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lunes, 11 de agosto de 2014

Corazones rotos

Imagen: Marta Santos
Aquella mirada le dolía. Era la mirada de alguien radiante, que lleva una vida rosa y suave. Por eso mismo. No entendía cómo la felicidad podía juguetear entre sus largas pestañas después de aquel adiós que segó su alma. Se preguntaba cómo Laura podía invisibilizar su presencia con aquella naturalidad después de haber escupido sobre su nombre y atravesado su corazón con una lanza oxidada. Pero él nunca encontró la respuesta adecuada, se le escapaba al igual que el aliento que lo mantenía en pie.

Laura mientras tanto sonreía. Sonreía y paseaba con Ricardo, su nuevo novio. Cuanto más paseaba, más sonreía. Y entretanto, él se ahogaba entre tinieblas, aferrándose a antiguas promesas de amor escritas en humo. ¿A qué otra cosa podía aferrarse? Se lo había dado todo. Y ella, con frialdad aterradora, lo había envuelto en desprecio y lo había tirado al mar. Allí, en las profundidades submarinas, cubiertos por una fina capa de algas de color ocre, yacían olvidados sus amigos, su familia, su dinero, su esperanza...

Él caminó durante meses por las viejas calles de aquella sombría ciudad. Errático, enajenado, como un vagabundo solitario. Acarició a los perros sin dueño, pisó la hierba mustia... De vez en cuando, su mirada exploraba las aceras llenas de colillas, chicles pegajosos y migas de pan que le tiraban los ancianos a las palomas. Buscaba algo, aunque no sabía el qué. Sin embargo, nunca dejó de buscar. Fue por su rebelde insistencia que un día halló lo que anhelaba. En el suelo, medio oculto por una cajetilla de tabaco vacía, estaba su orgullo. Era todo lo que necesitaba para empezar otra vez de cero. Se juró a sí mismo que ninguna otra mujer volvería a destrozarle la vida, y alzó al fin su cabeza.

Logró trabajo, recuperó a su familia y a los amigos leales, e hizo otros nuevos.
Pero nunca dejó a otra mujer el espacio suficiente para hacerle daño.

Por eso nunca dejó que aquella compañera de trabajo lo amara. Nunca correspondió a sus cálidas miradas, ni a sus delicadas sonrisas. Rehuyó aquella dulzura que brotaba de su cuerpo como si de un sorbo de arsénico se tratase. Al fin y al cabo, ella era una mujer.

Por eso ella nunca fue feliz, acariciando ilusiones rotas y lanzando oraciones al viento. Sus alas habían sido quemadas mucho tiempo atrás. Ella no se fiaba de cualquiera, pero podía percibir que él era diferente. Era capaz de sentir el olor carbonizado que manaba de su espalda, por eso sabía que a él también se las habían quemado.Y por eso sabía que sólo juntos podrían curarse.

Cada tarde conversaba con la locura, diciéndole cuánto desearía abrazar su espalda deforme y besar sus monstruosas llagas. La locura era su amiga, por eso recogió su mensaje y se lo entregó al viento, para que lo susurrase en las tardes de otoño en el oído de su amado...

Puede que escuches un grito apagado en la noche lúgubre. También es posible que sientas una húmeda y fría lágrima deslizarse por tu piel. Oirás mis susurros en el viento, y entonces sabrás que era yo. Dibujando tu nombre con mi sangre una vez más. Dime, amor, ¿cómo es el tacto de lo intangible? ¿Cómo se vive flotando sobre la superficie del mar? Pruébalo. Está salado, porque es mi llanto el que te mantiene emergente sobre las aguas.
Yo soy quien te arropa al dormir para que no te enfríes.
Yo soy quien vigila tus pasos para que no tropieces.
Yo soy quien aleja el dolor para que no enfermes.
Vivo en las sombras, te espío desde la oscuridad. Siempre estoy presente, aunque no puedas verme. Cada amanecer beso tus párpados cerrados y me oculto cuando despiertas a la vida. Me avergüenza que me descubras, desnuda y culpable frente a tu lecho, por eso me disuelvo en el murmullo del viento... Pero no lo olvides: Siempre, siempre estaré a tu lado, cuidando de ti. Porque te amo.

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