermoso. Hoy ese mundo se llama Éoden, que quiere decir “la invencible”.

¿Y los que no quisieron salir de la oscuridad? ¿Qué pasó con ellos?

Se quedaron enganchados en las tinieblas. Pero no les importó mucho; ya lo estaban antes. Fueron saliendo de uno en uno de las tormentas galácticas, según su evolución y entendimiento les permitían. Hoy, algunos de ellos viven aquí. Son tus vecinos, aunque no te hayas percatado. El que escribió ese mensaje es hoy tu primo; un náufrago del pasado. En aquella época su dolor era tan inmenso que fue capaz de materializar aquella botella a millones de años luz en el espacio, y a millones de años temporales en el futuro.



La chica se quedó asombrada, pero no dijo nada. El reflejo del sol bailaba encima de las olas del mar.